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May2015El Espíritu no se repite
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May
El Espíritu es siempre el mismo. Pero en cada uno se manifiesta de forma diferente. Porque el Espíritu Santo, al unirse a nuestro espíritu, se adapta a nuestro espíritu. El Espíritu Santo nunca anula a la persona, actúa a través de nuestra personalidad, de nuestras capacidades y de nuestra imaginación. En este sentido habría que decir que el Espíritu está continuamente evolucionando. Por eso, aquellos que buscan la acción del Espíritu en la repetición, no entienden lo que es el Espíritu.
Comparar, por ejemplo, el estilo de ejercer el primado que tenía el Papa Juan Pablo II con el que tiene Francisco, y medir la bondad del estilo de Francisco en función de su parecido con el de Juan Pablo II, es un error (porque ningún Papa es “la medida” del papado), una injusticia (porque se pretende utilizar a un Papa para descalificar a otro), y una falta de confianza en Dios, que concede a su Iglesia lo que en cada momento necesita. Los que no quieren que nada cambie se dedican a criticar a los vivos a partir de lo que supuestamente harían los muertos. Como los muertos no pueden defenderse es fácil apelar a su memoria y manipularla en función de nuestros, a veces, inconfesables intereses.
El Espíritu siempre actúa buscando el bien. El bien común y el bien individual. El Espíritu se hace presente en todo lo que contribuye a la edificación de la Iglesia, a la mejora de las condiciones de vida, al avance de los derechos humanos. Allí donde hay verdad, belleza, justicia, alegría y amor, allí está actuando el Espíritu. Por eso, sus posibilidades de actuación son inmensas y su creatividad no tiene límites. Buscar el Espíritu en la repetición es probablemente la mejor manera de no encontrarlo. El Espíritu nos abre a nuevos espacios. Pero con la precisa función de hacer presente a Cristo.
Actúa dentro y fuera de la Iglesia. Este “fuera” hay que entenderlo en sentido amplio. Mueve a los cristianos que se comprometen para lograr una política más limpia, y mueve a los políticos no cristianos que denuncian la corrupción. Mueve a los curas y a las monjas que animan ONGs en beneficio de los inmigrantes sin papeles y mueve a los no cristianos que reclaman leyes más en consonancia con la dignidad de todas las personas. Mueve al policía que ayuda a los náufragos y al fraile que les surte de mantas y alimentos. Mueve a la enfermera que, discretamente, sabe consolar, y a la maestra que dedica su tiempo libre a ayudar a un alumno con dificultades.
La obra del Espíritu nunca es fácil; a veces parece muy lenta. Choca con el pecado y la limitación humana. Aún así, el Espíritu, de forma suave y callada, sigue introduciéndose por las más pequeñas rendijas, mantiene viva la llama de la inconformidad, produce novedades inesperadas.
La Orden de Predicadores –varones y mujeres- tiene una misión: anunciar el Evangelio de Jesucristo. Si la cumple, sean pocos o muchos, seguirá viva y pujante. En ella se agrupan mujeres y varones libres bajo la gracia. Personas, por tanto, que sólo se inclinan ante el Espíritu liberador de Dios. Paradójicamente, esta inclinación no degrada, más bien enaltece y dignifica.
Según el cuarto evangelio, poco antes de morir, Jesús dice a sus discípulos unas extrañas palabras, que ellos en aquel momento no comprendieron: “dentro de poco ya no me veréis y dentro de otro poco me volveréis a ver” (Jn 16,17). Tal como está construida la frase, parece que se trata de dos momentos sucesivos: después de estar un tiempo sin ver a Jesús, llegará un tiempo en el que los discípulos le verán. Pero esto resulta difícil de entender. Para que esta sucesión de momentos tenga un mínimo de lógica habría que pensar que el momento en que no se le verá será el de su ausencia de la tierra (Jesús se va al cielo y en la tierra ya no se le ve más), y el momento en que se le verá será el día en que los discípulos, tras pasar por la muerte, lleguen al cielo.
Miguel de Unamuno simpatizaba con los dominicos de Salamanca. En el convento de San Esteban vivía el famoso P. Juan G. Arintero, con el que Unamuno tuvo algunos diálogos, aunque es posible que no acabaran de entenderse. El P. Arintero hace referencia a Unamuno como buscador, a veces angustiado, de la fe, desde su compromiso con la razón. Pero no son estas relaciones de Unamuno con los dominicos lo que me ha movido a escribir estas líneas, sino la apropiación del título propio de los dominicos como “orden de predicadores” por parte de uno de los corresponsales de Unamuno, Luís de Zulueta.
Cuando varios elementos interactúan en vistas de un objetivo común podemos hablar de “orden”. Aplicar la palabra “orden” a un grupo de personas sería algo así como entender que esas personas, sin duda distintas, unen sus fuerzas y sus capacidades para conseguir un mismo propósito. El título de “Orden de predicadores” indicaría que el propósito u objetivo de ese grupo de personas es la “predicación”, el anuncio, la proclamación, el dar a conocer. El título no va explícitamente más allá de un anuncio genérico, pero es claro que, si se conoce el propósito del fundador de esa Orden, su contexto histórico, y el medio eclesial en el que tiene sentido esa “Orden de predicadores”, su tarea predicadora se concretiza en el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo.
Uno de estos autores que ataca polémicamente a la religión, considerándola irracional, el neurocientífico Sam Harris (autor de “El fin de la fe”), ofrece este argumento: las afirmaciones de las religiones presentan un contenido que repugna directamente a la razón, como por ejemplo decir que Mahoma ascendió al cielo a lomos de un caballo alado. Ya puestos, podía haber recordado que el profeta Elías, según el Antiguo Testamento, subió al cielo sobre un carro de fuego con caballos de fuego. Traigo a colación el ejemplo aducido por S. Harris porque no sería serio que los cristianos descalificásemos esta creencia del Islam, mientras aceptamos como algo muy normal una representación literalista de Jesús subiendo al cielo en presencia de sus discípulos.
Una pareja concierta con el párroco los detalles de su boda. En un momento dado el párroco pregunta: ¿quieren ustedes la boda con mendigo o sin mendigo? Ante la sorpresa de los novios, el párroco explica que el mendigo que habitualmente pide en la puerta de la Iglesia, si hay una boda deja de acudir previo pago de 50 euros. Ya nadie se sorprende de ver a los mendigos en las puertas de la Iglesia. Algunos feligreses les conocen y les saludan con simpatía. Esos mendigos no aceptan comida, solo quieren dinero. Los que buscan comida van a buscarla a las puertas de los conventos. Es posible hacer muchas valoraciones de este fenómeno. Cierto, hay mucha necesidad en esta sociedad nuestra y casi todas esas personas que piden en las puertas de las Iglesias han encontrado un medio de vida, en el que se gana bastante dinero que no hay que declarar al fisco.
El Papa acaba de publicar una bula convocando para el año 2016 a un jubileo extraordinario de la misericordia. Precisamente ahí, en el anuncio de la misericordia de Dios y en la vivencia de las obras de misericordia, se juega la Iglesia su credibilidad, o sea, el ser escuchada y respetada. Pues la misericordia es “la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia”. En la misericordia, y no en la ley o en la justicia, está la clave para entender el Evangelio de Jesús. Lo que movía a Jesús, en todas las circunstancias, era la misericordia. En ella se refleja el modo de obrar del Padre y ella es criterio para saber quienes son realmente sus hijos.
Distinguimos entre sagrado y profano. Dentro del templo está lo sagrado, Dios y las realidades que se relacionan con Dios. Fuera del templo está lo profano, identificado muchas veces no sólo como lo que no es sagrado, sino como lo que se opone a lo sagrado. Curiosamente, la última página de la Biblia afirma que en la Jerusalén celeste, o sea, en el cielo, “no se ve ningún templo” (Ap 21,22). Si fuera cierto que dentro del templo está Dios, y fuera del templo no está, este texto del Apocalipsis nos llevaría a la absurda conclusión de que en el cielo, ese lugar dónde Dios todo lo determina, porque es “todo en todas las cosas”, no hay lugar para Él porque no hay templo.