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Blog Nihil Obstat

Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
Sobre el autor

20
Ago
2024
Padres creyentes, hijos indiferentes
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paisajetierramar

Hay padres creyentes que han dado un buen testimonio de su fe ante sus hijos, con palabras y obras. En ocasiones los hijos no parece que, en este tema religioso, hagan mucho caso a sus padres. Posiblemente respetan a sus padres, pero no manifiestan interés por la religión, no practican, están alejados de la Iglesia. De padres creyentes salen hijos ateos, indiferentes o no religiosos. Cuando esto ocurre hay padres, con muy buena voluntad, que aman a sus hijos y rezan por ellos, que se preguntan cómo es posible que sus hijos no abracen la fe: ¿qué hemos hecho mal?, ¿dónde hemos fallado?

De entrada, esta pregunta está mal planteada. Seguramente no lo han hecho mal, han hecho lo que han podido, y lo que han hecho ha estado bien. ¿Entonces dónde está el problema? Una respuesta fácil es decir que el caso contrario también se da: de padres ateos o contrarios a la religión salen hijos religiosos. Aunque esta constatación sea cierta conviene ir al fondo del problema. Primero para tranquilizar a los padres que han hecho lo que han podido y después para comprender que para que nazca la fe no bastan las buenas palabras y los buenos ejemplos.

Para que nazca la fe se requieren dos cosas: una, el anuncio del evangelio. La fe no nace por generación espontánea, es el resultado de un anuncio, es la consecuencia de una buena presentación de Jesucristo. Para que el anuncio sea correcto se requiere una predicación elocuente y unos buenos signos de la fe. En el caso de los padres, la predicación consiste en educar en la fe a sus hijos y los signos en darles ejemplo de vida y práctica cristiana. Pero esto solo no basta para que nazca la fe.

Para que nazca la fe se requiere, además de una predicación y un testimonio elocuente, convencido y convincente, que este anuncio sea acogido por el destinatario, en nuestro caso por los hijos. El anuncio es responsabilidad de la Iglesia, de los padres. La acogida es libre y es responsabilidad del destinatario de la predicación, es responsabilidad de los hijos. En la acogida entra en juego la libertad del oyente. La libertad puede estar condicionada por muchas cosas, pero en definitiva quién tiene que dar el paso de la acogida es el propio receptor, aquel al que va destinada la predicación. Y ahí los padres creyentes ya no tienen ninguna responsabilidad. La acogida, si bien requiere de un buen anuncio y un buen testimonio, es un asunto entre Dios y cada uno.

Una cosa más: nunca sabemos cuando nuestras palabras y ejemplos darán fruto. A lo mejor no dan fruto tan aprisa como nos gustaría. Quizás lo den en el momento más inesperado. La labor de los buenos padres es educar a sus hijos en la fe. Ahí termina su labor. Quizás, al principio, estén un poco tristes o defraudados porque sus hijos no responden como a ellos les gustaría. Hay que seguir rezando, porque quizás, un día se lleven la sorpresa de ver como sus hijos se integran en la Iglesia. Y si no se llevan esta buena sorpresa, no tienen que culpabilizarse, sino amar a sus hijos tal como son, porque Dios les ama así.

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16
Ago
2024
Dos maneras de mirar
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manerasmirar

La compasión y el egoísmo son dos características contradictorias de lo humano. La raíz de las mismas está en la diferente manera de comprender la propia identidad. El problema aparece cuando afirmamos nuestra identidad a costa de los demás. Nos afirmamos contra los otros. De ahí surge el egoísmo, el pensar sólo en mi mismo, e incluso el deseo de que desaparezca el otro; el otro es un estorbo, una molestia.

Hay momentos en la vida en los que cobramos una aguda conciencia de que somos seres necesitados de ayuda. Cuando contemplamos a personas con necesidades especiales, o el rostro desfigurado de una persona por un accidente de tráfico, estamos contemplando nuestra propia posibilidad. Por eso, la situación del necesitado nos da pena y suscita nuestra compasión, porque consciente o inconscientemente vemos allí nuestra propia posibilidad. En esta línea, Tomás de Aquino decía que, viendo el dolor de los demás, “los hombres se compadecen de sus semejantes y allegados, por pensar que también ellos pueden padecer estos males” (Suma de Teología, II-II, 30,2).

Miguel de Unamuno decía que la compasión que sentimos por los demás y hasta por nosotros mismos no es sino la otra cara del amor: “el hombre ansia ser amado, o lo que es igual, ansia ser compadecido”. Y continúa diciendo: “amar en espíritu es compadecer, y quien más compadece más ama”. La compasión, añade este autor, es lo que nos diferencia de los animales: “La compasión es la esencia del amor espiritual humano, del amor que tiene conciencia de serlo, del amor que no es puramente animal, del amor, en fin, de una persona racional. El amor compadece, y compadece más, cuanto más ama”.

La compasión coexiste con otro elemento que es causa de mucho sufrimiento, y que parece estar en el origen de todos los males de la humanidad, a saber, el egoísmo. El egoísta todo lo centra en uno mismo, reduciendo a los demás a mera posesión e instrumento. El egoísmo se opone frontalmente al amor. Cuando uno solo se ama a sí mismo, los demás estorban. El egoísta sólo piensa en sí mismo. Por eso, ignora a los otros. Para el egoísta no hay otros, sólo cuenta el propio yo. Los otros son instrumentos útiles o inútiles en función del provecho que saco de ellos.

Compasión y egoísmo presuponen dos maneras de mirar, de prestar atención al otro. Recordemos la parábola del samaritano misericordioso. Los clérigos que pasan de largo, sin atender al herido, no le odiaban, no tenían ningún motivo para ello, ni siquiera le conocían. Lo que les impidió amarle fue el egoísmo, el pensar en sus cosas, el no tener tiempo para mirarle. El samaritano, por el contrario, se fijó en el herido, y lo que vio le hizo cambiar de planes. Dejó sus ocupaciones para atender al herido.

Cristo desenmascara nuestros egoísmos, nos invita a desprendernos de nosotros mismos, a dejar de mirarnos a nosotros mismos, pero no para perdernos, sino para encontrarnos en el verdadero amor, hecho de acogida y respeto, un amor que encuentra sitio para los demás. Con Cristo aprendemos que la compasión es la esencia del amor.

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13
Ago
2024
Asunción: María y nosotros
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asuncion2024

Aunque el dogma de la Asunción fue proclamado solemnemente por Pío XII en el año 1950, se trata de una de las fiestas marianas más antiguas. El dogma proclama que María fue elevada al cielo en cuerpo y alma. O, dicho de otra manera: que María supero la muerte y fue recibida en el cielo con toda su realidad. Supongo que no hace falta aclarar que con el término cielo no nos referimos a un lugar concreto del universo. Cielo es una metáfora, una imagen de algo difícil de definir con nuestras limitadas palabras humanas. Con el término cielo, decía Benedicto XVI, “queremos afirmar que Dios no nos abandona ni siquiera en la muerte y más allá de ella, sino que nos tiene reservado un lugar y nos da la eternidad; queremos afirmar que en Dios hay un lugar para nosotros”, para todo nuestro “yo” humano, con todo nuestro ser, con toda nuestra vida, sin que nada nos falte. En Dios hay también lugar para el cuerpo. Alguien me preguntó una vez si en el cielo se encontraría con un perro que apreciaba mucho. Yo le respondí: En el cielo nos acompañará todo lo que hemos amado. De una forma sorprendente e inesperada, pero muy real.

María superó la muerte y, habiendo superado la muerte, nos está diciendo que al final vence el amor. Por eso, la Asunción de María es un anuncio destinado a colmar de dicha y esperanza a todo ser humano. La Asunción habla de María y habla de cada uno de nosotros. Ella señala el destino al que todos estamos llamados. Por eso, como recuerda el Concilio Vaticano II (Lumen Gentium, 68), “la madre de Jesús brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo”. María es signo de segura esperanza y de consuelo para todos y cada uno de los que han conocido a Cristo y le confiesan como su Salvador. Hablando de María, también estamos hablando de nosotros, de cada uno de nosotros; pues también nosotros somos destinatarios del inmenso amor que Dios reservó a María.

Elevada al cielo, ¿está María alejada de nosotros? Del mismo modo que la liturgia nos recuerda que con su Ascensión, Jesús no se desentendió de nuestra pobreza y que una de sus tareas en el cielo es interceder por nosotros, también podemos decir eso de todos aquello que ya nos han dejado para vivir con el Señor y, en primer lugar, de María. La “comunión de los santos” que confesamos en el Credo significa no sólo la solidaridad a la que estamos llamados los cristianos en esta vida, sino también la comunión permanente entre la Iglesia peregrina y la Iglesia celestial. Cuando estaba en la tierra, María solo podía estar cerca de algunas personas. Al estar en Dios, está más cerca de nosotros, participa de la cercanía de Dios con todos nosotros. Por eso conoce nuestro corazón y puede ayudarnos con su bondad materna. Desde el cielo, María intercede por nosotros ante el Señor. Ella no es solo “esperanza nuestra”, sino también “abogada nuestra” y “auxilio de los cristianos”.

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10
Ago
2024
Hacer política y declararse religioso
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religionpolit

Creer o no creer en Dios, profesar una u otra religión, es un asunto condicionante de la vida. Sin duda, hay distintos niveles de creencia y de increencia. El tipo de religión, y el grado de convencimiento, de experiencia y de práctica religiosa, condiciona muchas tomas de posición que pueden parecer más o menos contradictorias con lo que se supone que debe pensar y hacer un “buen” religioso. No es menos cierto que algunos juzgan la bondad de la religiosidad en función de uno solo de los aspectos que se supone que conlleva la totalidad de la religión. Aspectos que, por añadidura, son susceptibles de distintas valoraciones. Si confieso que soy cristiano, matricular a mi hijo en un colegio no confesional, ¿es signo de que no soy un buen cristiano?

En algunas campañas electorales (¿en la de Estados Unidos de América?) se utiliza el tema religioso para invitar a votar en uno u otro sentido. Hay quién entiende que la confesión religiosa de un político (El nuevo Presidente de la Generalitat de Cataluña no oculta que es católico) tendrá influencia en sus tomas de posición. Muchas veces, en política, por muy buena voluntad que se tenga, se hace “lo que se puede”. Siempre cabe argumentar que cuando eso “que se puede” no es totalmente acorde con determinados principios religiosos, lo que tiene que hacer un político, si es buen religioso, es dimitir.

Los asuntos políticos son muy complejos. A veces una dimisión puede acarrear consecuencias peores para determinados asuntos religiosos que mantenerse en el cargo al precio de ciertas concesiones. Más aún, algunas críticas hechas en nombre de la religión a una decisión política son en realidad críticas condicionadas por otra posición política. Las mayores o menores dimensiones de una empresa, ¿es un asunto religioso o económico? El mayor o menor grado de autonomía de una sociedad, ¿es un asunto religioso o político? En estos asuntos no hay que olvidar que la misma concepción cristiana de la vida puede conducir a posiciones divergentes. Sin duda, hay tomas de posición políticas que pueden convertirse en “anti religiosas”, no por el asunto en sí (el mayor o menor grado de autonomía o la ampliación de capital de una empresa), sino por el modo de defenderse o de conseguirse (con violencia, por ejemplo, y no digamos eliminando al adversario).

La religión es el arte del amor. La política es el arte de lo posible. Y, en bastantes ocasiones, por no decir en todas, el voto busca el “mal menor”, o “el bien posible”. Las decisiones políticas son siempre susceptibles de cambio y de revisión. Un cambio político siempre convence más a unos que a otros, y disgusta más a unos que a otros. El modo de conseguir el cambio, por una parte, y el modo de asumir el disgusto que el cambio me provoca, por otro, puede ser más o menos religioso o más o menos anti-religioso.

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6
Ago
2024
En la mesa con Sto. Domingo: fraternidad y alegría
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StoDomingo2024

Las tradiciones sobre los orígenes de la Orden de Predicadores recuerdan un aspecto de la vida de Santo Domingo, relatado precisamente por las mujeres que, quizás por parecer muy prosaico, no se ha destacado suficientemente, a saber: las comidas de Santo Domingo con los frailes y con las mujeres que se reunieron en torno a él para llevar a cabo la obra de la predicación. Curiosamente, mientras los testigos varones del proceso de canonización se complacen en destacar lo que parecería más heroico en nuestro santo, como el don de lágrimas o las vigilias que pasaba en oración, las mujeres cuentan detalles más cotidianos que nos acercan a Domingo y lo humanizan.

Sor Cecilia, una de sus primeras, más fieles y cercanas seguidoras, cuenta dos interesantes historias, una con frailes y otra con monjas, ocurridas en la mesa con Santo Domingo. Un día en el que los frailes no tenían nada que comer, puesto que habían entregado el pan que llevaban al convento a un pobre que encontraron en el camino, sucedió que Santo Domingo entendió que el pobre en realidad era un ángel y, por tanto, aseguró que el Señor alimentaría a los frailes. En efecto, sentados en el refectorio sin nada en el plato, aparecieron “dos jóvenes hermosísimos” (dos ángeles) cargados con manteles blancos llenos de pan, y entregaron uno a cada fraile.

El relato de lo ocurrido con las monjas es más sobrio, menos “angélico”, y hasta más “humano”: cuenta Sor Cecilia que Domingo visitó un día a las monjas a una hora tardía, cuando ya se habían retirado al dormitorio. Al oír la campanilla fueron rápidas a escuchar al Maestro que, tras dirigirles una plática, hizo llenar de vino una copa traída por el hermano bodeguero e hizo beber a todas las hermanas cuanto quisieron.

En la mesa con Santo Domingo hay pan para todos y, sobre todo, hay alegría. Estos detalles de humanidad son una lección para la vida religiosa hoy. Pues si en nuestros conventos no hay fraternidad y alegría, si no hay cuidado y amor recíproco, nuestra vida consagrada languidecerá y nuestra misión se empobrecerá. Porque se transmite lo que se vive. Nuestras comunidades deben ser un laboratorio de fraternidad, en el que previamente vivimos y hacemos real aquello mismo que luego queremos transmitir y anunciar a los de fuera.

Si las monjas y los frailes no están contentos, si no se sienten cuidados, valorados y queridos, su vida espiritual flaqueará. Pues el cuidado del cuerpo y el equilibrio psicológico tienen influencias en la vida del alma. Una superiora o un superior que no se interesa por las necesidades de las hermanas y hermanos, y no digamos uno que no escucha los motivos por los que, a veces, frailes y monjas viven heridos, puede ser un gran organizador, en el fondo un gran dictador, como tantos que hay en el mundo. Fijándose en esos dictadores mundanos dijo Jesús a los suyos: “entre vosotros nada de eso, el que quiera ser el primero que sea el servidor de todos” (Lc 22,26).

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2
Ago
2024
Necesitamos puentes
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puentesobremar

Necesitamos puentes tanto en la Iglesia, como en la sociedad. Necesitamos puentes en todos los ámbitos de la vida. Puentes que unen lo distante, lo separado. Si unen lo separado es porque hay algo que separa, que nos hace distintos, que nos hace únicos. Pero si es posible tender un puente entre dos espacios separados, es porque es posible que haya comunicación entre ellos. Los muros impiden el encuentro. Los puentes lo posibilitan. Nuestro mundo está lleno de muros. Muros físicos, psicológicos, espirituales, ideológicos, religiosos. Demasiados muros. Muros o vallas, que es lo mismo. El lamentable espectáculo de hombres enfurecidos encaramándose a vallas peligrosas y asaltando con violencia puestos fronterizos en los territorios españoles del norte de África, así como los empeños temerarios y locos por cruzar el mar Mediterráneo son un exponente de los modernos muros que unos levantamos para no encontrarnos con otros. Y las guerras, que en estos momentos están matando a muchas personas inocentes, son la muestra extrema del deseo de afirmarnos a costa del otro.

Otros ejemplos, que nos afectan directamente: el espectáculo que dan los políticos españoles, descalificándose mutuamente, acusando al otro de los mismos pecados que uno comete, la ambición de poder, el ansia de ocupar cargos y tribunas, olvidando que la política es servicio al bien común, la incapacidad de autocrítica, el imponer la propia voluntad, el no reconocer la valía de los otros, impide el entendimiento necesario para conducir un país y gobernar democráticamente. En toda sociedad organizada (civil o religiosa) es necesario evitar una funesta confusión: la confusión entre autoridad y poder. El poder impone, sin escuchar al otro; la autoridad se hace respetar porque ofrece buenas razones y argumentos y es capaz de integrar la parte buena que tienen los argumentos del otro.

Y el no menos lamentable espectáculo de artículos colgados en las redes sociales, en blogs, y no digamos en páginas informativas que se quieren religiosas, en las que abundan las descalificaciones mutuas y, tristemente también las críticas, cuando no los insultos al Papa y a sus inmediatos colaboradores, olvidando que donde está Pedro está la Iglesia, son otra muestra de los muros que estamos levantando dentro de este recinto que, por definición, es de comunión. En este sentido la propuesta de sinodalidad del Papa Francisco es un buen camino para levantar puentes dentro de la propia Iglesia. Alrededor de una mesa, en la que todos estamos al mismo nivel, en la que podemos tocarnos y escucharnos con respeto, es como los hermanos superan las diferencias. Alrededor de una mesa no pueden darse contactos superficiales. Cierto, la cercanía no garantiza que se produzcan encuentros, pero al menos lo facilita. Y si sentados uno al lado del otro, dándonos la mano, somos capaces de contarnos nuestra vida, seguro que encontraremos más motivos para amarnos que para separarnos.

Puentes y no muros. Abrazos y no insultos. Encuentros y no pantallas. Diálogo y no dogmatismo. Autoridad y no poder. Ese es el camino.

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29
Jul
2024
Identidad y sociabilidad
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identidadsocia

Cada uno tenemos conciencia de nuestra identidad: yo soy yo, y no hay otro como yo. Soy único, distinto a los demás. La identidad me hace único. Miguel de Unamuno decía de sí mismo: “soy especie única”. Cierto, hoy vivimos en una sociedad consumista, economicista y pantallizada, que pretende que todos pensemos lo mismo, consumamos lo mismo y hagamos lo mismo. Hay mucho de atinado en estas palabras de Byung-Chul Han: “nos hemos convertido en un miserable rebaño, vivimos en un redil digital”, y no abandonamos el redil porque en él encontramos nuestro alimento.

No es menos cierto que en este rebaño digital proliferan los insultos, las descalificaciones, las mentiras, amparados por el anonimato y el muro de la pantalla. Estamos más conectados que nunca, pero no estamos unidos. Y no lo estamos porque termina prevalenciendo una tendencia innata que, en sí misma es buena, pero muchas veces se corrompe, y cuando se corrompe lo bueno aparece lo pésimo, a saber, la afirmación de mi mismo (esto es bueno) a costa del otro (ahí está lo pésimo).

Esta afirmación de mi mismo a costa del otro no es sólo característica de los individuos, sino también de las colectividades. Aparecen entonces las enemistades, los enfrentamientos, las guerras, que pueden tener diferentes grados de gravedad y siempre conducen a separaciones que, a veces, resultan insalvables. Estas diferencias y enemistades se dan a todos los niveles, entre distintos grupos; y dentro de los mismos grupos, entre distintos individuos. Desgraciadamente, incluso dentro de esa sociedad fraterna, por definición, que es la Iglesia.

No hemos sido creados para el asilamiento o el ensimismamiento. Los seres humanos hemos sido creados como seres sociables, como personas llamadas al amor: “el hombre es, por su íntima naturaleza, un ser social” (Gaudium et Spes, 12); por eso “no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (Gaudium et Spes, 24). Precisamente porque hemos sido creados a imagen de Dios, y Dios es Comunión porque es Amor. Sólo cuando vivimos la comunión realizamos aquello que somos, imagen de Dios. Ahora bien, la comunión, que es relación, presupone que, al menos, hay dos elementos. La relación presupone la diferencia y, por tanto, la no confusión.

Esta doble característica de lo humano, la identidad y la sociabilidad, o si se prefiere una identidad que sólo se realiza en la relación, hace que “el puente” sea elemento necesario para vivir esta doble e indisociable característica de lo humano. Hay puentes porque hay separación; y hay puentes porque es posible establecer una relación. Pero esta relación no puede establecerse sin que las dos partes separadas se pongan en camino. En el caso de la comunión interpersonal, o las relaciones entre los pueblos y naciones, no basta con que uno solo atraviese el puente; es necesario que las dos partes se pongan en camino, aunque siempre es posible que una de las partes recorra un trecho mayor que la otra.

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25
Jul
2024
En la vejez no me abandones
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mayores2024

El mensaje del Papa Francisco para la cuarta jornada mundial de los abuelos y mayores, que este año se celebra el 28 de julio, tiene como lema: “en la vejez no me abandones”. Se trata de una suplica al Señor sacada del salmo 71: “no me rechaces ahora que soy viejo, no me abandones cuando decae mi vigor”. Esta suplica, en cierto modo, conjuga dos aspectos no necesariamente contradictorios que embargan a muchas personas mayores, sobre todo si son creyentes: por una parte, la certeza de la cercanía de Dios en cada etapa de la vida y, al mismo tiempo, el miedo al abandono, particularmente en la vejez y en el momento del dolor.

No es difícil comprobar que la soledad es la amarga compañera de la vida de muchas personas mayores. Por fortuna hay también hijos, nietos y familias que no abandonan a sus mayores, les acompañan y les cuidan en su propia casa, les aman de verdad. A ellos y no a la herencia que pueden dejar. No es menos cierto que, en ocasiones, las personas mayores están solas porque sus hijos se han visto obligados a emigrar o porque unos gobernantes insensatos les han obligado a ir a la guerra y allí han muerto, no se sabe muy bien si por la patria o por la ambición de unos políticos que nunca se pondrán al frente de sus ejércitos en primera línea de batalla.

Si hoy Jesús tuviera que repetir esa palabra sobre los niños: “dejad que se acerquen a mí”, es posible que, en vez de niños, hablase de ancianos: “dejad que los ancianos se acerquen a mí”. Porque los niños, en la sociedad en que se movía Jesús eran personas marginadas, consideradas inútiles por improductivas. Abundaban tanto, que sobraban y estorbaban. Hoy, en nuestras sociedades occidentales, se han convertido en los reyes y princesas de la casa. Por el contrario, en tiempo de Jesús, los ancianos eran escasos y muy respetados, se consideraban un ejemplo para todos y se admiraba su sabiduría. Hoy, los ancianos abundan, sobran, son los que ocupan socialmente el puesto de los niños en tiempos de Jesús. La palabra de Jesús sobre los niños es una palabra de solidaridad con la marginación. Sacada de su contexto social puede desvirtuarse. Por eso digo que, en el contexto de hoy, quizás Jesús la aplicase a los ancianos, sobre todo a esos ancianos abandonados, solitarios, nostálgicos de amor.

Nuestros mayores merecen gratitud. Seamos o no conscientes, todo lo que tenemos lo hemos recibido. Tener conciencia de ello es signo de lucidez. Ser agradecido es signo de grandeza de espíritu. Los mayores no son el pasado. En todo caso son el presente sobre el que se cimienta el porvenir. Si no cuidamos nuestro presente tampoco tendremos ningún futuro.

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21
Jul
2024
El rostro de Dios en Cristo
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rostrodiosencristo

Proseguimos nuestras reflexiones sobre el rostro de Dios, iniciadas en dos artículos anteriores. El Nuevo Testamento ratifica lo que ya decía el Antiguo: “A Dios nadie le ha visto jamás” (Jn 1,18). Y por si queda alguna duda, la primera carta a Timoteo (6,16) afirma que esta imposibilidad de ver a Dios es constitutiva del ser humano y no cambia en función de la situación en que éste se encuentre: Dios “habita en una luz inaccesible, a quien no ha visto ningún ser humano ni le puede ver”. Pero el Nuevo Testamento afirma algo nuevo en relación al Antiguo, algo importante, que nos introdu­ce de lleno en el tema de esta reflexión, a saber: que el Hijo único, que está en el seno del Padre, nos ha dado a conocer a este Dios que nadie ha visto jamás (Jn ,1,18). Y eso hasta el punto de que el que ve a Jesús ve al Padre (Jn 12,45; 14,7-9).

En el rostro de Cristo, Dios hizo irradiar su rostro para nosotros. En este rostro, dice 2 Co 4,6, resplandece la gloria de Dios. El pasaje guarda afinidad con el relato de la transfigura­ción, en donde el rostro de Jesús resplandece como el sol (Mt 17,2). Pero mientras en la trans­figuración se trata del rostro de Jesús glorificado, en el texto de san Pablo se trata del Jesús terrestre. En el rostro humano de Jesús es posible ver –humanamente, claro- el rostro invisible de Dios. Naturalmente, aquí rostro no designa la apariencia exterior. Eso es secundario. Signi­fica que, en la vida, muerte y resurrección de Cristo, en su predicación, obras y milagros, en el conjunto de lo que dijo e hizo, se manifiesta al modo humano lo que Dios es, lo que Dios quiere, dice y hace. Si el rostro humano es manifestación de los pensamientos y sentimientos invisibles del hombre, manifestación del alma invisible; el rostro, la persona de Cristo es manifestación de lo invisible de Dios. Como muy bien dice el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 515) lo que había de visible en la vida terrena de Cristo conduce a un misterio invisible. “El es imagen de Dios invisible” (Col 1,15).

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17
Jul
2024
El rostro de Dios
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candelabrorostrodios

El rostro del humano puede ser mentiroso. Pero incluso cuando no miente, su rostro es siempre limitado. Pensar en un rostro sin limitación alguna sería algo así como pensar en el rostro de Dios. Pero ¿acaso Dios tiene rostro? La Escritura habla del rostro de Dios. Con esta expresión se refiere al tipo de relación que Dios mantiene con el ser humano: cuando Dios vuelve su rostro o hace resplandecer su faz sobre Israel, éste recibe la paz, es decir, la salvación (Núm 6,25-26). Cuando Dios oculta su rostro y lo aparta de Israel, ello significa la privación de la gracia (Sal 13,2). El salmo 104,29 extiende a toda la creación esta acción benéfica (o maléfica) del rostro de Dios: “escondes tu rostro y los animales desaparecen”, vuelven a la nada. Así se explica que una de las oraciones más frecuentes dirigidas a Dios por el israelita sea que no aparte de él su rostro, que no le oculte su rostro (Sal 22,25).

Pero una cosa es que Dios vuelva su rostro hacia el hombre o lo retire, o sea, que Dios le mire con benevolencia o, por el contrario, le reproche su pecado y su infidelidad; y cosa distinta es que el hombre pueda ver el rostro de Dios. Una cosa es que Dios vea al ser humano y otra que el ser humano vea a Dios. Pues, por parte del hombre, ver el rostro de Dios es im­posible. Moisés tenía una gran intimidad con Dios. Hablaba con Dios “como habla un hombre con su amigo” (Ex 33,11). Basándose en esta confianza, Moisés pidió a Dios que le dejase ver su rostro, y se encontró con esta respuesta: “Mi rostro no podrás verlo, porque nadie puede verme y seguir con vida” (Ex 33,20). Dios deja ver a Moisés sus “espaldas”, pero no su rostro (Ex 33,23). Si el rostro es reflejo de lo que uno es, y si en el rostro de Dios no hay mentira alguna, ver el rostro de Dios sería algo así como comprenderle totalmente, tener una idea pre­cisa de lo que él es. Esto, por definición, es imposible, pues Dios es el misterio por excelen­cia. Si dejase de ser misterio, dejaría de ser Dios. Un Dios comprendido totalmente, sería un Dios no sólo al alcance, sino a la medida de lo humano. O sea, un Dios finito, limitado. Una contradicción. Por eso dice la Escritura que es imposible, en las condiciones de este mundo, ver a Dios.

Esto imposible en este mundo, ver el rostro de Dios, es un ele­mento de la felicidad en el mundo futuro: “entonces veremos cara a cara” (1 Co 13,12; cf. 1 Jn 3,2; también Apo 22,4). Pero este ver cara a cara no debe hacernos olvidar la infinita dis­tancia que también en el cielo separa a Dios del ser humano. De modo que, incluso en el mundo futuro tampoco será posible una total comprensión de Dios. En el cielo, Dios seguirá siendo inabarcable para el hombre. Nunca la inteligencia humana, finita y limitada, puede agotar el infinito de Dios. Cabe aplicar a la vida bienaventurada esta profunda búsqueda ina­gotable que el salmista expresa al decir: “¡Qué incomparables encuentro tus designios, Dios mío!, ¡qué inmenso es su conjunto! Si me pongo a contarlos son más que arena; si los doy por terminados, aún me quedas tú” (Sal 139). Cuando, en nuestra ingenuidad, creemos que hemos agotado, terminado con los designios divinos, no hemos ni siquiera empezado y Dios sigue quedando todo entero por descubrir.

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