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Ago2022Sin pecado asunta al cielo
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Ago
En 1950, casi cien años después de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, el Papa Pío XII proclamó “como dogma divinamente revelado” la asunción de María en cuerpo y alma a la gloria del cielo. Estos dos dogmas están relacionados, hasta el punto de que algún teólogo (por ejemplo, el Cardenal Charles Journet) piensa que el fundamento del dogma de la Asunción es el dogma de la Inmaculada. Pío XII, en el preámbulo de la constitución Munificentissimus Deus, afirma: “ambos privilegios están íntimamente unidos entre sí”.
¿Dónde está la relación? El dogma de la Inmaculada, tal como está formulado en la bula Ineffabilis Deus, declara que la Santísima Virgen María, desde el primer instante de su concepción, “fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original”. Ahora bien, según la doctrina clásica, una de las consecuencias del pecado original es la muerte. Por tanto, parece lógico que si María no tuvo pecado, tampoco sufriera su consecuencia, que es la muerte. Ahí está la relación de los dogmas.
La teología del pecado original que subyace a estos dogmas ha evolucionado. Hoy, la teología entiende que la muerte que es consecuencia del pecado no es la biológica, sino la espiritual, la separación de Dios. La muerte biológica es natural a todos los seres vivos, es el precio o la consecuencia de la vida de todos los “no dioses”, plantas, animales o humanos. La relación del pecado con la muerte biológica podría entenderse a la luz de este texto de la carta a los Hebreos (2,15): Cristo vino a librarnos, no de la muerte (natural e inevitable), sino del miedo a la muerte. Dicho de otra manera: la muerte no se afronta de la misma manera cuando uno vive alejado de Dios que cuando uno vive en gracia, confiando en el amor de Dios y esperando en sus promesas.
A esta luz los dogmas de la Inmaculada y de la Asunción podrían tener un alcance antropológico inesperado. Serían como dos faros potentes que iluminan la situación y la esperanza cristianas, situación y esperanza que en María han sido ya realizadas como primicia, a saber: el cristiano, unido a Cristo por el bautismo, está llamado a vivir sin pecado, a ser santo ante Dios por el amor; y viviendo así, tiene la firme esperanza de encontrarse con el Señor al término de su vida mortal, pues para los que creen en Cristo la vida no termina, se transforma. Y está transformación es en realidad una plenitud, en la que todas las dimensiones de la persona (“cuerpo y alma”) encuentran su más perfecta realización, de una forma estable y completa.
Un himno de la liturgia de las vísperas de la Asunción canta: “¡Dichosa la muerte que tal vida os causa! ¡Dichosa la suerte final de quien ama!”. Hay un modo de morir que, en realidad, es una entrada en la vida; aquellos que aman pueden vivir confiados en esta suerte final. Vivir en el amor, sin pecado, en santidad, es el camino que lleva a la vida. Esa es la fe y la esperanza de todo cristiano.