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Jun2015Experiencia de Dios ¡en los ateos!
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Jun
Con toda brillantez ha defendido Antonio Praena su tesis doctoral. Tesis llena de contenido, con mucho trabajo previo, y con algunas perlas. Por ejemplo esta: Tomás de Aquino reconoce en quién dice “Dios” una cierta, aunque remota experiencia de Dios. Conclusión inmediata: el ateo, si habla de Dios para negarle, ya le está nombrando, está hablando de Dios, aunque sea para decir que no existe. Luego tiene alguna experiencia de Dios. ¿Cuál puede ser esta experiencia? Para empezar, muchos ateos tienen la experiencia de lo que Dios “no es”. Y en este sentido se acercan a una experiencia propia de los místicos cristianos, expresada de este modo por la teología de santo Tomás: de Dios sabemos mejor “lo que no es” que lo que es. Lo que es lo sabemos muy imperfectamente.
Pero hay más. A veces, los ateos tienen razón cuando dicen lo que no es Dios. Desgraciadamente, en ocasiones hemos sido los propios creyentes los que hemos provocado esta reacción atea de decir: “eso no, eso no puede ser”, porque nosotros equivocadamente hemos dicho “eso sí que es Dios”. Pudiera ocurrir que esos creyentes que dicen que “eso es Dios” cuando en realidad no lo es, no fueran del todo culpables. La misma Escritura ofrece imágenes violentas de Dios que, a la luz de Cristo, no son aceptables. Pero ahí están. Y si las tomamos en su literalidad, sin la necesaria critica y el necesario discernimiento que merecen los textos religiosos, podemos inducir a los no creyentes por caminos equivocados y alejarlos de Dios a causa de nuestra falsa presentación.
De ahí un principio tomista que puede ayudar a la mutua comprensión y al mutuo diálogo entre creyentes y no creyentes, entre cristianos y creyentes de otras religiones: cuando hablamos de Dios nunca alcanzamos a decir “lo que Dios es”; nuestro lenguaje siempre es imperfecto, insuficiente, porque es humano (incluido el lenguaje de la Escritura). Esto nos conduce a la necesaria humildad a la hora de hablar de Dios. Y al reconocimiento de que por muy bien que hablemos de él, precisamente porque hablamos de forma imperfecta e incompleta, es posible que no logremos convencer. De ahí que solo podemos proponer y explicar. Y escuchar las dificultades que el otro tiene para así explicarnos mejor. De este modo, las dificultades del increyente ayudan a profundizar la fe, a mejorar sus expresiones, a purificarla y a desempolvarla de lo inauténtico.
La tesis tiene 465 páginas y no trata de los ateos; es un estudio sobre unas cuestiones de Tomás de Aquino. Lo que acabo de escribir, que es solo responsabilidad mía, es un modo de felicitar a Antonio Praena y de alegrarme con él.
La encíclica del Papa Francisco termina con un canto a la esperanza. El Papa confía en el ser humano y en su capacidad de conversión y de mejora, pues “no hay sistemas que anulen por completo la apertura al bien, a la verdad y a la belleza, ni la capacidad de reacción que Dios sigue alentando desde lo profundo de los corazones humanos”.
“Las predicciones catastróficas ya no pueden ser miradas con desprecio e ironía. A las próximas generaciones podríamos dejarles demasiados escombros, desiertos y suciedad. El ritmo de consumo, de desperdicio y de alteración del medio ambiente ha superado las posibilidades del planeta, de tal manera que el estilo de vida actual, por ser insostenible, sólo puede terminar en catástrofes, como de hecho ya está ocurriendo periódicamente en diversas regiones”. Es difícil sintetizar en pocas palabras la encíclica del Papa Francisco sobre “el cuidado de la casa común”, que es esta hermosa tierra que Dios nos ha regalado. Las que acabo de citar sirven para darse cuenta de cuál es su orientación. Se trata de un grito de alarma, de una llamada profética que, como todas las buenas profecías no busca destruir sino construir, no busca condenar sino convertir, no busca alarmar sino mejorar.
El predicador hablaba de san José. Y lo hacía bien. Decía que una de las cosas más admirables en José era la conjunción entre duda y amor; explicaba cómo la fe le ayudó primero a vivir con la duda y luego a superarla. José, al ver el embarazo de María se tuvo que hacer muchas preguntas, pero el gran amor que le profesaba le invitó a no hacerle daño; por eso pensaba “despedirla en secreto”, sin armar escándalo, sin señalarla. Añadió el predicador: menos mal que el ángel del Señor acudió en su ayuda y le reveló el secreto del embarazo. Una vez conocido el secreto, José se mantiene al lado de María. Entonces el predicador dijo algo que me hizo pensar: “me pregunto por qué el ángel no se apareció antes a José, por ejemplo en el momento de la Anunciación”. Así, pensaba el predicador, se hubieran evitado todas las dudas, pues la cosa hubiera quedado clara desde el principio.
Jesús, “dejando Nazaret, vino a residir en Cafarnaúm a orillas del lago” (Mt 4,13). A partir de este momento, Jesús comenzó a proclamar la cercanía del Reino de Dios (Mt 4,17). En Cafarnaúm estaba la casa de Pedro donde, al parecer, vivía Jesús, junto con algunos de sus discípulos. No es su familia carnal, pero es donde lo recibieron, y donde la ciudad entera se reunía para que Jesús curase a los enfermos (Mc 4,33). Estas curaciones empezaron por la suegra de Pedro. Es bueno empezar por los de casa. A veces olvidamos, precisamente, a los que tenemos más cerca.
¿Es posible, a partir de la geografía, hacer espiritualidad? Eso es lo que hizo, en unos Ejercicios, predicados pocos días antes de su muerte, Gabriel Marcelo Napole. Por ejemplo: ¿qué podemos aprender de Nazaret, ese pequeño pueblo en el que Jesús vivió la mayor parte de su vida? En los tiempos bíblicos era un pueblo desconocido e insignificante. En los pequeños pueblos de entonces, las casas no tenían puertas y, menos, cerraduras, sino cortinas. Nazaret era un pueblo muy vulnerable. Jesús era conocido como “el nazareno”. Algo que probablemente no era, de entrada, ningún elogio, pues de Nazaret se decía que no podía salir nada bueno.
Yendo de cara al verano muchas personas hablan de vacaciones. O sea, de un tiempo de descanso o, con más precisión, un tiempo en el que se dejan de realizar las actividades habituales, sobre todo aquellas que tienen que ver con el trabajo remunerado o con el estudio. En este sentido, a mi me parece que las vacaciones son legítimas y necesarias. Siempre que no nos olvidemos de tanta gente que no tiene trabajo o que, si lo tiene, no puede dejarlo porque su salario es tan miserable que, si deja de trabajar, deja de comer.
“Si quieres, puedes limpiarme” son las palabras que un leproso le dirige a Jesús (Mc 1,40). Según el relato evangélico, Jesús curó al leproso. Recuerdo el comentario que me hizo una buena amiga, con serios problemas de salud, después de escuchar este relato en la liturgia dominical. Ella contaba que una vez había estado en Lourdes. Y en la gruta, delante de la imagen de la Virgen, tuvo la tentación de repetir las palabras del leproso del evangelio: “si quieres, puedes curarme”. Pero no lo hizo. Lo que ella pidió fue algo posiblemente más difícil: “ayúdame a sobrellevar mi enfermedad”.
Bastantes creyentes piensan que sin Dios todo el edificio de la moral se derrumbaría. Porque si Dios no existe, ¿no está entonces todo permitido? Este planteamiento encuentra en algunos ateos una extraña complicidad. También ellos están interesados en afirmar que la moral no precisa de la fe en Dios. Más aún, que sin Dios seríamos más libres y nos comportaríamos mejor. La religión todo lo estropea. Basta pensar en las consecuencias nefastas (llegando incluso a matar) que algunos sacan en nombre en Dios.