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Dic2013Noche de Dios
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Dic
La noche de Navidad simboliza todo lo hermoso y deseable que hay en el corazón humano: inocencia, cariño, bondad, amabilidad, ternura, sonrisas, alegría, vida y el futuro por delante. Todo está simbolizado en la inocencia de un niño que nace. Con la ventaja, en nuestro caso, de que este niño tiene a Dios en lo más profundo de su ser. Su ser es ser de Dios. Desde entonces la bondad, amabilidad, alegría y vida de lo humano están impregnadas de eternidad. El pasado, el presente y el futuro de este niño es el pasado de todos los humanos (venimos de Dios), el presente de todos ellos (estamos en Dios) y su futuro (estamos hechos para Dios y Dios es la meta y el sentido de nuestra vida).
La noche de Navidad recapitula los deseos de paz y entendimiento que anidan en todo ser humano, estos deseos que los avatares de la vida corrompen con demasiada frecuencia. La paz fundamentada en la inocencia, en el mirar al otro sin resquemores, con una espontánea confianza. La paz que es fruto del amor. Y el entendimiento que se basa en la necesidad que todos tenemos del otro, como el niño que necesita de los demás para nacer, sostenerse en el ser y crecer. Porque los necesita los acoge con naturalidad, y extiende los brazos para acoger y ser acogido.
La noche de Navidad une lo humano con lo divino, reconcilia lo distante, une lo alejado. Dios y el hombre en una sola persona. Y al unir a Dios con el hombre, une a los seres humanos entre sí. Porque si Dios se hace hombre, ser hombre es lo más maravilloso que se puede ser. Si Dios se hace hombre no es solo porque el hombre tiene capacidad de Dios, sino sobre todo porque los seres humanos tienen capacidad de amor, están hechos para el amor. Lo humano no es el odio o el rechazo, sino la acogida y el encuentro.
En la noche de Navidad todo es amanecer, todo apunta hacia este sol que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz. En esta noche, Dios desvela el rostro oculto de su ser: gracia, amor, misericordia. Por eso, en esta noche importa proclamar que no hay nada más urgente, nada más necesario que conocer y dar a conocer al verdadero Dios, aquel cuya última palabra se pronuncia: Jesucristo. Este es el único nombre que puede salvar; el nombre que, aún sin saberlo, todos buscamos.
Siempre me ha llamado la atención eso que dice el capítulo primero del cuarto evangelio a propósito de la Palabra de Dios y, en definitiva, de Dios mismo: “vino a los suyos” (in propia venit). Los suyos somos nosotros. Eso significa que sin nosotros Dios no está completo, le falta algo que es propiamente suyo. En Jesucristo queda claro, de una vez siempre, que Dios es del mundo y el mundo es de Dios. Ahí me parece que tenemos una de las diferencias entre el primer testamento y el nuevo. En la Escritura cristiana queda más claro que en la de Israel la universalidad del amor salvífico de Dios. Para el Nuevo Testamento, el Dios de Israel abre fronteras para convertirse en Dios de todos los seres humanos.
Tan interesante como la cuestión de los ángeles malos es la de los ángeles buenos. En la Escritura, el ángel es signo de la presencia de Dios en la vida de una persona, desde una de estas dos perspectivas: Dios tiene un mensaje para esta persona, o Dios manifiesta que cuida de esa persona. Cuando se afirma que “el ángel del Señor anunció a María”, se está diciendo: Dios se hizo presente a María. ¿De qué modo? Eso ya no lo dice la Escritura, aunque, en demasiadas ocasiones, sea lo que interesa a nuestra curiosidad. Pero este interés denota la preferencia por cuestiones secundarias, que desgraciadamente olvidan la principal.

Comenzamos un nuevo año litúrgico, celebrando este artículo del Credo: el Señor “de nuevo vendrá con gloria para juzgar a los vivos y a los muertos”. Lo digo todos los años y siempre hay quien se sorprende: la primera parte del adviento celebra la segunda venida del Señor, esa venida gloriosa, en la que pondrá cada cosa en su sitio. Ese es el sentido del “juicio”: cada persona ocupará el lugar justo que le corresponde. Como este lugar justo lo determina un Dios bueno y misericordioso, ese mismo Dios que por amar hasta más no poder quiso hacerse hombre, un Dios que comprende nuestras penas, pecados y miserias, es de esperar que a todos nos ponga en un buen lugar. La esperanza cristiana en el retorno glorioso del Señor no es un motivo de temor, sino de júbilo.
“El Señor crea algo nuevo en la tierra: la hembra abrazará al varón”. Así se expresa el profeta Isaías (31,22). El texto se refiere a la reanudación de las relaciones de amor entre Israel y su esposo Yahvé. Sin embargo, leído más allá de su contexto, el texto suena un poco extraño y hace pensar: ¿representa alguna novedad que la mujer abrace al varón? En cierto modo sí. Para empezar, los abrazos solo se dan entre los seres humanos. El abrazo es una novedad en el mundo de los animales superiores. Es un signo de hominización, o sea, de un determinado grado de evolución anatómico morfológica. En el coito de los simios, la hembra solo ofrece la espalda al macho, no puede abrazarle ni ver su rostro. No es posible la intersubjetividad del amor. El abrazo recíproco y los rostros unidos es, al menos, signo de hominización. Y probablemente de humanización. Entre la sexualidad animal y la humana hay una diferencia cualitativa, porque la sexualidad humana desborda los límites de lo biológico para adentrarse en la riqueza de lo interpersonal.