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Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
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17
Sep
2022
Madre, hermana y hermano. ¿Y el padre?
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madrehermano

En esta palabra de Jesús: “todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12,50), resulta llamativa la ausencia del padre. Hay otro texto en el que esta ausencia resulta tanto o más sorprendente. Cuando Jesús invita a seguirle, dejando por él hacienda, padre, madre, hermanas o hermanos, indica la recompensa que le espera al discípulo: cien veces más en casas, hermanos, hermanas y madres, pero no aparece el padre (Mc 10,29-30).

Una posible explicación de esta ausencia es que el único Padre de Jesús y, por extensión de todo cristiano, es el celestial. Unidos a Jesús, nosotros participamos de esta relación con Dios como padre y, por tanto, entre los seguidores de Jesús solo puede haber hermanos o hermanas y, quizás también madre, en la medida en que la maternidad excluye relaciones de dominio. De ahí esta otra palabra de Jesús: “no llaméis a nadie Padre vuestro en la tierra, porque uno sólo es vuestro Padre: el del cielo” (Mt 23,9). Como las relaciones con Dios están únicamente basadas en el amor, y en aquella sociedad y para aquella gente que le escuchaba, la figura del padre tenía connotaciones de dominio y poder, cuando no de abuso, se diría que Jesús se niega a utilizar esta imagen para explicar la relación que debemos tener con Dios.

La figura del padre terrestre no es adecuada para entender la paternidad divina. Cuando Jesús la utiliza deja claro que se trata de alguien “malo” y, por tanto, sólo prescindiendo de esta maldad espontánea y casi connatural, es posible hacernos una pobre imagen de lo que puede ser la paternidad divina, que desborda toda posible comparación con el padre terrestre: “si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!” (Mt 7,11). El padre terrestre es una mala referencia para entender al Padre celestial. Por el contrario, el Padre celestial es el modelo de todo buen padre terrestre. El Padre celestial es instancia crítica de todas las paternidades (y de paso de todas las maternidades) humanas.

Cierto, cuando Jesús enseña cuál es la buena relación con Dios utiliza el término Padre. Pero se trata de un Padre muy especial. Cualquier comparación, por muy positiva que sea, es un pálido balbuceo de lo que puede ser el Padre celestial. Es un “Padre nuestro”, que nos une como hermanos y nos iguala a todos, sin anular las diferencias personales, pues no es una igualdad “igualitaria” que nivela y anula, sino que está fundada en el amor que respeta y acoge.

La relación con este Padre es muy distinta de las relaciones con los padres de la tierra, pues el término arameo que hay detrás del modo como Jesús enseñó a dirigirnos a Dios es “Abba”. Es el balbuceo de un niño, todavía inocente y sin experiencia de opresión, que se dirige con un cariño espontáneo a su progenitor. Una buena traducción sería: “papaíto querido”. Esa es la relación que debemos tener con Dios. Pero esta relación, por parte nuestra, supone un antes, a saber: lo que es Dios para nosotros. Y Dios, tal como Jesús lo reveló, es Amor, solo Amor y nada más que Amor, sin ningún asomo de no Amor.

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14
Sep
2022
Lo que uno escribe y lo que le publican
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liber01

Sirva este post de desahogo. Se me ha ocurrido releer un artículo mío que publicó una revista de una Universidad no española y de pronto me he quedado sorprendido ante alguna frase. He comprobado mi texto original y, como yo imaginaba, la frase estaba escrita de otro modo. No es el único caso. Incluso una de mis últimas colaboraciones en un libro que tengo la impresión de que ha tenido buena venta, sufrió una serie de correcciones por parte del editor, que me dejaron muy disgustado. Me pidieron hace unos meses un cursillo sobre la temática de esta publicación y, en vez de recomendar a mis oyentes el libro donde estaba publicado, les entregué una copia de mi texto original.

Los editores se permiten, en ocasiones, modificar hasta el título del trabajo y, con más frecuencia, alguna frase. Recuerdo un escrito sobre María en el que tras poner entre paréntesis una serie de advocaciones, el editor suprimió algunas y añadió otras que le debían gustar más. Otro ejemplo más llamativo: en un artículo sobre el martirio se me ocurrió escribir que el cristiano estaba a favor de la vida y del entendimiento entre las personas; por tanto, si bien los mártires merecen todo honor y toda gloria, un cristiano está en contra del martirio. Al piadoso editor no le gusto la idea y la borró. Ante esta tiranía del editor hay muy poco que hacer. Bueno, los grandes escritores o los grandes autores quizás puedan hacer algo, siempre que les permitan corregir su texto antes de la publicación, y no se lo envíen ya publicado sin que ellos hayan podido leerlo antes.

En mis primeras publicaciones la situación era todavía peor. Porque entonces no se entregaban los textos en un documento Word para que el editor pudiera manipularlo fácilmente. Entonces los textos se entregaban escritos a máquina y el impresor debía copiar y escribir de nuevo todo el texto. Recuerdo un artículo sobre tema ecuménico que salió lleno de erratas. Las disculpas que recibí no sirvieron para que las erratas desaparecieran. También recuerdo otro libro en el que, de pronto, desaparecieron dos líneas. Dos líneas no son muchas, pero el párrafo no se entiende correctamente.

Esas cosas que cuento son minoritarias. Gracias a Dios. Pero son desagradables. Menos mal que la mayoría de mis escritos están correctos y los errores de los que hablo los notan pocos lectores. Más aún, se dice que el buen lector corrige al mal escritor. Seguramente es así en algún caso, pero en los casos de los que me estoy lamentado lo justo es decir que el buen lector corrige al mal impresor o al mal compositor.

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10
Sep
2022
La oración, esa pérdida de tiempo
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pouet

Según lo que se pretendamos conseguir de Dios, la oración es una pérdida de tiempo. El tiempo es lo más precioso que tenemos. Según se dice, vale más que el oro. Ofrecer a alguien parte de tu tiempo es ofrecerle lo mejor que posees. Le ofreces algo irrecuperable, que no vuelve más. Le ofreces parte de tu vida, lo más precioso, lo que más vale. Quizá por eso hoy tenemos tan poco tiempo para los demás. Lo necesitamos todo para nosotros. En nuestra sociedad egoísta, en la que todo se mide por lo que vale, el tiempo no se puede perder porque vale mucho. El que lo ofrece, regala su mejor tesoro.

De hecho, la amistad es una pérdida de tiempo. Cuando invitamos a un amigo a cenar, en realidad le invitamos a que nos contemple, a que nos haga caso, a que nos escuche, a que esté a nuestro lado. Pues lo que sobre todo esperamos de los amigos no es un regalo, ni un favor, ni que nos sean útiles, sino que presten atención a nuestra persona. A nuestra persona y no a nuestras necesidades. El servir a los amigos es útil. Pero sólo una cosa es necesaria en la amistad: saber escuchar. Esta es la gran lección que María da a Marta (Le 10,38-42). El otro tiene algo que decirnos, espera que le escuchemos con tranquilidad, que dejemos el ajetreo y nos paremos a mirarle, que le ofrezcamos nuestro tiempo. Esta pérdida de tiempo termina siendo lo más necesario, lo más valioso, «la mejor parte».

En la oración perdemos el tiempo con el Señor, con el mejor de los señores, con el mejor de los amigos. Quizás no tenemos nada que decirle (cf. Mt 6,7: “al orar no charléis mucho»), ni nada que pedirle. Pero lo importante es estar allí, a su lado, en silencio, dándole lo mejor que podemos darle: la vida misma, nuestro tiempo, algo que no tiene precio porque es irrecuperable; sabiendo que también él está a nuestro lado, presente, y nos ofrece lo mejor que tiene: su amor.

En este sentido, la oración es lo más inútil, pero al mismo tiempo es lo más necesario. Es lo más inútil si con ello pretendemos «sacarle cosas a Dios». Con la oración ni aumenta mi cuenta corriente, ni se solucionan los problemas sociales o políticos, ni se consigue un trabajo mejor. En todo caso, lo que se logra es sobrellevar de «otro modo» los problemas. Y sin duda, esto es lo importante. Los problemas están ahí. Pero hay dos maneras de enfo­carlos y asumirlos: con agobio y desesperación, o con ilusión y esfuerzo, o, en todo caso, sin dejar que ellos «me puedan». Pero los problemas los tengo que solucionar yo. Dios no ocupa mi puesto, no es un producto de reemplazamiento. En todo caso, esta conmigo en la lucha.

Saber que alguien te da la mano, o se interesa por ti, es lo más inútil, pero también lo más necesario. Dios no está ahí para darnos «cosas», sino para dar «el Espíritu Santo a los que se lo pidan» (Le 11,13); este Espíritu que es paz, alegría, generosidad, dominio de sí, paciencia, bondad... (Gál 5,22-23). El Espíritu no sólo nos enseña a orar, sino que ora en y con nosotros. La oración, como el amor, parte de Dios y conduce a Dios. Y tú te sientes acompañado.

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6
Sep
2022
Dar pan para recuperarlo con creces
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pancreces

Según los criterios evangélicos, el que da nunca pierde. El que da, paradójicamente, siempre gana. La gratuidad se convierte en fuente de riqueza. Eso que es verdad en el plano espiritual (el que ofrece una sonrisa, provoca nuevas sonrisas; el que ofrecer amor, multiplica el amor) también lo es en el plano material. ¿Quién no ha experimentado que, al ayudar a otro, sin esperar ninguna recompensa, se siente recompensado por la alegría que ha provocado la ayuda, no solo en el receptor, sino también en el propio dador?

Voy a contar dos historias, dos parábolas, dos florecillas, una sacada de la tradición de los dominicos y otra de la tradición de los franciscanos. Son eso, florecillas, que no buscan entretener, sino invitar a repetirlas; y junto con la invitación, se abre la esperanza de la inesperada recompensa: el pan, cuando se da gratis, se multiplica, y el primer beneficiario de la multiplicación es el propio dador.

La florecilla dominicana: Un día en el que los frailes no tenían nada que comer, puesto que habían entregado el pan que llevaban al convento a un pobre que encontraron en el camino, sucedió que Santo Domingo entendió que el pobre en realidad era un ángel y, por tanto, aseguró que el Señor alimentaría a los frailes. En efecto, sentados en el refectorio sin nada en el plato, aparecieron «dos jóvenes hermosísimos» (dos ángeles) cargados con manteles blancos llenos de pan, y entregaron uno a cada fraile.

La florecilla franciscana: Un día se presentaron ante San Antonio de Padua un grupo de pobres que no tenían para comer. Él se fue a la cocina de los frailes, cogió todo el pan y se lo dio a los pobres. Al llegar los frailes vieron que los cestos de pan estaban vacíos y pidieron a San Antonio explicaciones. El santo les dijo que miraran bien en los cestos. Fueron y estaban llenos de pan.

El evangelio de Lucas (6,38) pone en boca de Jesús una palabra que podría haber inspirado estas dos florecillas: “dad y se os dará: una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos”. Por si fuera necesario aclarar el término halda: pliegue de la túnica o del manto, doblado hasta la cintura, que servía de bolsa o de alforja para las provisiones.

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2
Sep
2022
Acción de gracias
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aguaviva

Si lo pensamos bien resulta que todo lo que tenemos nos ha sido dado. La vida nos la hemos encontrado. No somos los autores de nuestra vida, alguien nos la ha dado. Y con la vida nos ha venido todo lo demás: “¿qué tienes que no hayas recibido?” (1 Co 4,7) En cierto modo, la toma de conciencia de este hecho debería producir en nosotros un sentimiento de gratitud, aunque no sepamos a quién darle las gracias. La celebración de un cumpleaños debería ser no solo motivo de alegría por la vida, sino de acción de gracias por la vida.

Dígase lo mismo de tantas otras cosas importantes que nos han ocurrido. Encontrar a alguien que te quiera es un regalo. El amor ni se compra ni se gana, uno se lo encuentra y lo recibe gratis. Por eso, celebrar el aniversario de un matrimonio es no solo un motivo de alegría, sino también de acción de gracias. Dígase lo mismo de una ordenación sacerdotal. El sacerdocio no es un derecho, no es algo que uno se gana con su esfuerzo o sus estudios. Es un don. Y en este caso, un don para servir, para hacer el bien a los demás. Un don que acarrea responsabilidades. Si uno ha recibido un don de este tipo no puede vanagloriarse. Debe, más bien, considerarse un siervo inútil, que no ha hecho más que cumplir con su deber (Lc 17,10). Por eso, paradójicamente, debe dar continuamente gracias a Dios, no por inútil, sino por siervo de un gran señor, que jamás oprime y siempre libera,

En este mundo la gratuidad no es precisamente muy valorada. Lo gratuito parece que vale poco. Lo que vale, lo que importa son los negocios, las ganancias. Precisamente porque el mundo no valora la gratuidad, no comprende el perdón. Más que perdón, lo que se reclama y exige es justicia: el que la hace, la paga.

Dar las gracias significa reconocer que no nos merecemos lo que nos dan, que nos lo dan gratis y por puro amor, que el don es inmerecido, que no se consigue a base de méritos. Dar las gracias solo es posible en un clima de amor, porque el amor siempre es gratuito, por inmerecido y por agradecido.

Por eso toda la vida cristiana debería ser eucarística. Pues el don más importante, el más gratuito, el mas necesario, el más esperado es el “don del otro” como otro. Si el otro se nos da es porque nos ama incondicionalmente. En la eucaristía Cristo se nos entrega personalmente con todo su ser, con la totalidad de su vida. Se entrega para que podamos participar de su vida, para unir su vida a la nuestra, se entrega como no es posible entregarse más. La acogida de este don es eucaristía, es por sí mismo acción de gracias, reconocimiento de lo inmerecido y satisfacción por lo más necesario, por lo que de verdad llena nuestro corazón.

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29
Ago
2022
Ejercicios espirituales
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claustrointerior

Me encuentro en Benaguasil (Valencia) predicando unos Ejercicios Espirituales en el santuario de Montiel.

Hacer cada año unos días de Retiro (terminología usada en América) o de Ejercicios Espirituales (terminología más usada en España) es una buena costumbre no sólo de monjas, religiosos y curas, sino también de muchos cristianos. La expresión “ejercicios espirituales” tiene un buen referente en San Ignacio de Loyola, que escribió un libro espiritual de meditaciones, oraciones y ejercicios mentales, diseñado para ser realizados durante treinta días. Este plan de san Ignacio todavía lo realizan alguna vez en su vida los jesuitas, pero la mayoría de las personas que desean tener este tipo de experiencia suelen hacerlo durante menos tiempo, normalmente entre cinco y ocho días.

Todos necesitamos hacer ejercicio, necesitamos parar, descansar y reciclarnos, o sea, ponernos al día. Eso tan humano y que tantas personas practican, resulta no solo necesario en el plano corporal, sino también en el espiritual. Es bueno que durante unos días dejemos de lado nuestras ocupaciones y cambiemos de actividad. Descansar de nuestro trabajo, para reflexionar, pensar en nosotros mismos, rezar, sentir la necesidad de Dios, leer tranquilamente la Escritura o algún libro que nos ayude ver la vida desde una perspectiva distinta de la utilitaria o económica, escuchar a un buen predicador que nos recuerda que lo esencial, que lo único importante en la vida no es el dinero, ni el trabajo, sino el Dios de Jesucristo que nos llena de paz y de amor.

Dedicar unos días a reflexionar, rezar, leer, pasear contemplando la naturaleza (pues el buen lugar para hacer un ejercicio espiritual no es el trajín de la ciudad, sino la tranquilidad del campo), no es para encerrarnos en nuestra concentración egoísta y olvidarnos de los problemas, necesidades, sufrimientos de tantas personas que hay a nuestro alrededor (más cerca incluso de lo que nosotros pensamos), sino para abrirnos a estas necesidades. Ocurre lo mismo que cuando celebramos la Eucaristía. Si la escucha de la Palabra y la comunión con el cuerpo de Cristo no nos abre al prójimo, estamos ante la prueba más evidente de que nuestros oídos no han escuchado y de que nuestra recepción del pan eucarístico ha sido una pésima comunión.

Se me ocurre pensar en esta palabra de Jesús: “esforzaos en entrar por la puerta estrecha”. La puerta estrecha podría estar precisamente a la salida de las grandes puertas de nuestras iglesias. Una vez cruzada la puerta ancha de la Iglesia, nos encontramos con la puerta estrecha, o sea, con la puerta difícil de traspasar, la puerta que nos lleva al encuentro del hermano. Aplicado a los ejercicios espirituales: después de esos días en los que hemos podido descansar y “esponjar” el espíritu, hay que pasar por la puerta estrecha que nos lleva a vivir con más generosidad y a regresar con nuevos ánimos y nuevo espíritu a nuestras tareas cotidianas. Este nuevo espíritu es el de Jesús.

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25
Ago
2022
La esperanza da alas a la paciencia
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esperanzalas

La prisa y la impaciencia con la que viven muchos de nuestros contemporáneos contagia, a veces, a los propios creyentes, que se rebelan ante el mal y se muestran impacientes cuando el bien no aparece. La carta a los Hebreos notaba que la auténtica amenaza de la fe es la impaciencia, la pérdida de la esperanza: nosotros, decía a sus destinatarios el autor de la carta, no somos de los que se echan atrás, “no somos cobardes para perdición, sino creyentes para salvación del alma” (10,39). No esperar con paciencia es la tentación de aquellos que desearían ver ya realizado el reino de Dios, la tentación de los que quieren anticiparse a la paciencia de Dios y realizar la justicia de Dios a su manera. Son personas que se creen llenas de celo, pero apremian en lugar de orar, y juzgan en lugar de apelar a la misericordia.

Importa dejar claro que la paciencia ni es resignación ni es una actitud pasiva. Es una actitud muy activa. Es un modo de luchar por la vida. Por eso se dice, a veces, que “el que resiste, gana”. Paciencia es ser fuerte, mantenerse firme, hacer algo con tesón a pesar de las contrariedades. Paciente es el sabio que controla su ira y así actúa con lucidez. En esta línea, en Rm 9,22 se dice que Dios “soportó con gran paciencia” a los hombres que se han hecho merecedores de su ira, no precisamente para castigarlos, sino para manifestar su poder y su misericordia a sus elegidos (puede verse también 1 Pe 3,20). En la medida en que Dios, en lugar de castigar a los hombres, contiene su ira, nos brinda la ocasión de vivir y nos da nuevas oportunidades de convertirnos. Quien gobierna con paciencia consigue mucho más que quien manda con ira. Este último solo destila veneno, deja heridos por el camino y no construye nada.

Una cosa más: en nuestra época debemos exhortar a la paciencia a aquellos que están cansados y han perdido la esperanza. Para ellos la llamada a la paciencia debe ser una llamada a despertar, una llamada que les llene de buen ánimo y les mueva a continuar luchando a pesar de las dificultades y de la oscuridad del momento presente. Vale la pena esperar a pesar de las decepciones. Ser paciente es estar convencido de que el mal no tiene futuro o, dicho en plan refranero popular, no hay mal que cien años dure. El refrán trata de consolar a quien padece una desgracia, con la esperanza de que no sea duradera.

No hay paciencia sin esperanza. El cristiano sabe que la buena, la auténtica esperanza, es la fundada en las promesas de Dios. Esas promesas se refieren fundamentalmente a la vida eterna, pero es posible vivir ya la experiencia del amor de Dios en este mundo. Y así la esperanza nos arranca del encasillamiento en nosotros mismos, dando alas a la paciencia.

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21
Ago
2022
¿La paciencia todo lo alcanza?
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paciencia01

“La paciencia todo lo alcanza”, decía Teresa de Jesús. Dios es, para la santa, el último fundamento de esta paciencia que todo lo alcanza, pues “quien a Dios tiene nada le falta: solo Dios basta”. El que tiene a Dios o, mejor, el que es tenido por Dios, o con más precisión, el que pone su vida en manos de Dios, o para ser aún más exactos (puesto que estamos en las manos de Dios, seamos o no conscientes de ello), el que tiene conciencia de estar en las manos de Dios y vive esta convicción con profundo agradecimiento, ese sabe que con Dios, a pesar de todas las apariencias contrarias y a pesar de todas las turbulencias de la vida, puede vivir seguro y en paz, puesto que su futuro está en buenas manos, unas manos seguras y poderosas, las manos de un amor fiel que nunca nos abandona.

Quien a Dios tiene, alcanzará todo lo que importa. Por esto puede esperar tranquilo, convencido de que una esperanza así no falla, ya que nada, ni la enfermedad, ni las tribulaciones, ni siquiera la muerte, puede separarnos del amor de Dios.

Uno de los buenos compañeros que he tenido, un día que me encontraba mal humorado y disgustado, probablemente con toda razón, me dejo una nota por debajo de la puerta de mi habitación que decía: “no pasa nada, porque todo pasa”. Si uno piensa que el disgusto presente va a durar, entonces vive angustiado. Pero si piensa que el disgusto presente va a pasar, porque todo pasa, entonces no pasa nada y puede vivir el presente malo con paz y tranquilidad. Teresa de Jesús lo dice de esta manera: “todo se pasa”, y como todo se pasa, nada debe turbarte.

Visto en perspectiva teologal, es verdad que la paciencia todo lo alcanza. No porque la serenidad con la que uno vive los malos momentos tenga capacidad de conseguir un futuro mejor, sino porque esa serenidad es el resultado de la acción de Dios en nuestras vidas, y esta presencia, que ahora nos sosiega, nos asegura un mañana luminoso y feliz.

Fuera de la perspectiva teologal, la paciencia es una actitud que no está muy de moda. En la sociedad actual todo avanza muy deprisa. Nuestros jóvenes pretenden conseguir las cosas en el momento en que las desean. Los buscadores de internet nos han acostumbrado a tener la información que buscamos en unos pocos segundos. Y, sin embargo, las cosas buenas y duraderas, la adquisición de sabiduría, las grandes obras de arte, el conocimiento de la realidad, todo eso requiere tiempo. Lo que se consigue deprisa es superficial y no vale nada. Mientras el mal se propaga rápidamente, el bien requiere tiempo. Basta pensar en lo ocurrido con la epidemia del covid: los contagios han sido rápidos, la creación de vacunas ha sido lenta, porque el bien requiere tiempo y paciencia. No es algo automático. Las enfermedades vienen muy rápidas, las curaciones son lentas.

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18
Ago
2022
Santiago del Cura o el arte de pensar la fe
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florhomenajedelCura

El pasado 15 de agosto, día de la Asunción de la Virgen María, falleció un gran teólogo, Santiago del Cura Elena. Había sido profesor de la Facultad de Teología de Burgos y de la Universidad Pontificia de Salamanca. Fue miembro de la Comisión teológica internacional. Era académico de número de la Real Academia de Doctores de España. Sus méritos teológicos y académicos son indiscutibles. Sus escritos versan sobre historia del dogma y de la teología, sobre teología del ministerio ordenado, teología ecuménica y cuestiones de actualidad. Hay dos tipos de escritos que merecen ser resaltados: los dedicados a la escatología y, por encima de todo, sus publicaciones sobre el Misterio de Dios. Recientemente se publicó una miscelánea en homenaje a su labor teológica, en la que tuve el honor de colaborar, titulada: “Deus semper maior. Teología en el horizonte de su verdad siempre más grande”.

Con el riesgo que conlleva toda simplificación voy a resumir en dos las líneas de fuerza de su pensamiento: Por una parte, Dios como tema central y unificante; por otra, un esfuerzo de comunicar la fe sabiendo dar razón de la misma, especialmente en esta época de secularización e increencia. Ambas líneas están estrechamente relacionadas, porque el Dios cristiano es un Dios de los hombres y para los hombres y, por tanto, tiene que poder ser acogido en la circunstancia vital y cultural de cada persona. El discurso sobre Dios nunca puede prescindir de su destinatario, que es la humanidad, pero no una humanidad en abstracto, sino cada ser humano en su concreta situación. De ahí la pertinencia de la pregunta: ¿cómo hablar de Dios en una época paradójica, de increencia y secularización, por un lado, y de cierto redescubrimiento espiritual, por otro?

Más aún, ¿cómo hablar del Dios cristiano en una época de diálogo interreligioso, cómo decir el monoteísmo trinitario de forma comprensible para los fieles de otras religiones monoteístas? La originalidad del Dios cristiano está en que es único, pero no solitario, es el Dios de la comunión. Mirando a Jesucristo es como el teólogo y todo cristiano puede descubrir a este Dios de comunión. Más aún, con la paradoja de la Encarnación, el cristiano descubre a un Dios que, en cierto modo se ha unido con todo hombre y que desborda en humanidad a todos los seres humanos, mostrando así un nuevo modo de ser humano.

Sirvan estas líneas como recuerdo a tan ilustre teólogo, excelente persona y buen compañero. Después de lo mucho que él ha pensado, escrito y hablado sobre el Dios de Jesucristo, ahora tendrá la oportunidad de comprobar ese lema con el que los editores han querido titular el libro-homenaje en el que han colaborado muchos amigos y compañeros de toda Europa, entre ellos una decena de obispos: “Dios siempre mayor”.

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16
Ago
2022
Humanitos
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gorilayhumano

Un buen amigo me ha enviado un poema del escritor uruguayo Eduardo Galeano, titulado: “humanitos”, que describe con maestría la paradoja del humano: capaz de lo peor (cazadores del prójimo, creadores de la bomba atómica, la bomba de hidrógeno y la bomba de neutrones; los únicos que matan por placer, los únicos que torturan, los únicos que violan), y de lo mejor (los únicos que ríen, los únicos que sueñan despiertos, los que convierten la basura en hermosura, los que descubren colores que el arcoíris no conoce). Ni lo primero ni lo segundo ha perdido un ápice de actualidad. Pues al lado de bombas (rusas o no es lo de menos) que golpean hospitales, mujeres y niñas maltratadas en Afganistán, o gobierno de Nicaragua que persigue a la Iglesia, también hay personas capaces de entregar su vida por los demás (como Teresa de Calcuta, Maximiliano Kolbe o el religioso marista Santiago Gapp).

Esta paradoja de ser capaces de lo mejor y lo peor es el precio que debemos pagar por la inteligencia los que no somos dioses. Solo Dios es capaz de lo mejor (e incapaz de todo mal), porque la inteligencia no demuestra su grandeza en la posibilidad de hacer el mal, sino en la capacidad de hacer el bien. Pero el hombre no es Dios, es “casi como un dios”, tal como dice el libro de los Salmos. El “casi” es la condición de ser, porque si Dios crea, no puede crear otro Dios, puesto que entonces no habría creación, sino (puestos a decir una imprecisión, con la que espero que se me entienda) una prolongación de Dios. Si Dios crea debe crear un “no dios”, o sea, un ser finito. Un ser que no es Dios, pero es “casi” como un Dios.

Incluso a nivel de lo creado, el “casi” hace que las distintas sean infinitas. Ya se sabe: el humano y el chimpancé comparten el 99 por ciento del ADN. Este uno por ciento hace que la diferencia sea cualitativamente distinta. Como dice Eduardo Galeano en su poema: “nuestros genes son casi igualitos a los genes de los ratones”. Bueno, pues el “casi” que nos acerca a Dios, hace que los humanos no seamos cualitativamente y sustancialmente buenos y sólo buenos, sino que tengamos capacidad para el mal.

Con todo, hay una diferencia entre el “casi” del chimpancé y de los ratones con respecto al humano, y el “casi” del humano con respecto a Dios. Porque, mientras el uno por ciento del chimpancé nunca logrará cubrir la distancia respecto al humano, de modo que el chimpancé, sin dejar de ser chimpancé, sea humano; el “casi” del humano con respecto a Dios hace posible “ser como Dios” sin dejar de ser humano. Si uno deja de ser chimpancé o humano ha perdido su identidad. Pero cuando el humano “participa” de Dios, puede ser divino sin dejar de ser humano. Es un humano divinizado. Y en esta divinización no pierde su identidad, sino que alcanza la plenitud de lo humano.

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