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Blog Nihil Obstat

Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
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13
Oct
2014
Las dificultades pueden madurar la fe
6 comentarios

¿Quién tiene una fe más madura, más sólida, aquel que en cuestiones de fe dice tenerlo todo clarísimo y nunca se plantea preguntas, o la persona que es consciente de las razones y argumentos que se alzan contra la fe? Una pregunta similar se la planteaba Tomás de Aquino y respondía que la segunda de esas personas era la que tenía más mérito al creer, porque creía siendo consciente de los obstáculos que se le plantean a la fe. Y hacía una interesante comparación con el caso de lo mártires: “cuánto contradice a la fe, sea por consideración humana, sea por persecución exterior, en tanto aumenta el mérito de la fe en cuanto pone de manifiesto una voluntad más dispuesta y firme en la fe. Por eso, el mérito de la fe es mayor en los mártires porque no abandonaron la fe ante la persecución; tienen asimismo mayor mérito los sabios, puesto que no abandonan la fe ante las razones aducidas contra ella por los filósofos o por los herejes”.

El Vaticano II se expresaba en una línea similar, cuando decía que “las dificultades no dañan necesariamente a la vida de fe; al contrario, pueden estimular la mente a una más cuidadosa y profunda inteligencia de aquella”. Dicho de otro modo: la fe en Dios se purifica y se conforta mirando de cara a lo que la rechaza. Y, a la inversa, no puede encontrar ningún vigor, y tal vez hasta carece de veracidad, si huye de lo que puede negarla. La fe cristiana no tiene miedo a la confrontación, precisamente porque está convencida de su fuerza y de su verdad. Por tanto, aquellos que pretenden defender la fe de los creyentes, escondiendo o negando aquellas realidades o dificultades que pueden cuestionarla, no prestan un buen servicio a la vida cristiana. En el fondo, no confían en la fuerza y la luminosidad de la fe.

De hecho, han sido las herejías las que han hecho avanzar el dogma, porque han obligado a la ortodoxia a reflexionar con más finura y precisión. Deberíamos estar agradecidos a aquellos que nos hacen caer en la cuenta de nuestras incoherencias o de nuestras debilidades; y a aquellos que nos manifiestan su incomprensión ante la falta de consistencia o claridad de nuestras explicaciones. La fe no se defiende a base de autoridad, sino a base de buenos argumentos. Un buen baremo para saber si uno avanza en el conocimiento de la fe es el deseo de tener una mayor formación teológica, el deseo de saber más, de buscar mayor precisión, de conocer los motivos a favor y en contra de la fe.

Es posible que algunos pastores o catequistas prefieran dirigirse a creyentes sin formación. Pero esta actitud solo demuestra la falta de respeto por aquellos a quienes uno se dirige y la ignorancia de esos pastores, una ignorancia que suelen suplir con apelaciones a la autoridad o recurriendo a la letra de los catecismos.

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9
Oct
2014
Acto de fe y contenidos de la fe
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Una cosa es el acto de fe y otra las fórmulas con las que expresamos el contenido de la fe. A este respecto, Santo Tomás decía expresamente que el acto de fe no se dirige a los enunciados (dogmas, catequesis, credos), sino a la realidad divina a la que estos enunciados remiten y que expresan de forma muy imperfecta, precisamente porque son fórmulas humanas. Dicho de otra forma: nosotros no creemos en dogmas, en fórmulas o en palabras, sino en el Dios revelado en Jesucristo que en estas fórmulas, dogmas o palabras se expresa. Dios es el objeto y término de nuestra fe, Aquel en el que creemos y confiamos, Aquel del que todo lo esperamos. No hay ninguna fórmula, ninguna predicación, ningún dogma que pueda agotarlo. El está siempre más allá de lo que decimos y pensamos.

Sin embargo, no es menos cierto que necesitamos de estas palabras, fórmulas y predicaciones, para dar un contenido a nuestra fe. Pues el deterioro de la fe de muchos cristianos comienza con la imprecisión de los enunciados sobre Dios y sobre Cristo. Cuando esto ocurre, cuando no se dispone de una buena explicación teológica de los contenidos de la fe, ésta se sustituye por prácticas devocionales y por imágenes o ritos centrados en aspectos secundarios que, en ocasiones, en vez de orientarnos hacia Dios, nos alejan de él.

Las dos dimensiones de la fe son importantes: el acto de fe, que debe ser eminentemente teologal, es decir, centrado y orientado hacia el Dios de Jesucristo, y una buena explicación de los contenidos de la fe, que toma como punto de referencia de esta explicación al Jesús que los evangelios nos presentan. Si olvidamos lo primero, a saber, que Dios es el objeto, la meta y el fin de la fe y, por tanto, que nosotros creemos en Dios y solo en Dios, corremos el riesgo de dar a las fórmulas o a los ritos una importancia desmesurada. Y lo que es peor, corremos el riesgo de perdernos en discusiones sobre fórmulas y ritos que terminan por descalificar al que se expresa con matices o elementos culturales distintos a los nuestros. Corremos el riesgo de perder a Dios y quedarnos con la fórmula o el rito.

Si olvidamos lo segundo, a saber, que la fe tiene un contenido y que, de alguna forma, tenemos que aclararnos, corremos el riesgo de convertir la fe en un acto voluntarioso, y de quedarnos con la inteligencia vacía. La fe es vida, pero también es luz, verdad y camino. Por eso, la adhesión de fe necesita convertirse en luz y camino para la vida, y en verdad que satisfaga a nuestra inteligencia. Sólo así, si un día llegan las dificultades, podremos mantenernos firmes porque tendremos unas “verdades” a las que agarrarnos, aunque en realidad esas verdades sean un pálido reflejo de la Verdad, esa Verdad con mayúscula a la que todas las verdades con minúscula pretenden expresar, sin lograrlo nunca del todo.

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4
Oct
2014
No hay sacramento sin Palabra
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Pongo Palabra con mayúscula porque me refiero a la Palabra de Dios. Aunque por otra parte, esta Palabra siempre nos llega con minúscula, a través de palabras humanas. Desde el punto de vista cristiano, las palabras humanas de la Biblia son las que mejor expresan la Palabra de Dios. Pero esta no es exactamente la cuestión que me mueve a escribir este post. Lo que me mueve es una discusión de la que fui testigo presencial. Contaba un sacerdote que, tras una boda con Misa celebrada un sábado por la tarde, en la que las lecturas habían sido las de “la boda”, alguien le preguntó si esa Misa “valía” como Misa del domingo. A partir de ahí aparecieron distintas opiniones: uno decía que “no valía”, porque las lecturas no habían sido las de la Misa dominical. Otro dijó, para justificar su opinión de que esa Misa sí valía como Misa del domingo, que lo que importaba en la Misa no eran unas u otras lecturas, sino “la consagración”.

Digo todo esto sin demasiada precisión, para que se entienda lo que quiero plantear. ¿Qué es lo que da valor a la Eucaristía, las lecturas bíblicas o la plegaria eucarística? Las dos cosas. De forma que una sin la otra no tendría sentido ni valor. Las lecturas bíblicas son parte esencial de la Eucaristía y de todo sacramento, incluido el de la penitencia, dicho sea de paso, porque cuando el sacramento de la reconciliación se celebra según el rito individual, el sacerdote olvida muchas veces que la lectura bíblica es parte esencial del rito, tal como está estipulado en los rituales. Vuelvo a la Eucaristía. El Concilio Vaticano II recordó que “las dos partes de que consta la Misa, a saber: la liturgia de la palabra y la eucarística, están tan íntimamente unidas, que constituyen un solo acto de culto”.

Si estamos ante un solo acto de culto, que consta de dos partes, o por decirlo con más precisión, de dos mesas, la Mesa de la Palabra y la Mesa del sacramento, resulta claro que si prescindimos de una de esas partes, no estamos realizando el acto de culto, sino otra cosa. Precisamente porque la Palabra es indisociable de la Eucaristía, cuando se lleva la comunión a un enfermo, está previsto que, antes de entregarle la Eucaristía, se tenga una lectura de la Palabra de Dios, aunque sea breve. También para el enfermo es importante la Mesa de la Palabra, porque en ella Cristo mismo se hace presente como luz que ilumina la inteligencia y ofrece sentido para la vida.

En la Eucaristía, y en los otros sacramentos, la Mesa de la Palabra no es una especie de introducción de la que se pueda prescindir. Ella forma parte del sacramento, ella indica de qué modo este sacramento tiene fuerza y eficacia en una determinada circunstancia de mi vida. Sin Palabra, el sacramento se queda sin luz y corre el riesgo de confundirse con un acto mágico.

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1
Oct
2014
Los católicos, ¿a quién podemos votar?
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Con motivo de la retirada de la así denominada “ley del aborto” por parte del Gobierno, algunos han opinado que los católicos “no podemos” votar al Partido Popular (sin duda con buenos argumentos, que hubieran valido más o menos igual hace unos años). Lejos de mi pretender incitar a nadie a votar a un partido u otro. Pero el supuesto de que “el voto católico” debe o no dirigirse a una determinada opción política da que pensar. Si se identifica el “voto católico” con el voto a un partido de derechas mayoritario, la conclusión es que hay un considerable número de ciudadanos católicos. Pero si ahora se dice que los católicos no podemos votar a ese partido que habría hasta ahora recogido, supuestamente, nuestro voto, y que sólo la abstención o el voto a opciones políticas minoritarias es católico, quedará claro que los católicos somos minoría. En realidad no va a ocurrir nada de esto, porque aquí también funcionan “las mayorías silenciosas” de católicos, de uno u otro signo, que viven su fe y su piedad sin estridencias.

Según estadísticas fiables, en España, hay un 29,2% de católicos practicantes; un 51,3 % de católicos no practicantes; los no creyentes serían un 8,9%, los ateos 7,6%, y creyentes de otras religiones 2,1%. Si comparamos estas cifras con el número de votantes de los distintos partidos, queda muy claro que no existe el “voto católico”. Existen ciudadanos católicos, que votan a distintos partidos. Conscientes, supongo yo, de que ningún programa político se identifica con el Evangelio. Y conscientes de que, al final, el voto político siempre es un mal menor. Porque al votar un programa, voto un conjunto de propuestas, algunas difícilmente compatibles con el Evangelio. Por tanto, al votar, valoramos cuál es el conjunto menos malo o el que más se acerca (no el que se identifica) a mi conciencia. Ahora bien, si solo consideramos católicos practicantes, coherentes, serios y dignos a los que voten a esos partidos que recomiendan los que dicen que los católicos ya no podemos votar al Partido Popular, quedará más claro que nunca que los católicos somos un grupo minoritario, por no decir marginal.

Nadie puede pretender otorgar certificados de “voto católico” y decir a quién debe o no votar el ciudadano católico. La Conferencia Episcopal, en algunos momentos, ha ofrecido criterios para orientar el voto de los católicos. Criterios sí. Poner nombres de partidos y decir a quién sí y a quién no, es otra cosa, que se presta a que, vistos los resultados, alguien argumente que los católicos tenemos poco que decir en cuestiones económicas, políticas y sociales, porque somos pocos. Y no es así. Somos muchos. Y tenemos mucho que decir. Y decirlo como católicos, sí, pero sin confundir el ser católico con votar o no votar a un partido concreto.

En Suiza, los ciudadanos no votan sólo a sus representantes políticos. Votan también otros asuntos locales, cantonales o nacionales. Eso es lo que convendría lograr en España: obtener un número suficiente de firmas para poner a votación una pregunta clara y directa: ¿está usted de acuerdo con que se promulgue, se suprima o se reforme una determinada ley?

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29
Sep
2014
Creer como alternativa
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Richard Swinburne, en las primeras páginas de su libro “Fe y Razón” (editado por San Esteban y traducido por Sixto Castro), afirma que “la creencia es relativa a alternativas”. Y añade: “la alternativa normal con la que se compara una creencia es su negación”. En efecto, tanto en el plano antropológico como en el teológico, hay un aspecto de alternativa en el creer. Creer que el equipo de mi ciudad ganará la liga de fútbol es creer que otros no la ganarán. Y creer que existe un Dios es lo contrario de creer que no hay Dios.

Así se comprende que, en el momento de recibir el bautismo, sello y signo de la fe cristiana, el catecúmeno, antes de la triple afirmación: “Creo en Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo”, debe realizar un triple negación: “Renuncio a Satanás, a todas sus obras y a todas sus seducciones”. Volverse hacia Dios es darle la espalda a Satanás; creer en el Dios de Jesús es no creer en otros dioses. Creer en Dios implica que hay una serie de realidades incompatibles con esa fe. El creyente se encuentra ante una alternativa: “o bien una cosa, o bien otra”, pero es imposible quedarse con las dos. De hecho, cuando uno pretende quedarse con las dos, en realidad solo se está quedando con una, con la alternativa contraria a la fe. Desde este punto de vista se comprende la radicalidad de la fe cristiana.

Ahora bien, la alternativa no explica el todo de la fe. Creer que el equipo de mi ciudad ganará la liga, no excluye que crea que otros equipos tienen alguna probabilidad de ganarla. La alternativa no es una evidencia. Creer en algo o en alguien es estar convencido de que las otras probabilidades son menos firmes que aquella en la que se cree. Pero no necesariamente falsas. Por eso el radicalismo de la fe no puede traducirse en fanatismo. Ser consciente de la “alternativa” no significa encontrarse con la evidencia. Puedo creer con firmeza que aprobaré unas oposiciones, incluso que aprobaré con nota muy alta, pero la seguridad de que así suceda no es total. Puedo creer con firmeza que Dios nunca falla, pero esta seguridad no se traduce en una experiencia de triunfo. En la auténtica fe, coexisten la firme seguridad que supone el apoyarse en Dios y la debilidad de vivir este apoyo en las condiciones de lo humano. Cuando Dios se hace humano (bien en Jesús, bien en la vida de cualquiera de nosotros) se empequeñece, se abrevia, y aparece la debilidad.

Más aún, la convicción absoluta de algo, no se demuestra desde la fuerza, sino desde la tranquilidad: que dos y dos son cuatro no es más verdad porque lo proclame a gritos; incluso es más creíble si lo digo tranquilamente. Es verdad en ambos casos, pero es más creíble en el segundo. O sea, del segundo modo, tengo más posibilidades de convencer. Igualmente, la firme convicción de la existencia de Dios no resulta más creíble cuando descalifico a los que no creen en él, sino cuando busco argumentos que les hagan pensar, aunque no les lleven a la fe.

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24
Sep
2014
¡Iglesia servidora!
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La tentación de usar el ministerio para el propio prestigio está siempre presente. De ahí la necesidad de estructuras sinodales que corrijan fraternalmente los abusos que puedan darse. Estas estructuras sinodales actúan, a veces, democráticamente, para elegir a los ministros o a los responsables de la comunidad. El Obispo de Roma es elegido por un colegio. Se puede discutir el modo de formar parte de este colegio electoral del Obispo de Roma. Pero la cuestión de fondo seguirá siendo esta: el Obispo de Roma no es el que “toma” el poder, sino el que “recibe” un encargo. Este colegio elector del Obispo de Roma es equivalente a otros colegios electores que elegían a los Obispos diocesanos. Durante mucho tiempo fue el “cuerpo” de los canónigos el que elegía al Obispo. Recordarlo es un modo de plantearse si no habría que recurrir de nuevo a algunas instituciones que el tiempo ha ido relegando.

Las Ordenes y Congregaciones religiosas, con las que está enriquecida la Iglesia, también funcionan democráticamente, de distintas maneras y con distintas perspectivas. En todas ellas, el Superior mayor siempre es elegido por un colegio representativo del resto de los miembros de la Congregación. Más aún, estos superiores religiosos tienen fecha de caducidad, o sea, son elegidos por un tiempo determinado. Eso no les quita ninguna autoridad. Recordarlo es otro modo de plantear si no habría que extender esta temporalidad a otros ministerios importantes en la Iglesia, sin restarles un ápice de su autoridad.

En cualquier caso, en la Iglesia no se trata de jerarquía, democracia, sinodalidad o cualquier otro modo de organizarse. En la Iglesia se trata de otra cosa: de recordar que todos estamos para servir. Empezando por los que tienen mayores responsabilidades o por los que resultan más visibles dentro del organismo eclesial. Porque una Iglesia que no sirve, sino que domina; que no practica la misericordia, sino la exclusión; que no ofrece esperanza, sino condenas, no responde a la voluntad de Jesús. Todos en la Iglesia estamos llamados a construir el Reino de Dios y a vivir fraternalmente. Esta fraternidad es el signo distintivo de los discípulos de Jesús: en eso, y solo en eso, en que vivimos como hermanos, se conoce nuestra pertenencia a Cristo.

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20
Sep
2014
¿Iglesia jerárquica o sinodal?
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Aprovechando la próxima reunión del Sínodo de los Obispos, me gustaría, por un momento, dejar de lado los contenidos de lo que el Sínodo va a tratar, para apelar a la conveniencia de una Iglesia sinodal a todos los niveles, una Iglesia en la que haya estructuras que permitan la participación de todos los creyentes en las decisiones que les conciernen. Precisamente, la palabra “sínodo” expresa la idea de caminar juntos, buscar en común, compartir experiencias, escucharnos con simpatía unos a otros, saber ver en la opinión ajena una misma búsqueda de caminos evangélicos, aunque quizás expresados desde otras necesidades y otras experiencias. Una Iglesia sinodal sería así expresión concreta de fraternidad. La sinodalidad en la Iglesia no hay que confundirla con la democracia política, aunque en algunas ocasiones también la sinodalidad se exprese democráticamente.

No hay que confundir sinodalidad y democracia porque la sinodalidad no es exactamente la búsqueda de mayorías que deciden e imponen su opinión sobre el resto, sino la búsqueda de consensos, la capacidad de escucharnos unos a otros, para que, en el momento de decidir podamos hacerlo no buscando solo el propio interés, sino también el interés de los demás. En las comunidades de Jesús todos deben sentirse contentos y a gusto, porque son comunidades fraternas. Los hermanos no votan para ver quién tiene mayoría; tampoco votan para que uno mande sobre los demás. Los hermanos se escuchan, se respetan, se valoran. Y toman decisiones buscando el bien de todos, tratando de integrar todos los puntos de vista en la decisión común, sin que nadie se sienta marginado con la decisión tomada.

Por otra parte, cuando hay que tomar una decisión sobre algún asunto o sobre personas, sobre responsables de la comunidad, la sinodalidad se expresa democráticamente. Espontáneamente muchos piensan que la Iglesia es esencialmente jerárquica, en la que se establece un orden de superioridad o de subordinación entre personas. Incluso algunos conciben esa jerarquía de modo militar, con una escala de mando: hay un jefe supremo (el Papa), que nombra a los jefes subalternos de segundo nivel (los Obispos), y estos jefes de segundo nivel nombran a los últimos jefes menores departamentales (los párrocos).

Concebir así la Iglesia es un error fatal. Porque en ella se parte de la común dignidad e igualdad de todos sus miembros, hechos hijos de Dios, hermanos de Cristo y templos del Espíritu por el bautismo. Si en la Iglesia hay funciones y ministerios, estos se conciben, no a la manera mundana (como bien advirtió Jesús: los jefes de las naciones funcionan con unos criterios; los vuestros son muy distintos), sino desde el servicio mutuo: el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro servidor. En la Iglesia hay muchos ministerios, sin duda. No olvidemos que ministro quiere decir “menor”, o sea, servidor.

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16
Sep
2014
La necesidad de la Iglesia
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Hasta el siglo XX la necesidad de la Iglesia se planteaba en relación con la salvación: “fuera de la Iglesia no hay salvación”. Este axioma, que se encuentra por primera vez en Orígenes y Cipriano de Cartago, no iba dirigido a los no cristianos, sino a aquellos que abandonaban la comunidad eclesial, a los herejes y cismáticos. A ellos se les advertía de que no es posible ser cristiano fuera de la comunidad eclesial. Posteriormente, los concilios de Letrán y de Florencia utilizan el axioma afirmando que quienes están fuera de la Iglesia católica “irán al fuego eterno”. Actualmente, la teología y los documentos del Magisterio han recuperado el sentido primitivo de la fórmula. Así el Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 846-848) dice que la fórmula “significa que toda salvación viene de Cristo-Cabeza por la Iglesia que es su cuerpo”. Y añade: “esta afirmación no se refiere a los que sin culpa suya no conocen a Cristo y a su Iglesia”.

Hoy la teología y el Magisterio reconocen abiertamente que es posible la salvación para aquellos que no pertenecen visiblemente a la Iglesia. Así, pues, el problema de la necesidad de la Iglesia debe enfocarse desde una nueva perspectiva. El Vaticano II, más que lugar o causa de salvación, considera a la Iglesia como sacramento de salvación. Sacramento porque es signo que señala aquello a lo que todos aspiran, la perfecta unión y reconciliación de Dios y los seres humanos, y de los hombres entre sí. Y sacramento porque, además de signo, es instrumento, que anticipa y realiza eso que significa, conduciendo a sus fieles por el buen camino del Evangelio, que es el camino que lleva a la vida. A la Iglesia toca señalar y manifestar la voluntad salvífica de Dios, nunca ponerle límites. Así, la Iglesia es “germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano” (Lumen Gentium, 9).

En relación con la necesidad de la Iglesia hay que situar el tema de la misión. La misión es exigencia de la catolicidad, del hecho que la Iglesia ha sido enviada por su Fundador a todos los pueblos. Y el motivo de la misión está en la voluntad de Dios que quiere que todos se salven, pero también que lleguen al conocimiento pleno de la verdad (1 Tim 2,4). La Iglesia anuncia a Cristo, camino, verdad y vida. Ahora bien, hay que dejar muy claro que la misión y el testimonio brotan del hecho mismo de ser cristiano. Eso significa que antes de ser un problema que se les plantea a los otros, la misión es una necesidad que se le impone al creyente: “Ay de mi (no: ay de ellos) si no predico el Evangelio” (1 Cor 9,16). La Iglesia está en función del mundo, para contribuir a la edificación del Reino de Dios, servir a las personas y compartir con ellas la alegría del descubrimiento de Cristo, buena noticia de salvación para todo el género humano.

En este sentido cabría entender la imagen tradicional, nunca negada ni siquiera por los Reformadores protestantes, de la Iglesia como madre. La Iglesia anuncia y transmite la fe, como una madre que engendra nuevos hijos y los nutre con su fe vivificadora.

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12
Sep
2014
Católica y apostólica
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La Iglesia es católica porque es universal, extendida por todo el mundo, “hasta los confines de la tierra” (Hech 1,8). Y, sin embargo, esta única Iglesia católica se realiza en comunidades particulares. Es interesante notar que un mismo escrito, la primera carta a los Corintios, emplea la palabra Iglesia en un triple sentido: comunidad de culto (1 Cor 11,18), iglesia local (1 Cor 1,2) e iglesia universal (1 Cor 15,9). Se trata de tres formas de realización de la sola y misma Iglesia. La Iglesia universal existe en las distintas comunidades locales y allí se realiza, a su vez, en la asamblea de culto. Lejos de oponerse Iglesia local e Iglesia universal, la primera es la forma concreta de realizarse la única Iglesia en un determinado lugar, como ha dejado bien claro el Concilio Vaticano II: “en las Iglesias particulares se constituye la Iglesia católica, una y única” (Lumen Gentium, 23). Más aún, es posible considerar a la familia cristiana como “Iglesia doméstica” (Lumen Gentium, 11), o sea, como la primera realización de la reunión de creyentes que constituye la Iglesia cuando esos creyentes se reúnen en nombre de Jesús (cf. Mt 18,20).

Finalmente la Iglesia es apostólica porque está edificada sobre el fundamento de los Apóstoles (Ef 2,20), porque guarda y transmite la enseñanza que los apóstoles recibieron de Cristo (Hech 2,42; 2 Tim 1,13-14) y porque está gobernada por el colegio de los obispos (con el que colaboran los presbíteros), sucesores de los apóstoles en su ministerio pastoral. Este colegio está presidido por el obispo de Roma, que ejerce el llamado “ministerio petrino”: ser signo de unidad y confirmar a los hermanos en la fe. Aunque la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas orientales reconocen la importancia del ministerio petrino, no están de acuerdo en las modalidades de su ejercicio y en las atribuciones que debe tener. Esta es una de los principales motivos que separan a la Iglesia católica de otras confesiones cristianas.

Importa aclarar que la apostolicidad no es un privilegio concedido a algunos, sino que (como muy bien reconoce el Catecismo de la Iglesia Católica, nº 863), “toda la Iglesia es apostólica”. “Apostólico” es un atributo aplicable a la Iglesia entera, que vive de acuerdo con el testimonio apostólico tal y como nos lo transmite el Nuevo Testamento. También es importante aclarar que la forma de elección de los encargados del ministerio sacerdotal y episcopal ha conocido diversos modos a lo largo de la historia. Estos ministerios no están ligados a un único modelo de elección de sus servidores. En la primitiva Iglesia era la comunidad cristiana entera la que elegía a sus pastores. Posteriormente, debido al crecimiento de la Iglesia, y hasta prácticamente nuestros días, en muchas diócesis el cabildo (o representación de los presbíteros) tenía una intervención decisiva en la designación del obispo. Tampoco estos ministerios están de por sí reservados a los que viven de una determinada manera. De hecho, en la Iglesia primitiva hubo y hoy hay en las Iglesias orientales “presbíteros casados muy beneméritos” (Presbyterorum Ordinis, 16).

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8
Sep
2014
Una y santa
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Los Símbolos de la fe caracterizan a la Iglesia con estos cuatro atributos: una, santa, católica y apostólica. Se trata de cuatro rasgos esenciales de la Iglesia y su misión. Hoy estas notas o rasgos precisan de una nueva explicación precisamente porque nuestros contemporáneos, incluidos muchos buenos creyentes, también observan, a veces escandalizados, la pluralidad de Iglesias o el pecado de la Iglesia, o se preguntan si su origen apostólico implica un tipo de gobierno no democrático.

La Iglesia es una porque toda ella se reclama del único Cristo que vino para reconciliar a todos los seres humanos, uniéndolos en un solo cuerpo (cf. Ef 2,16; 1 Cor 12,12); y porque él mismo pidió al Padre la unidad de los suyos como signo para que el mundo creyera (Jn 17,21). En la Iglesia hay carismas y funciones distintas, pero el Espíritu Santo, que habita en los corazones de los creyentes, los une a todos en el amor y hace que todos los dones y carismas estén al servicio de la edificación de la comunidad. La Iglesia es una porque toda ella confiesa la misma fe, celebra los mismos sacramentos y obedece a los mismos pastores. Y, sin embargo, ya desde los comienzos de la Iglesia surgieron divisiones, rupturas, que con el tiempo han dado lugar a Iglesias separadas: las distintas Iglesias ortodoxas, la anglicana, la católico-romana, las surgidas de la reforma luterana. Hoy, en Ginebra, funciona el llamado “Consejo Ecuménico de las Iglesias” que, si por una parte, es la confesión palmaria de una división, por otra es el anhelo de una vuelta a la unidad. Por su parte, la Iglesia católico-romana reconoce que en las escisiones ha habido “culpa de los hombres de una y otra parte”. Más aún, que en las Iglesias separadas pueden encontrarse “muchísimos y muy valiosos elementos o bienes que edifican y dan vida a la Iglesia” (Unitatis Redintegratio, 3). Ella, juntamente con las otras Iglesia, favorece el ecumenismo y trabaja por una unidad que no tenga que traducirse en uniformidad.

La Iglesia es santa porque está santificada por el Espíritu y porque dispone de medios de santificación. Si el Espíritu Santo es el que santifica a la Iglesia es porque por ella misma no es santa y necesita ser santificada. Si dispone de medios de santificación es porque sus miembros deben continuamente recurrir a ellos. La Iglesia está formada por pecadores. De ahí que al mismo tiempo es santa y está necesitada de purificación. Y avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación (Lumen Gentium, 8). Por eso la santidad de la Iglesia, aquí en la tierra, es “todavía imperfecta” (Lumen Gentium, 48). Así se comprende que los cristianos, que somos la Iglesia y la constituimos, cada día debemos pedir sinceramente al Señor que nos perdone nuestras deudas. El Apóstol Pablo, se dirigía a los cristianos de las diferentes comunidades, llamándolos “santos por vocación” (Rm 1,7), “elegidos para ser santos” (Ef 1,4) consciente como era de sus deficiencias y pecados. De ahí este paradójico calificativo: “los santificados, llamados a ser santos” (1 Co 1,2).

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