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Abr2015Cuando la religión multiplica la desgracia
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Abr
En una patera que desde las costas africanas ha llegado a Italia ha ocurrido una tragedia con tintes novedosos y espantosos, una más de las muchas tragedias que provocan la pobreza, el hambre y también la religión. Quince africanos, de confesión musulmana, lanzaron al agua a doce compañeros de travesía, por el hecho de ser cristianos, reconocidos como tales cuando se pusieron a rezar a su “Dios cristiano”. Musulmanes, pero sobre todo, una pobre gente. A ninguno se le ocurrió pensar que se dirigían a tierras de cristianos.
He escrito “Dios cristiano” entre comillas porque Dios no hay más que uno, que es el Creador de todos y a todos los humanos ama como a hijos. Las tres grandes religiones monoteístas, judaísmo, cristianismo e islam, confiesan su fe en “un solo Dios”. Este solo y único Dios, al que esos fieles se refieren, debería unirles. Pero desgraciadamente, en muchos casos, no es así. Lo que hasta ahora no habíamos oído es que, en una desgracia compartida, cuando precisamente los humanos deberíamos olvidar cualquier otra diferencia para unirnos frente a la desgracia, otras cuestiones ideológicas tuvieran más peso que la tragedia que une, y estas cuestiones nos enfrentasen aumentando tragedia a tragedia. ¿Qué tendrán las religiones que producen tanto odio, tanto rechazo, tanta descalificación, tanto fanatismo y tanta locura?
Se diría que algunos prefieren el infierno con los de su grupo monolítico y monocorde, al cielo compartido. Precisamente eso es el infierno: uno mismo. Y cuando uno solo está con los que son como él, sigue siendo uno mismo. El cielo es todo lo contrario: es la comunión. Y la comunión supone la diferencia, que enriquece. La comunión permite que personas con lenguas, culturas, religiones, pensamientos, razas diferentes, podamos entendernos, encontrar puentes para compartir lo distinto y así formar un hermoso arco iris, que es el signo del amor de Dios a los humanos.
Cierto, no son las religiones las que separan, sino su mala comprensión y la mala manera de vivirlas. Pero aún así hay que reconocer que, si en las religiones está la fuente de la bondad suprema, también hay en ellas algo que puede corromper esa suprema bondad y convertirla en maldad suprema. Hay un refrán latino que dice algo así: cuando lo bueno se corrompe aparece lo peor. En este terreno los principales responsables (de la buena y mala comprensión) son los líderes religiosos y, a su modo, los “publicistas” y “escritores” de tema religioso; o sea, todos los que tienen alguna influencia para formar conciencias.
El Papa Francisco acaba de publicar un escrito sobre la misericordia como pilar fundamental de la fe cristiana. La misericordia es un modo concreto de amar, precisamente al hermano necesitado, al hermano que padece alguna miseria. Porque la verdadera pregunta frente a una persona que lo pasa mal, no es si es culpable o inocente. La verdadera cuestión es que sufre y Dios no quiere que sufra. Quiere que sea feliz.
“Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim 2,3-4). Esta proclamación del Nuevo Testamento tiene que tener bastantes posibilidades reales de realizarse, para no ser una pura declaración retórica. Ahora bien, la salvación cristiana se logra al acoger el amor que Dios ofrece a todo ser humano. El amor se acoge dando amor. En el amor, no basta con que uno ame, es necesario que amen los dos. Por tanto, la salvación depende (al menos hasta un cierto punto) también del ser humano. No hay amor a la fuerza. En el amor se requiere que los dos libremente se acojan.
Antes de comenzar su ministerio, Jesús debe vencer una fuerte tentación, que expresada en forma de pregunta sonaría así: ¿cómo voy a realizar mi mesianismo, cómo voy a revelar al Padre, desde el deslumbramiento del poder y de lo prodigioso, o desde la humildad del amor que no se impone? El tentador le propone que convierta las piedras en pan o que se tire desde lo alto del templo. Sin duda estos gestos prodigiosos hubieran llamado la atención. Jesús escoge otro camino para revelar a Dios, un camino que terminó conduciéndole a la cruz. Una vez en la cruz, Jesús debe vencer la última tentación que, en el fondo, es similar a la primera. En efecto, delante la cruz los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos se burlaban de él diciendo: “A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse…, que baje ahora de la cruz, y creeremos en él” (Mt 27,42).
Una noche alguien dijo a sus mejores amigos: “tomad, esto es mi cuerpo”. No dijo: mi espíritu; no dijo: mi alma. Dijo: mi cuerpo. Años después vinieron los ritos, las ceremonias, las procesiones, las adoraciones. Vinieron también las profanaciones y las reparaciones. Vino la poesía: “que la lengua humana cante este misterio” (Tomás de Aquino); “¡Oh cosa maravillosa! Convite y quien convida es una cosa” (Cervantes); “amor de ti nos quema, blanco cuerpo” (Unamuno). Vino la teología. Y alguna muy buena y muy profunda, como la de Tomás de Aquino: “No hay ningún sacramento más saludable que éste, pues por él se borran los pecados, se aumentan las virtudes y se nutre el alma con la abundancia de todos los dones espirituales”.
Según el cuarto evangelio Jesús se encontraba con sus discípulos en un huerto cuando unos guardias armados fueron a prenderle. Los discípulos intentaron defenderle. Pedro llevaba una espada, la sacó e hirió a uno de los que iban a prenderle. Entonces Jesús reaccionó de forma tajante y dijo a Pedro: “vuelve la espada a la vaina”. Por otra parte, Jesús se dirigió a los que iban a prenderle y les dijo: “Si me buscáis a mí, dejad marchar a estos”.
El Hijo de Dios nació del linaje de David según la carne (Rm 1,3). Para nacer según la carne bastaba una mujer “entre todas las mujeres” (Lc 1,42). La elegida fue María. Pero para nacer del linaje de David no valía cualquier varón. Se necesitaba uno que fuera “del linaje y de la familia de David” (Lc 1,27; Mt 1,20)). Y este fue José. Gracias a José, Jesús se entronca en la larga lista de aquellos y aquellas que habían sido hitos importantes en la historia de la salvación; gracias a José, el mesianismo de Jesús, la promesa de que el trono de David duraría para siempre (Lc 1,32-33) quedaba garantizado.