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Dic2016El único que llegó del cielo
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La pregunta por la existencia de vida inteligente fuera de la tierra es recurrente. Hubo un tiempo en que estuvo de moda el fenómeno OVNI. Últimamente los científicos nos informan de la existencia de planetas parecidos a la tierra, susceptibles de contener vida. Estas interesantes informaciones están bien fundamentadas, pero no son comprobables, tienen mucho de hipotéticas. Hasta hace poco, el mundo más parecido al nuestro descubierto por los astrónomos estaba a 1.400 años luz de distancia. En agosto pasado un equipo de astrónomos, en el que había algún español, descubrieron otro planeta habitable, llamado “Próxima b”, a solo 4,5 años luz. La distancia en términos astronómicos es pequeña pero, de hecho, el planeta no puede ser visto por los telescopios de los que disponemos. Los datos que nos ofrecen del planeta los deducen observando las anomalías que se producen en la órbita de su estrella.
Se comprende así que todo lo que se afirma sobre vida más allá de la tierra es una pura especulación. Es posible decir que, dada la infinitud del universo, sería extraño que la Tierra fuera el único lugar habitado por seres vivos. También es posible replicar que la vida es un fenómeno muy complejo, que requiere unas condiciones tan inverosímiles, que no sería tampoco extraño que estuviéramos solos en el universo. Así las cosas, la posible llegada a la tierra de vida inteligente procedente de otros lugares del universo, o la posible comunicación con estas formas de vida, se nos antoja por ahora muy difícil. Y, sin embargo, el encuentro con formas de vida inteligente más allá de la tierra siempre ha seducido al ser humano. ¿Quizás porque piensa que estas otras vidas le pueden aportar algo para vivir mejor, para ser más bueno, o más sabio? Hay ahí una vaga intuición de que del más allá puede venir algo mejor.
En cualquier caso, aunque solo la tierra estuviera habitada en este vasto universo, los cristianos sabemos que no estamos solos en el cosmos. El cielo no está vacío. Allí nos aguarda la innumerable asamblea de los santos. Por otra parte, si buscamos compañía aquí en la tierra, la podemos encontrar a nuestro lado, en tantos hermanos desconocidos a los que a veces ni siquiera miramos. Pero sobre todo, los cristianos sabemos que alguien “de fuera” vino a nuestro mundo: ni más ni menos que el Hijo de Dios. El que había nacido antes de todos los siglos, aquel que sostiene el universo, se hizo hombre, naciendo de María. Viajó de más allá de las estrellas, nada menos que de junto a Dios, y puso su morada entre nosotros. Los que creen en él, nunca están solos.





Estoy convencido de que la actual crisis vocacional no se debe a razones religiosas, sino a razones sociales y culturales. Lo digo, porque se encuentra uno con gente que considera que la prueba de lo mal que está la vida religiosa es el número de sus miembros: son pocos y, se añade a veces: además viejos (como si tener años fuera algo malo). La causa del ser pocos parece que está en los pocos que somos. No es un juego de palabras, ni una adivinanza: se culpa a los pocos que somos de que seamos pocos. A mi me parece que lo normal sería felicitar a los pocos que somos por mantenernos fieles y por seguir adelante con nuestra vocación y nuestras misiones, a pesar de las dificultades con las que, a veces nos encontramos.
El año jubilar de la misericordia ha terminado. Lo que no ha terminado, ni puede terminar nunca, es el tiempo de la misericordia, porque ella expresa la verdad profunda del Evangelio. El Papa, en su carta apostólica
Gracia, salvación, misericordia son tres palabras muy positivas. Están muy relacionadas, más aún, entrelazadas, la una no puede existir sin las otras. Las tres remiten a lo más fundamental de la fe cristiana: Jesucristo, “por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajo del cielo”. En Jesucristo queda claro que Dios es un Dios de los hombres, un Dios de salvación, un Dios cercano. Bajó del cielo para salvarnos, no desde la lejanía, no desde fuera, sino desde nuestra propia realidad y a partir de ella. Y eso por puro amor, un amor gratuito. No por nuestros méritos, no por nuestras fuerzas o exigencias, sino por pura benevolencia, por gracia. Una gracia que también es misericordia, o sea, es la actitud del que quiere ayudar. Nos ayuda a realizar nuestra vocación divina, aquello para lo que hemos sido creados, pero que no podemos alcanzar por nuestras fuerzas o por nuestros medios. Si Dios nos eleva, nos diviniza, es porque así le place.
“Dios Padre, que nos ha amado tanto, y nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza, os consuele internamente”. Así se expresa el apóstol Pablo dirigiéndose a los tesalonicenses. El Padre del cielo nos ama como no se puede amar más, y es eso es para nosotros un motivo de gran consuelo y de gran esperanza. Efectivamente, unidos a Dios no hay penas ni aflicciones, él nos devuelve la alegría cada vez que la perdemos, porque él solo quiere que seamos felices. Este consuelo de Dios es un efecto de su misericordia: Dios tiene un corazón sensible ante nuestras miserias, pobrezas, debilidades y necesidades. Un corazón apasionado que le hace sufrir con nuestros sufrimientos y alegrarse con nuestras alegrías. Por eso su amor es motivo de gran consuelo.