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Nov2016De tal idea de Iglesia, tal vida eclesial
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La idea que nos hacemos de la Iglesia determina nuestra vida eclesial. Si la Iglesia es “el párroco”, seguramente nuestra vida eclesial es muy pobre, aunque los domingos vayamos a la celebración eucarística. Si los laicos piensan que la Iglesia es el párroco, entonces ellos no se sienten responsables de nada. Si el que piensa que la Iglesia es el párroco es el propio párroco, entonces este párroco solo sirve para decir Misa a gente muy sumisa, nada crítica y nada participativa.
Ahora bien, si la Iglesia somos todos los cristianos, entonces cada uno somos responsables de los demás, y también responsables de organizarnos, de participar, de opinar, de ayudar. Claro que hay que organizarse, y en la Iglesia hay distintas funciones, ministerios y tareas. Nada es de uno, todo es de todos. La Eucaristía no es algo propio del sacerdote celebrante. En la Misa participan muchos ministros: monitores, cantores, salmistas, lectores; otros que preparan la asamblea y lo necesario para la celebración. El celebrante tiene que respetar la labor de cada uno de esos servicios y ministerios. El papel del celebrante es estar al servicio de la asamblea. Y si él tiene su lugar fundamental, el de ser “otro Cristo”, este Cristo está en función de su esposa, la Iglesia, representada por la asamblea. En un buen matrimonio deciden los dos.
Ahora que vamos a celebrar el día de la Iglesia diocesana (el 13 de noviembre), es importante recordar que en un buen matrimonio deciden los dos. Porque en esta Iglesia nuestra hay que superar, allí dónde la haya, la mentalidad clerical. Es importante que tengamos buenos pastores, conscientes de que su lugar está en el servicio, sobre todo en el servicio de los más pobres y necesitados de su parroquia. Para poder servir, a unos y otros, es necesario acercarse y hacerse amigo. Solo desde la amistad se sirve bien. Solo desde la amistad se es bien recibido. Lo que importa en un buen pastor no es su relación con los poderosos, sino si es un buen amigo de los pobres.
En esta Iglesia nuestra hay parroquias donde los laicos, y especialmente las mujeres (¿o no son mujeres las que dirigen la catequesis, las que se ocupan del servicio de caridad o las que animan el rezo del Rosario, allí donde lo hay?), tienen un papel importante, acorde con su formación, su capacidad y sus ganas de trabajar. Esta realidad debería extenderse más y más. También es importante una pastoral de encuentro a todos los niveles: encuentro entre los propios pastores y encuentro de los pastores con los fieles laicos. En la Iglesia, la palabra competencia, y no digamos rivalidad, no es que deberían estar prohibidas, es que no deberían estar en ninguna cabeza, porque ninguna cabeza piensa en ello. Debería llegar un momento en el que si alguien oyera la expresión “carrera eclesiástica”, respondiera: “¿y eso qué es?”. Eso sí: el no saber lo que es la carrera eclesiástica debería ser la manifestación de que el carrerismo ha desaparecido.
Sería interesante hacer una encuesta entre la gente que no pisa la Iglesia más que en contadas ocasiones para asistir a algún acto que ellos consideran de tipo social, y también entre la gente que se consideran buenos católicos porque cumplen habitualmente con la Misa dominical. La pregunta, para unos y otros, sería: cuándo oyes la palabra Iglesia ¿en qué piensas, qué es lo primero que te viene a la mente? Probablemente, incluso entre los creyentes, las respuestas serían variopintas y alguna bastante sorprendente.
Las promesas de Dios superan todo deseo. Así se expresa una de las oraciones dominicales (la del Domingo XX del tiempo ordinario). Esta esperanza en unas promesas que van más allá de lo que cualquier ser humano pueda imaginar o desear puede ser un buen motivo de reflexión ante las celebraciones de los días 1 y 2 de noviembre: fiesta de todos los santos y conmemoración de los fieles difuntos. En el fondo se trata de celebrar lo mismo desde dos puntos de vista complementarios, pues los santos y los fieles difuntos son aquellos que han alcanzado ya esos bienes inefables que Dios tiene preparados para los que le aman (para decirlo con palabras que también emplea esa oración del domingo XX).
El Papa Francisco viajará a Lund, Suecia, el próximo 31 de octubre, para participar en una ceremonia conjunta entre la Iglesia Católica y la Federación Luterana Mundial, para conmemorar el 500 aniversario de la Reforma de Martín Lutero. El 31 de octubre de 1517, en la ciudad de Wittenberg, el monje Martín Lutero hizo pública su oposición a la práctica predominante de la venta de indulgencias. En esta conmemoración no se trata de recordar el pasado, sino más bien de considerar los progresos realizados en los últimos cincuenta años de diálogo católico-luterano. Este diálogo se inició después de las importantes decisiones adoptadas por el Concilio Vaticano II y continuadas por Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI.
El término santo, originalmente, indica separación. Propiamente sólo puede decirse de Dios: Él es el único santo, el separado. Así se comprende eso que dice la Biblia: no es posible ver a Dios. Y, sin embargo, en Jesús se nos da a conocer un Dios solidario con el ser humano, próximo, cercano. Más aún, el Dios de Jesús no guarda celosamente para sí los atributos correspondientes a su divinidad. Quiere hacernos partícipes de ellos. Por eso, los seres humanos estamos llamados, dice el Nuevo Testamento, a participar de la naturaleza divina. Dios, el único santo, nos hace santos, es fuente de toda santidad.
El más antiguo de los escritos del Nuevo Testamento hace notar que la Palabra de Dios solo nos llega a través de palabras humanas: “no cesamos de dar gracias a Dios porque al recibir la Palabra de Dios que os predicamos, la acogisteis, no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece operante en vosotros, los creyentes” (1 Tes 2,13). El texto reconoce que lo que se comunica, en primer lugar, es una palabra de hombre. Ahora bien, esta palabra los oyentes la reconocen como palabra de Dios. Una palabra reconocida como proveniente de Dios tiene que ser siempre un Evangelio, una buena noticia, una palabra de salvación, una palabra que sólo Dios puede pronunciar. Y Dios sólo pronuncia palabras de vida y de bondad. Si no es acogida como palabra de gracia, entonces no es de Dios.
La masificación y el individualismo son dos peligros que acechan a nuestra sociedad. En la masa el individuo queda reducido a número. Para el individualista solo cuenta su propio “yo”. En ambos casos el resultado es la soledad. Las llamadas redes sociales, en bastantes casos, han logrado crear una falsa sensación de vivir acompañados cuando en realidad estamos solos frente a una pantalla, sin saber muy bien cual es el grado de verdad o falsedad que se refleja en la pantalla. El tener cientos o miles de “amigos” en una página de internet no es garantía de tener un solo, bueno y verdadero amigo.
Lo que se cuenta en el relato de las tentaciones de Jesús no fue un asunto puntual, sino una constante de la vida de Jesús. La cuestión de fondo es: ¿cómo realizar la misión mesiánica? El tentador propone que el método más eficaz para ser “hijo de Dios” es el prestigio, el poder y la ostentación. Lo primero que le dice el tentador a Jesús es que el pan, el dinero, la abundancia de bienes siempre es muy seductora. Por eso le propone: “convierte estas piedras en pan”, así todos te seguirán y te aclamarán como Hijo de Dios. Jesús responde que, si bien el pan es importante, no es lo más decisivo en la vida. Lo verdaderamente decisivo es el pan de la palabra de Dios. Por esto “no solo de pan vive el hombre, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4).
Los evangelistas cuentan que Jesús curó a muchos ciegos. El devolver la vista a los ciegos tiene un significado salvífico. Jesús, además de encontrarse con personas que tenían los ojos dañados, se encontró con otro tipo de ciegos: los que no querían y los que no podían ver. Jesús critica a los fariseos porque dicen que ven, cuando en realidad están ciegos (Jn 9,41), ciegos para ver lo único que importa ver: a Jesús como enviado de Dios. En otra ocasión, Jesús, tras contraponer juicio y salvación, habla de la luz que juzga a los que no acogen la salvación (Jn 3,17-21). Hay contraposición entre juicio y salvación, cuando el juicio se convierte en un calificativo que en realidad descalifica para condenar. Por eso, Jesús identifica el “no juzguéis” con el “no condenéis” (Lc 6,37). La misión de Jesús es totalmente salvífica. Él no ha venido a juzgar, sino a salvar al mundo (Jn 3,17).
Las palabras del amor son pocas: te amo, te quiero, estoy contigo, no me dejes nunca, soy tuyo… Porque son pocas se repiten mucho. Las palabras del amor siempre dicen lo mismo, pero siempre son distintas; diciendo lo mismo, lo dicen todo. Ninguna de las palabras de amor expresa plenamente el amor. Porque el amor, si es auténtico, siempre va más allá de las palabras. Eso vale tanto para el amor humano, como para el cristiano. El amor humano puede ser cristiano, aunque no lo sepamos: cuando damos de comer al hambriento estamos no solo haciendo un acto divino, sino que nos estamos encontrando con Dios. Pero sobre todo, el amor humano, en sus manifestaciones más personales y auténticas, es un pálido reflejo del amor de Dios hacia cada uno de nosotros, y una pregustación de lo que un día será amar a Dios en el encuentro pleno del abrazo amoroso.