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Blog Nihil Obstat

Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
Sobre el autor

22
Dic
2024
La Encarnación como conversación
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etinmundoconversatus

En la teología de Tomás de Aquino, el término “conversación” resulta de lo más adecuado para explicar el misterio de la Encarnación. La encarnación es una conversación de Dios con el ser humano. Por cierto, también el Vaticano II entiende que la revelación es una conversación de Dios con sus amigos, los seres humanos, y cita Bar 3,38: “Dios apareció en la tierra y conversó con los hombres”. Pero dejo el Concilio y me centro en Tomás de Aquino.

Posiblemente el más conocido de los himnos eucarísticos compuestos por nuestro santo es el Pange lingua. ¿Qué debe cantar la lengua? El misterio del glorioso cuerpo y la preciosa sangre de Cristo que, nacido de una virgen inmaculada, conversó con el mundo (et in mundo conversatus) sembrando la semilla de su palabra. Desgraciadamente las traducciones del término “conversatio” no expresan toda la fuerza que tiene, entre otras cosas, porque buscan sinónimos y olvidan la palabra tan castellana de “conversación”.

En la tercera parte de la Suma de Teología, tratando de la Encarnación, santo Tomás dedica una cuestión al tipo de conversación que Cristo tenía con nosotros. Por “género de vida” han traducido al español la pregunta que el santo formula por el tipo conversación que Cristo tenía con nosotros: de modo conversationis Christi. Y lo primero que plantea es si Cristo debía conversar con los hombres o vivir en soledad. La dificultad estaría en que, si Cristo era Dios, no es adecuado para Dios conversar con los hombres. Sin embargo, dice el santo, la conversación es lo que más conviene al fin de la encarnación, pues conversando familiarmente con los hombres nos dio confianza y nos acercó a él. “Cristo quiso manifestar su divinidad por medio de su humanidad. Y por eso, conversando con los hombres, lo que es una actitud propia del hombre, manifestó a todos su divinidad, predicando y haciendo milagros, y llevando entre los mismos una vida inocente y justa”. El texto bíblico de referencia que utiliza Tomás es el mismo que utiliza el Vaticano II, a saber, Baruc 3,38: “Dios se dejó ver en la tierra y conversó con los hombres”.

En sus comentarios bíblicos Tomás de Aquino utiliza con frecuencia el término conversación. Me limito a traducir lo que escribe al final de su comentario a Jn 1,14. El evangelista dice que la Palabra habitó entre nosotros “para mostrar la admirable conformidad de la Palabra respecto de los hombres, con los que ha conversado de tal modo que parecía uno de ellos. Pues no solo en la naturaleza quiso asimilarse a los hombres, sino también en la convivencia y en la conversación familiar, cuando quiso estar con ellos para atraer a Sí a los hombres por la dulzura de su conversación”.

Conversar implica atención, cercanía, interés por los problemas y necesidades del otro, familiaridad, intimidad. Conversar es dialogar, entrar en relación. No imponer desde arriba, sino buscar una relación horizontal entre amigos. Así es como Cristo quiso estar entre nosotros. Ese es el misterio de la Encarnación según Tomás de Aquino.

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18
Dic
2024
Sin fe en la Encarnación no hay fe cristiana
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feencarnación

Si quitamos la fe en la encarnación, o sea, si no creemos que el Verbo de Dios asume una naturaleza humana, destruimos totalmente la fe cristiana. Así se expresa Sto. Tomás de Aquino. La encarnación es la clave de nuestra fe y lo que la diferencia de cualquier otra concepción religiosa. Ahí está la maravilla de la fe cristiana, lo que la hace única, distinta, insuperable. La encarnación es la máxima cercanía de Dios a una criatura humana y, en consecuencia, la máxima cercanía de Dios a toda la humanidad. Porque no hay mayor cercanía posible entre dos seres que el hacerse uno con el otro.

Esto que entre los seres humanos solo es posible tendencial y afectivamente, y que encuentra en el matrimonio una buena realización, a saber, ser dos en una sola carne (pero dos que siguen siendo dos, aún estando unidos) en el caso de la unión de Dios con la criatura humana se ha hecho totalmente real en la persona de Jesús: una persona que asume dos naturalezas, una naturaleza que le es propia desde siempre y que es imposible que deje (la divina) y una naturaleza asumida libremente por amor, tan propia como la anterior. En la persona de Jesús las dos naturalezas están unidas inseparablemente en una única persona.

La Encarnación es la expresión insuperable del amor de Dios a la criatura humana: “tanto amó Dios al mundo”, dice el cuarto evangelio, “que le entregó a su Hijo”. Tanto amó, o sea, no es posible amar más. Porque Dios ama con todo su amor, y su amor es divino, infinito. Cualquier comparación se queda corta para expresar un amor como este: “porque los montes se correrán y las colinas se moverán, mas mi amor de tu lado no se apartará y mi alianza de paz no se moverá, dice Yahvé que tiene compasión de ti” (Is 54,10). Y como amó tanto se entregó a sí mismo. La máxima prueba del amor no es dar cosas, es darse uno mismo. Y Dios se da al unirse con la humanidad.

Lo original de la fe cristiana no es tanto la búsqueda de Dios por parte de la criatura humana, sino la búsqueda del hombre por parte de Dios. Dios mismo se propone salir al encuentro de cada persona. El acto supremo de esta búsqueda divina es la Encarnación del Hijo, que entra en la historia y revela la intimidad de Dios en términos y conceptos humanos.

El misterio de la Encarnación, expresión máxima del amor de Dios al ser humano, nos hace tomar conciencia de la imposibilidad de ser odiados o rechazados. Porque si Dios odiara o rechazara lo humano, se odiaría y rechazaría a sí mismo. Se podría aplicar a esta relación entre Dios y lo humano lo que dice la carta a los efesios (5,28-29) sobre la relación entre el marido y la esposa: si la esposa es carne del esposo, odiar a la esposa es odiar a su propia carne, odiarse a sí mismo. En el caso de Dios, cualquier brizna de odio no puede ser divina, porque en Jesucristo se nos ha revelado que Dios es Amor sin ningún asomo de no amor.

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14
Dic
2024
El motivo de la Encarnación
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neules a palma

La cuestión del motivo de la Encarnación, clásicamente se ha formulado así: si no hubiera habido pecado, ¿el Verbo se habría encarnado? Santo Tomás advierte que solo Dios sabe el motivo por que el quiso hacerse hombre, pero aún así, y siendo consciente de que este asunto tiene muchas vertientes, el santo se inclina a pensar que la encarnación tendría principalmente una función redentora. Para la escuela franciscana, encabezada por San Buenaventura, la encarnación es querida por sí misma, y no en función de un bien menor. La encarnación manifiesta la primacía del amor de Dios. Con pecado o sin pecado, Dios se hubiera encarnado, porque con pecado o sin pecado, el único modo de encontrarnos con Dios es a través de Cristo. En esta línea dice Juan Pablo II: “A través de la encarnación, Dios ha dado a la vida humana la dimensión que quería dar al hombre desde sus comienzos, y la ha dado de manera definitiva”. Ya desde los comienzos el encuentro con Dios tenía que haberse dado a través de Cristo.

El Catecismo de la Iglesia Católica, cuando trata del motivo de la encarnación, ofrece cuatro líneas de respuesta: el Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios; para que nosotros conociésemos el amor de Dios; y para ser nuestro modelo de santidad. La cuarta razón es la que me resulta más interesante: el Verbo se encarnó para hacernos partícipes de la naturaleza divina. Para apoyar esta afirmación, el Catecismo ofrece una serie de citas patrísticas, y termina con estas palabras de Tomás de Aquino, tomadas del oficio del “Corpus”: “el Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres”. Un buen apoyo bíblico para estas palabras lo encontramos en la segunda carta de Pedro (1,4): por su divino poder, Dios nos ha concedido las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas nos hagamos partícipes de la naturaleza divina.

Con la Encarnación se produce un maravilloso intercambio: Dios se hace hombre para que el ser humano pueda ser hijo de Dios. El asume nuestra débil naturaleza para hacernos partícipes de la gloria de su inmortalidad. Cristo es necesario para la divinización humana, para que Dios sea nuestra gloria y nosotros podamos ser glorificados, ser divinizados, y así alcanzar la condición de hijos. Dios Padre nos ha bendecido (o sea, ha hablado bien de nosotros, ha dicho cosas buenas) y nos ha elegido de antemano (o sea, antes de cualquier decisión nuestra) “para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo” (Ef 1,5); “a los que de antemano conoció (de nuevo la insistencia en esta actitud primera y previa de Dios antes de cualquier pecado), también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm 8,29). Con nuestras fuerzas no podemos ser divinizados, porque la divinización y la filiación es gracia, don, no derecho ni conquista. Esta gracia es siempre cristiana, o sea, se recibe por medio de Cristo. La necesidad de Cristo es eminentemente teologal.

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10
Dic
2024
Año jubilar bajo el signo de la esperanza
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añojubilar2025

El año jubilar, convocado por el Papa Francisco, se abrirá oficialmente en Roma el 24 de diciembre y el domingo, 29 de diciembre, en las demás diócesis del mundo. Hace falta valor para convocar un año jubilar bajo el signo de la esperanza. Valor, porque este signo contrasta con la situación de desesperanza en la que vive gran parte de nuestra sociedad.

¿Qué esperanza puede haber para los pobres y desheredados de este mundo, para todas esas personas que se encuentran en situaciones sin salida porque la guerra, la pobreza, la política de sus gobiernos corruptos, o la ambición de los poderosos, les ha dejado sin nada? El capítulo primero de la encíclica Fratelli tutti lleva como título “las sombras de un mundo cerrado”. Por tanto, si está cerrado no tiene futuro. En este capítulo el Papa pasa revista a las heridas y atropellos que están maltratando la sociedad de nuestro tiempo que, más que a la esperanza, conducen a la desesperación: maltrato de la tierra, pobreza, xenofobia, mala acogida a los emigrantes, personas descartadas.

También en nuestro mundo capitalista y consumista estamos faltos de esperanza. “La palabra esperanza, dice Byung-Chul Han, no pertenece al vocabulario capitalista”. Y añade: “los consumidores no esperan. Tan solo tienen deseos y necesidades que hay que satisfacer. Tampoco necesitan un futuro. Viven en el presente del consumo”. Los que tienen de todo, o mejor, los que tenemos de todo y nada nos falta, ya no esperamos nada. Solo buscamos disfrutar el momento presente. Y lo que pretendemos no es un futuro distinto, sino conservar lo que tenemos. Somos conservadores. Y el conservador no tiene futuro. Solo pretende conservar lo que hay.

Lo que, sin duda, puede generar esperanza en nuestra sociedad es una cultura de la inclusión, de la compasión, de la atención a los más débiles. Una cultura cuyo lema podría ser: si quieres cuidar de ti, cuida de los demás. Cultura que debe ser asimilada por cada uno para así contagiarla a los demás. Precisamente, la gran esperanza, la esperanza en ese Reino de Dios en el que no habrá llanto, ni lágrimas, ni dolor, porque Dios será la realidad que todo lo determine, es un motivo más para ocuparnos de tantas necesidades con las que nos encontramos mientras vamos peregrinando hacia el Reino. Un motivo más para ofrecer esperanza concreta en lo inmediato, en el aquí y el ahora.

La bula del Papa recuerda que la peregrinación es un elemento fundamental de todo acontecimiento jubilar. Ponerse en camino es algo así como buscar el sentido de la vida. Y en estos tiempos en donde aviones y trenes de alta velocidad facilitan los desplazamientos, el Papa habla de “la peregrinación a pie”. Está claro que ninguno vamos a ir a Roma a pie. Pero este recordatorio de la buena peregrinación es una llamada a la austeridad para no gastar más de lo necesario y así tener reservas para compartirlas con los demás, para ayudar, para demostrarnos a nosotros mismos que consideramos a los necesitados como hermanos y como presencia de Cristo entre nosotros.

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6
Dic
2024
El Corazón de María
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En la reciente encíclica del Papa sobre la devoción al Corazón de Jesús hay dos referencias al Corazón de María. No cabe duda de que la madre y el hijo estuvieron muy unidos. Lo que de verdad une como no se puede unir más es el amor. Si el corazón es el mejor símbolo del amor, entonces el corazón de María estuvo muy unido al de Jesús.

La primera referencia es para afirmar que María miraba en profundidad, sin quedarse en la superficie de las cosas, porque escuchaba con el corazón, o sea, con mucha atención. Y lo que de entrada no comprendía lo guardaba en su corazón y allí lo meditaba con cuidado y amor. Vale la pena copiar el propio texto de Francisco: “María miraba con el corazón. Ella era capaz de dialogar con las experiencias atesoradas ponderándolas en el corazón, dándoles tiempo: simbolizando y guardando dentro para recordar”. El Papa recuerda eso que dice el tercer evangelio: “María atesoraba todas estas cosas, ponderándolas en su corazón”. María dialogaba interiormente y guardaba cuidadosamente (eso es atesorar), conservando “no sólo la escena que veía, sino también lo que no entendía todavía y aun así permanecía presente y vivo en la espera de unirlo todo en el corazón”.

Además, la encíclica indica cuál es la relación adecuada entre la devoción al Corazón de Jesús y la devoción al Corazón de María. Y lo hace en la misma línea en que el Concilio Vaticano II explicó el sentido de la mediación de María. El Concilio indica que la única mediación de Cristo no excluye, sino suscita diversas formas de participación en esta mediación. Unidos a Cristo todos podemos ser mediadores de gracia para los demás. Y cuanto más unidos estemos a Cristo, mejores mediadores de gracia seremos. Ahí hay que situar la mediación de María, totalmente unida a Cristo: “En el seno de la Iglesia, la mediación de María, intercesora y madre, sólo se entiende como una participación de esta única fuente que es la mediación de Cristo mismo, el único Redentor, y la Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María”.

A esta luz el Papa sitúa la devoción al corazón de María: “La devoción al corazón de María no pretende debilitar la única adoración debida al Corazón de Cristo, sino estimularla: La misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder. Gracias al inmenso manantial que mana del costado abierto de Cristo, la Iglesia, María y todos los creyentes, de diferentes maneras, se convierten en canales de agua viva. Así Cristo mismo despliega su gloria en nuestra pequeñez”.

La fiesta de la Inmaculada, que nos aprestamos a celebrar, nos recuerda la santidad de María, su limpieza de corazón, santidad y limpieza que tenían su fuente y su origen en una profunda unión con Cristo. Ella nos orienta a mirar al único Salvador y nos estimula a vivir con alegría esta bienaventuranza de Jesús: dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

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2
Dic
2024
¿Sanación intergeneracional? Pero, ¿de qué vamos?
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La Conferencia Episcopal Española acaba de publicar una oportuna nota sobre la así llamada “sanación intergeneracional”. La nota es oportuna, el hecho sobre el que la Conferencia se pronuncia es penoso. Uno se pregunta dónde han estudiado teología o en qué seminario han sido formados esos sacerdotes que la practican.

¿De qué se trata? De la atribución de ciertas enfermedades actuales al supuesto o real pecado de alguno de los antepasados del enfermo. Los defensores de esta práctica suponen que el pecado se transmite a los descendientes, y que ese pecado transmitido es la causa de alguna enfermedad psíquica o física. Para curar la enfermedad sería necesario romper el vínculo entre la persona enferma y el pecado de sus antepasados, por medio de oraciones o determinadas prácticas. Sin duda, es posible transmitir una enfermedad o algunas consecuencias de una enfermedad, pero lo que no es posible, de ningún modo, es transmitir un pecado. El pecado es responsabilidad de cada uno. Y no se transmite. El pecado siempre es personal y requiere una decisión libre de la voluntad. Nadie puede pecar por mi, de la misma forma que nadie puede creer por mi. Lo fundamental en la vida de cada uno es cosa suya, personal e intransferible.

El único pecado que se transmite de generación en generación es el pecado orginal, dice la nota de los Obispos, pero añaden algo muy importante: el pecado original “no tiene carácter de culpa personal”. Es un pecado de naturaleza, que no lo transmiten los padres; se adquiere por el hecho de nacer. Y por eso, como muy bien dice el Catecismo de la Iglesia Católica, (n. 404) “al pecado original se le llama pecado de manera análoga”. O sea, no es pecado personal, aunque afecte a la persona. Y si se le llama pecado no es porque la persona haya cometido un acto contrario a la voluntad de Dios, sino porque se encuentra en una situación de ausencia de Dios, ya que todavía no se lo ha encontrado, pues el encuentro con Dios implica no sólo que Dios nos ame y venga hacia nosotros, sino que nosotros le amemos y vayamos hacia él. El pecado original no es algo malo que hemos hecho, es algo que nos falta y que nos vendría muy bien tener, a saber, la gracia de Dios.

Cosa distinta es que podamos rezar los unos por los otros. La comunión de los santos es un importante artículo de nuestra fe. Podemos interceder, mediante la oración, por los vivos y por los difuntos; y, por su parte, los santos del cielo pueden interceder por nosotros. En la oración siempre pedimos cosas positivas y buenas, y además en línea con lo que dice el Padrenuestro: “hágase tu voluntad”. Por eso, la oración no es magia. Cuando pedimos por una persona enferma, pedimos que el Señor le ayude a vivir con esperanza y paz, y, si es posible, que le alivie en sus dolores. También pedimos por los difuntos que están en estado de purificación, como muestra de solidaridad con ellos. Pero eso es algo totalmente distinto a romper una supuesta transmisión de los pecados de los antepasados a sus descendientes de hoy.

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28
Nov
2024
La triple venida del adviento
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farolaadviento

El primer domingo de adviento abre el año litúrgico, y es siempre el que cae más cercano a la fiesta del apóstol san Andrés (30 de noviembre). El adviento es una preparación a la venida de nuestro Señor y nos hacer caer en la cuenta de que, si bien el Señor está viniendo continuamente a nuestras vidas, podemos distinguir una triple venida, que nos ayuda a comprender más adecuadamente nuestra fe: la primera venida tuvo lugar en Belén cuando el Verbo se hizo Hombre; hombre de verdad. Con todas las consecuencias: tenía hambre, frío, fue tentado como lo somos todos los humanos, tenía afectividad y necesidad de ser amado, como todos los humanos. Como era humano, el Verbo encarnado, desde su infancia, crecía en edad (con las dificultades y alegrías que comporta la adolescencia), en sabiduría (seguramente, en ocasiones, les costaría algún esfuerzo eso de aprender) y en gracia o experiencia de Dios, pues Jesús también creció espiritualmente, dice Francisco citando a Juan Pablo II (Christus vivit, 26).

La última venida acaecerá cuando vuelva como Juez, en la gloria de su majestad, el día postrero del mundo. El criterio de este juicio será, sin duda, la misericordia. Entre ambas está su venida silenciosa, como Santificador, por medio de su gracia. “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23). El adviento se ordena a disponer nuestras vidas para la triple venida. Si acogemos su segunda venida, esa que acaece en todos los momentos de nuestra vida, sin duda celebraremos bien la fiesta de su primera venida y ansiaremos, sin temor alguno, su última venida. Si no acogemos su segunda venida (que acontece sobre todo a través del sacramento del hermano), la celebración de su primera venida será una fiesta mundana, disimulada con adornos religiosos, y casi desearemos que su tercera venida no acontezca nunca, no sea que allí nos avergoncemos de lo mal que le hemos esperado.

Para ayudarnos a realizar el plan de preparación, la Iglesia nos señala tres modelos y guías: la Virgen María, el profeta Isaías y Juan el Bautista. Isaías, como portavoz del Antiguo Testamento, encarna a un tiempo la preparación de la acogida de Dios y los deseos de la humanidad doliente, que busca una paz que el mundo no puede dar; Juan, el precursor, nos enseña con sus palabras y su ejemplo, la santidad de vida que implica el reino de Dios en nosotros. Pero a quién vuelve principalmente los ojos la Iglesia es a María. El que ha de venir lo hace a través del seno virginal de María. Ella tuvo el privilegio de dar al mundo al Verbo de Dios. En este sentido puede ser calificada de “causa de nuestra alegría”. María es el vivo retrato del adviento, por su santidad y su vida de íntima unión con Dios.

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24
Nov
2024
Un mismo Espíritu, distintas místicas
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misticaflor

Mística es una palabra que tiene distintas connotaciones. En ocasiones se utiliza como equivalente de irracional o exaltado. Filosóficamente, el término puede designar una experiencia límite: “lo inexpresable, ciertamente existe. Si se muestra, es lo místico” (Wittgenstein). En realidad, el término místico tiene que ver con misterio, más aún, con el misterio profundo que nos habita y que no es otro que Dios. En la medida en que todo creyente es buscador del misterio de Dios, todo creyente es un místico.

A propósito de la mística, el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2014) hace una distinción interesante: “El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama mística, porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos –los santos misterios– y, en Él, del misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos”.

Este número del Catecismo habla de una vida mística (la unión con Cristo) a la que tiende todo cristiano llamado a la santidad y determinados dones o gracias particulares concedidos solo a algunas personas, como signo de la mística común o como don propio de su peculiar vocación en la Iglesia. En consecuencia, podemos y debemos distinguir entre una mística “ordinaria”, propia de la mayoría de los cristianos, que se expresa en una vida de fe, de esperanza y de amor; y algunas manifestaciones fuera de lo corriente que podrían (digo podrían, porque será necesario preguntarse por los criterios de credibilidad de tales manifestaciones) ser signos de la intensidad con la que algunas personas viven su unión con Cristo.

Podemos hacer otra precisión y hablar de un tercer tipo de “mística”. Un documento del Dicasterio de la Fe sobre “algunos aspectos de la oración cristiana”, habla de “gracias místicas conferidas a los fundadores de instituciones eclesiales en favor de toda su fundación”, que pueden ir unidos o no, y, por tanto, deben distinguirse de los dones extraordinarios “místicos”. Podemos, por tanto, hablar de una mística propia de los distintos movimientos eclesiales y de las Órdenes y Congregaciones religiosas. Cada uno de estos grupos tiene un estilo, un carisma, una gracia propia, heredada de su fundador o fundadora que le mueve a vivir el seguimiento de Cristo con un estilo peculiar.

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20
Nov
2024
¿Reino que no es de este mundo? ¡Depende!
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reino2024

Terminamos el año litúrgico con la fiesta de Cristo rey. En la liturgia de este próximo domingo leeremos una composición plagada de teología en forma de diálogo entre Pilato, el cruel y todopoderoso gobernador, y Jesús. El diálogo comienza con una pregunta de Pilato, que busca dejar claro quién es el que tiene el poder, porque el poder no acepta competidores. Por eso pregunta a Jesús: “¿eres tú el rey de los judíos?”. Jesús responde aclarando el sentido de su realeza: “mi reino no es de este mundo”. Su reino es incomparable con el de Pilato, está en otro nivel, en otra dimensión. No está fundamentado en el poder, sino en el servicio, el perdón y el amor.

Y, sin embargo, este reino que no es de este mundo, tiene mucho que ver con este mundo. Para empezar, es una instancia crítica con los modos como se ejerce el poder en este mundo. Los que gobiernan y reinan en las naciones, dice Jesús, las oprimen, y para colmo de ironía se hacen llamar bienhechores. En el reino de Jesús no han opresión. El que quiera ser el primero, dice Jesús, que se haga el servidor de todos. Los primeros en el reino de Jesús son los que sirven, no los que lucen presidencias inútiles. Si bien no hay ningún reino de la tierra comparable con el que Jesús anuncia, sí es posible en este mundo vivir según el programa del reino de Dios.

En segundo lugar, este reino que no es de este mundo es una llamada a hacer de este mundo una imagen del reino de Dios y a anticipar ya, en la vida y en la sociedad, aquellos rasgos que se parecen al reino que Dios prepara para todos los que le aman. En esta línea, resulta significativo el modo como comienzan las parábolas con las que Jesús explica lo que es el reino: “el reino de los cielos se parece a”. Cuando uno escucha las parábolas, conviene estar muy atento a lo que viene después del “se parece a”. Porque resulta que el reino se parece a situaciones que pueden hacerse realidad en nuestro mundo. Situaciones que, sin duda, rompen, con los modos habituales de actuar, pero son perfectamente posibles.

El Reino es semejante a un banquete en el que todas las personas, sobre todo los pobres, son acogidos; a un pastor que se ocupa y preocupa más de una oveja perdida de que noventa y nueve seguras; a un padre que acoge, sin pedir explicaciones, al hijo que ha malgastado su herencia; a un marginado que deja sus ocupaciones para ocuparse de un herido y pagar sus gastos de hospitalización; al propietario de un campo que ofrece generosamente un abundante sueldo a quién no se lo ha ganado. Lo interesante de tales parábolas es que no nos reenvían a un mundo distinto del presente, sino a una nueva posibilidad de vida en el aquí y el ahora. Una posibilidad real de ver y vivir la vida de un modo distinto al habitual.

Las parábolas del reino plantean directamente una pregunta a quién las escucha: ¿voy a entrar en este mundo nuevo -que no está en el más allá, sino en el más acá- que en ellas se descubre? ¿Voy a aceptar la lógica de la gracia y la misericordia, realizando en mi vida el cambio radical que proponen las parábolas o voy a retornar a mi vida de todos los días, ignorando ese reto? Si acepto la lógica de las parábolas y la reproduzco en mi vida, entonces Jesús es verdaderamente mi rey.

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16
Nov
2024
Destinados para dar fruto
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fruto

Una vez muerto y resucitado Jesús, los discípulos recordaron, sin duda, esta palabra de Jesús: “os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16). No conviene olvidar que los frutos que estamos llamados a dar los discípulos de Jesús no pueden medirse según los criterios del mundo. Cuando aplicamos los criterios del mundo para medir el resultado de la tarea evangelizadora, surgen preguntas en donde importan los números: ¿cuántos novicios tiene la congregación?, ¿cuántos jóvenes se han confirmado en la parroquia?, ¿cuántas parejas se han casado sacramentalmente?, ¿cuántas personas han participado en la peregrinación? Las anteriores preguntas no son malas, pero no son las importantes. Si queremos aplicar el criterio de los números habría que cambiar las preguntas: ¿cuántos pobres han sido atendidos por los servicios parroquiales?, ¿a cuantos inmigrantes hemos acogido?, ¿cuántas personas han muerto de frio o de hambre o tragadas por el mar, porque no hemos querido mirar allí donde miraba Jesús? Solo después de plantearnos estas segundas preguntas tendrá sentido echar una ojeada a las primeras.

Humanamente hablando los cristianos anunciamos una tontería para la gente inteligente y una locura para la gente religiosa (cf. 1 Cor 1,23). No debemos sorprendernos, si en vez de adhesiones provocamos grandes burlas. O si en vez de conversiones provocamos persecuciones. Burlas y persecuciones que no deben hacer tambalear la esperanza cristiana, pues como ha recordado Francisco, “la esperanza no defrauda” (Rm 5,5), pues está fundada en la certeza de que nada ni nadie podrá separarnos nunca del amor de Dios. Pero la esperanza no es lo mismo que el optimismo, no es garantía de éxito. Es la convicción de que algo tiene sentido, independientemente de cómo salga. Por eso nos mantiene a flote a pesar de todo y es capaz de inspirar nuestras buenas acciones. La esperanza nos da fuerzas para vivir y para volver a intentar algo una y otra vez, aunque las condiciones sean desesperadas. Trabajamos por algo porque es bueno, y no solo porque tengamos un éxito garantizado.

Las discípulas y discípulos de Jesús estamos llamados a dar fruto. Para dar fruto hay que sembrar. Esa es nuestra tarea. El crecimiento ya no depende de nosotros. Como decimos en cada eucaristía el pan es fruto del trabajo de los hombres, pero antes es fruto de la tierra. Y es Dios quién hace fructificar la tierra. A veces lo sembrado crece lentamente, porque el tiempo de Dios no es el de los hombres. A lo mejor no vemos resultados, no vemos crecer. Uno es el sembrador y otro el segador (Jn 4,37). Nosotros somos sembradores, Dios es el que conoce “el tiempo de la siega” (Mt 13,30). No sabemos cuándo aparecerá el fruto, cuánto tiempo necesitará la semilla para crecer. Lo importante no es el resultado, que además no depende de nosotros, sino de Dios. Lo nuestro es abrir caminos, empezar procesos (y ahí está la gran labor del Papa Francisco para la Iglesia de los próximos años). Por eso no importa si somos pocos. Importa que seamos fieles y auténticos. Los cristianos estamos llamados a vivir y anunciar el Evangelio con nuestras mejores disposiciones, sin cansarnos nunca de hacer el bien. Si así lo hacemos, seguro que daremos mucho fruto.

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