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Nov2013De la rivalidad a la interactuación
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La relación entre gracia y libertad o, lo que es lo mismo, entre Dios y la persona humana, puede entenderse desde tres modelos. Uno sería el de la competencia o rivalidad: lo que concedemos a Dios se lo tenemos que quitar al ser humano, y viceversa; la consecuencia extrema de este modelo es que, como Dios tiene la primacía absoluta en toda actuación, queda anulada la libertad humana. Hay otros dos modelos que me parecen más adecuados. Hay diferencias de matiz entre ellos, pero no son contradictorios, más bien son complementarios.
El modelo del doble plano supone que Dios y el ser humano no se sitúan en el mismo plano. Esto permite decir que “todo es de Dios” y “todo es del ser humano”, que todo lo hace Dios y todo lo hace el hombre, pero esos dos “todos” no están al mismo nivel. Dios es el que impulsa, el que mueve a la naturaleza, el que hace posible todo movimiento y actuación humana, pero la criatura actúa según su naturaleza. Dios es la causa primera trascendente que actúa a través de causas segundas y nunca contra ellas.
El tercer modelo es el de la interactuación. Dios deja totalmente libre a la persona, pero interactúa con ella, de modo que se produce un mutuo enriquecimiento. “Ha repartido el don que nos ha traído, pero no por eso él se ha empobrecido sino que, de forma admirable, ha enriquecido la pobreza de sus fieles, mientras él conserva sin mengua la plenitud de sus propios tesoros”, decía San Fulgencio de Ruspe.
La interactuación nos permite comprender que Dios no fuerza, no ordena, no impide. Más bien ofrece buenas orientaciones, encuentra el momento oportuno, aprovecha las situación adecuada para decir una palabra estimulante. Interactuar: actúan los dos (Dios y la persona), cada uno con libertad total, pero cada uno estimulado por la actuación del otro. ¿Cómo estimula el hombre a Dios? Dicho desde nuestro punto de vista, que es el único punto posible: haciendo que esté atento a nuestros movimientos para encontrar la palabra y el estímulo adecuado. En la interacción no cambia solo uno, cambian los dos. La relación entre Dios y el ser humano no puede entenderse desde la rivalidad, sino desde la complicidad.
En ocasiones la ciencia y la fe tienen algunas o muchas cosas que decir sobre el mismo tema. Lo que dicen no puede ser contradictorio. La Verdad (de la fe) no puede oponerse a la verdad (de la ciencia). Si aparecen contradicciones, es porque o bien no se tiene claro lo que dice la fe, o bien porque las afirmaciones científicas se dan como seguras sin serlo. Cuando ciencia y fe tienen cosas que decir sobre el mismo tema, se enriquecen mutuamente y ambas nos ayudan a tener una visión más completa de la realidad.
Condiciones para creer y condiciones de la fe. Estos fueron los títulos que provocaron las reflexiones de los dos post precedentes. Se dice (y se dice bien) que la fe es un don de Dios. Pero eso no quita que sea también una tarea humana. En esta tarea humana están implicadas dos instancias: la del propio joven llamado a la fe, y la de la comunidad eclesial, responsable de presentar la fe al joven, empezando por su familia, la primera Iglesia que el joven conoce. Un gran pensador medieval, Tomás de Aquino, decía que la gracia presupone la naturaleza. Dicho en términos más actuales: el encuentro con Dios pasa siempre por caminos humanos. La fe requiere de unos presupuestos, de una tierra buena que facilite, por una parte su aparición y su desarrollo y, por otra, su conservación.
El post anterior buscaba responder a la pregunta de qué requiere un joven para abrirse a la fe. Podemos plantear otra pregunta muy relacionada con la anterior: ¿qué requiere la fe para asentarse en un joven? Yo diría que requiere convencer al joven de que Cristo es la respuesta a los grandes anhelos que anidan en su corazón. Este convencimiento ya no es solo obra de la familia, sino sobre todo de la Iglesia en su conjunto. En este terreno las parroquias y los responsables de pastoral de los colegios (católicos, por supuesto, pero quizás también es posible y deseable encontrar ofertas en los colegios no confesionales) juegan un papel fundamental: ¿qué tipo de predicación reciben nuestros jóvenes? ¿Qué clases de religión les damos? ¿Qué propuestas pastorales ofrecemos? Desgraciadamente muchos jóvenes no encuentran el necesario sustento para que en ellos arraigue la fe, una buena fe, una fe que llene sus vidas, una fe que sea algo más que doctrina, para convertirse en encuentro vivo con Jesucristo.
Cuando a un niño le preguntan: “¿tú que quieres ser de mayor?”, muchas respuestas suenan así: “yo, médico, como mi papá”; o: “yo, profesora, como mi mamá”. Los niños y los jóvenes necesitan referentes con los que identificarse, personas que les sirvan de modelos, espejos en los que mirarse. Los padres y, por extensión, las personas más cercanas a ellos, son el primer modelo. En muchas ocasiones, el niño termina pareciéndose al modelo que en su infancia le sedujo. Y cuando el niño se decanta por orientar su vida de forma distinta a la de sus progenitores, no deja de valorar el trabajo que sus padres hicieron. Más aún, el talante, el espíritu con el que sus padres desarrollaron su tarea, logra impregnar la propia y distinta tarea del niño cuando se hace mayor.
Uno de los más conocidos divulgadores de la ciencia en nuestro tiempo, Richard Dawkins, ha dado el nombre de “geriniol” a lo que él considera una peligrosa droga adictiva, que tiene efectos muy negativos. Esta droga infecta la mente de los niños, es causa de violencia y fanatismo, y habría sido la culpable del ataque del 11 de septiembre de 2001 a las torres gemelas de Nueva York. ¿Cuáles son los componentes de esta droga? No son químicos o biológicos, sino mentales. Esta droga transmite un virus de la mente, algo así como un parásito mental que se autorreplica y se transmite por imitación de padres a hijos. Dicho sin tapujos: este virus de la mente es la religión. Es fácil darse cuenta de que geriniol es un anagrama que se forma cambiando el orden de las letras de la palabra religión.
Según el libro del Génesis, en el paraíso en el que se encontraban los primeros humanos, había dos árboles extraordinarios: el de la vida y el del conocimiento del bien y del mal. Como su mismo nombre indica, se trata de dos árboles simbólicos. El árbol de la vida se encuentra en la mitología antigua. Quien come de él, obtiene la inmortalidad. El relato afirma que el hombre, mortal por naturaleza (sacado del barro), ha sido creado a imagen de Dios. Es como un “hijo de Dios”, al que se le ofrece, como un regalo, la vida inmortal. Es un regalo, no un derecho, porque sin el regalo el hombre es mortal. Sin embargo, este humano es una criatura. No tiene el conocimiento divino ni el poder absoluto de decretar lo que es bueno y lo que es malo. Este límite de la condición humana está simbolizado por el otro árbol, el árbol prohibido, el del conocimiento del bien y del mal. Por esta razón la astuta serpiente tienta a Eva, diciéndole que es posible conocer y decidir sobre el bien y el mal y, así, ir más allá del límite: “si coméis de este árbol, seréis como dioses” (Gen 3,5).
Solo cuando uno puede decir: “no te amo por lo que me puedes dar o por lo que te puedo sacar, te amo porque deseo lo mejor para ti”, solo entonces estamos ante un amor gratuito, en el que se vive la alegría del don. Eso no significa que aquellos a los que amo de esta manera no puedan darme grandes satisfacciones e incluso serme muy útiles. Lo que significa es que mi amor no está determinado por la utilidad ni por la satisfacción.
Carl Sagan fue uno de los científicos más populares del siglo XX, al que se debe una serie de TV, Cosmos, que han visto más de 500 millones de personas. Sagan no era creyente. Unos lo consideraban un enemigo acérrimo de la religión. Pero no todos pensaban así. Después de su muerte, en un acto conmemorativo en la Catedral de Manhattan, el reverendo Joan Campbell reflexionó: “Sagan ha sido uno de los más severos críticos de la religión y uno de sus mejores amigos. Sagan exigió a la religión claridad, honestidad y excelencia, cualidades que nos exigiríamos también a nosotros mismos… Él me decía con una sonrisa: ‘Eres tan inteligente. ¿Por qué crees en Dios?’. Y yo le dije: ‘Eres tan inteligente. ¿Por qué no crees en Dios?’”.