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Blog Nihil Obstat

Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
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27
Abr
2014
Creación y resurrección
6 comentarios

El primer artículo del Credo, que confiesa a Dios como Creador, está estrechamente relacionado con el último, que habla de resurrección de los muertos. Ambos artículos se refieren a la vida: Dios, como Creador, está en el origen de la vida; él hace surgir el ser del no ser, llama a la existencia a lo que no es. Y el Dios que resucita a los muertos es también un Dios amante de la vida, que quiere seguir amando por toda la eternidad a aquellos a los que ha amado desde el comienzo. El Credo se abre y se cierra con la vida. Todo él está al servicio de la vida. Nuestro Dios es un Dios de salvación.

Entre creación y resurrección hay una relación estrecha, profunda e indisociable. En efecto, la resurrección presupone la creación (sin vida previa no hay resurrección), y la resurrección encuentra su mejor fundamento en la creación: si Dios puede dar vida una vez, ¿por qué no va a poder darla de nuevo? Mejor aún: si Dios puede dar vida, ¿por qué no va a poder mantenerla? ¿Para que se necesita más poder, para sacar vida de la nada o para mantener la vida en el ser? La mejor “prueba” de la resurrección (de la capacidad que Dios tiene de dar vida) es la creación. De este modo, la creación aparece como una verdad llena de esperanza.

Se crea o no se crea en Dios, la pregunta por el poder que ha dado origen a la vida, sea cual sea, aunque sea la casualidad, es también la pregunta por la posibilidad de que la vida aparezca de nuevo o permanezca: ¿por qué lo que ha ocurrido una vez no puede repetirse? ¿Por qué la buena suerte no va a poder tocar dos veces? Si además, Dios existe, entonces la fe en la resurrección resulta sumamente creíble, sobre todo si la fundamentamos en el poder y en el amor de Dios. El poder de Dios, que en la creación se ha manifestado con capacidad absoluta para dar vida, puede en la resurrección seguir ejerciéndose con la misma facilidad. Y si la creación tiene su origen en el amor de Dios hacia la criatura, entonces la resurrección resulta una consecuencia de este amor, pues el amante quiere siempre estar con el amado.

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23
Abr
2014
En compañia de Juan XXIII
9 comentarios

Benedicto XVI dispensó de los plazos necesarios para iniciar la causa de canonización de su predecesor. Francisco ha dispensado del milagro necesario para la canonización de Juan XXIII. Que Francisco asuma la herencia de su antecesor es lógico y normal. Lo significativo es lo que él añade por su cuenta: la canonización de Juan Pablo II no va a ser en solitario, sino en compañía de Juan XXIII. Se trata de dos figuras importantes en la reciente historia de la Iglesia. Una historia que no puede leerse desde un solo punto de vista. La vida de la Iglesia es poliédrica. El error de herejes y fundamentalistas es quedarse con uno solo de los aspectos de asuntos que son complejos y que hay que asumir con sus tensiones y matices.

Por ejemplo: cuando se insiste solo en la humanidad de Jesucristo se comete una herejía; pero igual de grave es la herejía que insiste solo en su divinidad. La verdad está en la conjunción copulativa que une al hombre y a Dios: Jesucristo es Dios verdadero y hombre verdadero. Dígase lo mismo de la Iglesia: es una comunión que no es uniformidad. Por eso hay diferencias dentro de la Iglesia, distintos modos de vivir la santidad, distintos caminos, distintas insistencias. El error no está en que yo prefiera, por mi talante, uno de esos caminos o insistencias; el error está en descalificar las insistencias o talantes que no me gustan.

Juan XXIII y Juan Pablo II vivieron en tiempos distintos y, sin duda, tenían distintas preocupaciones pastorales. Ambos merecen ser recordados con agradecimiento. En la plaza de San Pedro, cuando fue elegido Juan XXIII, algunos romanos comentaron: Il nouvo Papa sarà quel che sarà, ma la faccia de buono ce l’ha (el nuevo Papa será lo que sea, pero nadie puede negar que tiene un rostro que transpira bondad). Y así fue conocido y es recordado Juan XXIII: como el Papa bueno, cercano a la gente. Pero sobre todo, la gran obra de Juan XXIII fue el Concilio ecuménico Vaticano II. Un Concilio necesario en la Iglesia. Si no hubiera sucedido, hoy estaríamos peor. La dinámica que este Concilio desencadenó no tiene marcha atrás.

En su largo pontificado, Juan Pablo II buscó dar una nueva vitalidad evangelizadora a la Iglesia. Recuerdo algunos aspectos de su magisterio, que no han sido tan destacados como otros y que, sin embargo, tienen una gran importancia: su preocupación social, sus reflexiones antropológicas sobre el varón y la mujer, su preocupación por el diálogo entre fe y cultura y, finalmente, el progreso decisivo que con su magisterio se dio a la valoración cristiana de las religiones no cristianas, contribuyendo así de forma directa a la paz y la convivencia entre culturas y naciones.

En plan de buen humor y de broma he oído que, entre los que el domingo estarán en Roma, unos irán a la canonización de Juan XXIII y otros a la de Juan Pablo II. Me parece sano que cada uno tenga el santo de su devoción. Lo que no sería sano es pretender que mi santo es más santo porque el otro lo es menos.

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18
Abr
2014
¿Última impostura o última verdad?
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Durante toda la semana de Pascua, la primera lectura de la liturgia eucarística, repite como si fuera un estribillo: “vosotros lo matasteis (a Jesús), pero Dios lo resucitó”. No fue Dios quién entregó a Jesús a la muerte, sino unos hombres malvados que no pudieron soportar su vida y su palabra. Porque cuando uno se encuentra con un profeta tan incisivo y coherente como Jesús de Nazaret, no hay neutralidad posible. Solo caben dos posturas: o convertirse o rechazarle. Precisamente el reproche que Jesús lanza contra algunos judíos es “que no han creído en mi”. Y, al no creer en Jesús, no han creído en el que le ha enviado. Es significativo este texto del evangelio de Juan: “si no hubiera hecho entre ellos obras que no ha hecho ningún otro, no tendrían pecado; pero ahora las han visto, y nos odian a mi y a mi Padre” (Jn 15,24). Es posible odiar al Padre, al Hijo y al Espíritu, habiendo visto obras asombrosas.

Dios fue el que sacó a Jesús de la muerte. Ahí está, para los que creen, la gran prueba de que Jesús tenía razón y de que su camino era el bueno. Con la resurrección, Dios da la razón a Jesús y se la quita a sus asesinos. Por este motivo, proclamar la victoria de Cristo sobre la muerte es un discurso peligroso. Es llamativo el argumento que emplean los sumos sacerdotes y los fariseos, cuando van a Pilato a pedir una guardia para custodiar el cadáver de Jesús, temerosos de que los apóstoles roben el cuerpo y luego digan que ha resucitado: “la última impostura será peor que la primera” (Mt 27,64). Tenían más miedo de su resurrección que de su vida. Porque con la resurrección su vida se reafirma hasta límites insospechados.

Lo que para los fariseos es la última impostura, para los creyentes es la última verdad. Pero proclamar esta verdad implica que las autoridades no tenían razón; y que lo que ellas defendían –una religión basada más en el culto que en el amor a Dios y al prójimo- no tiene ningún futuro. El futuro, a pesar de tantas apariencias contrarias, se encuentra en la verdad, la vida, la belleza, la justicia y el amor. Por eso digo que la fe en la resurrección es un discurso y un recuerdo peligroso.

Con la resurrección todo comienza de nuevo. De ahí nace la Iglesia, el testimonio, la predicación. A partir de ahí se reinterpreta la vida de Jesús y se comprende la verdad más profunda de la historia de la salvación: Jesús resucitado nos abre el entendimiento para comprender las Escrituras. Con la resurrección todo cobra sentido. La última palabra no es de los hombres y, mucho menos, de los poderosos de este mundo. La última palabra es de Dios. Esta Palabra es Jesús de Nazaret, muerto y resucitado. Por eso, la resurrección nos remite al seguimiento de Cristo. Siguiéndole a él, viviendo como él, pensando como él, también nosotros participaremos del futuro que Dios tiene preparado para todos los que le aman.

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13
Abr
2014
Negación de Pedro, traición de Judas
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Hay algo en común en la negación de Pedro y en la traición de Judas, aunque evidentemente lo común no quita las diferencias. Y las diferencias son las que hacen que no podamos situarlas al mismo nivel, ni tengan las mismas consecuencias. Pedro y Judas han sido grandes amigos de Jesús. Cuando las cosas vienen mal dadas, Pedro le niega, pero lo hace tan mal, que se nota que es de los suyos (Jn 18,17.25-27). Niega a disgusto, niega de mala gana. Niega, pero se nota que no está cómodo con la negación. Hay dos maneras de pecar: a gusto y a disgusto. Solo cuando aparece el disgusto en el pecado, hay posibilidad de arrepentimiento y de conversión. El disgusto puede aparecer en el mismo hecho del pecado o después. En el caso de Pedro se diría que aparece en el mismo pecado. Ojalá que todos mis pecados fueran así.

Judas vende a Jesús, le traiciona. Y, sin embargo, poco después se arrepiente. Se da cuenta de lo que ha hecho, y eso le desespera. Como está desesperado, acaba quitándose la vida (Mt 27,3-5). Una tragedia por un doble motivo: por lo que le hace a Jesús y por cómo lo que hace le afecta hasta el punto de quitarse la vida. También ahí encontramos un atisbo de arrepentimiento, que no está bien conducido ni orientado. El darse cuenta del horror del pecado cometido, en vez de conducirle a pedir perdón, le conduce a la desesperación. No sabe ver, como Pedro sí lo hizo, el amor que brota de Jesús incluso cuando le traicionamos. Fue no ver el amor, que de todas formas ahí estaba y ahí siguió siempre, porque los amores de Dios y de Jesús son permanentes e irrevocables, lo que condujo a Judas a la desesperación. Es otro modo de enfrentarse con el pecado.

Mantenerse fieles a Jesús no siempre es fácil. Pedro tuvo miedo y le negó. Judas se decepcionó y le traicionó. Pero lo importante es que Jesús amaba a uno y a otro. Los seguidores de Jesús debemos cada día recordar su gran amor, para que nuestras caídas no nos hundan. Con Jesús siempre es posible volver a empezar.

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9
Abr
2014
La vida vale menos que un frasco de perfume
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Según el relato evangélico que leeremos el domingo de ramos, Judas Iscariote tasó la vida de Jesús en 30 monedas de plata (Mt 26,15). Este precio es tanto más ridículo si se recuerda que pocos días antes de traicionar a Jesús, Judas había tasado en 300 monedas de plata el perfume que María, la hermana de Marta y de Lázaro, derramaba sobre Jesús (Jn 12,5). Era, sin duda, un perfume de calidad. Pero es sangrante que el frasco de perfume sea el equivalente al precio de 10 hombres.

Diez hombres valen lo que un frasco de perfume. No está mal. Eso ocurría en tiempos de Jesús. En nuestros días, la vida de una persona vale en función del rendimiento que se le saca. Cuando ya no rinde, se tira. En tiempos de Jesús y en los nuestros hay quienes ponen precio a la vida. ¿Cuánto vale la vida de los pobres, de los enfermos desahuciados, de los que no producen? Nada. La medida de la vida es el dinero. Ocurrió en el caso de Jesús y sigue ocurriendo hoy.

El salmo 49 deja claro que no hay fortuna suficiente para pagar la vida de un hombre. Porque la vida no tiene precio. La vida tiene dignidad. Vale por sí misma. Sacar las consecuencias que de ahí se derivan puede resultar comprometido y hasta peligroso. Quién lo hace se arriesga, cuando menos, a ser criticado y mal visto. ¿O no son mal vistos aquellos y aquellas que denuncian proféticamente lo mucho que vale la vida de los pobres, de los hambrientos, de los enfermos abandonados y, precisamente porque vale mucho, nos recuerdan la obligación de atenderles, ayudarles y acogerles, aunque sea a costa de vivir un poco más austeramente? No hace tanto tiempo el Ministro de Hacienda se quejaba de que “Caritas” denunciase, con cifras, los niveles de pobreza que hay en España.

Para el cristiano la vida, una vez comenzada, permanece, al contrario de lo que ocurre con el perfume, que una vez abierto, se volatiliza enseguida. Los cristianos sabemos lo mucho que vale la vida a los ojos de Dios, porque en Jesús Dios nos ha revelado cuál es el precio que está dispuesto a pagar por la vida de cada uno de nosotros. De ahí que los cristianos celebremos con agradecimiento que Cristo, en la cruz, derramó su sangre “por todos los hombres para el perdón de los pecados”. Puestos a hablar de precio, la vida de Jesús es el precio de nuestra salvación. Esto es lo que en la próxima semana los cristianos vamos a celebrar. Sin olvidar que a Jesús hoy podemos encontrarlo en todos los crucificados de la tierra, en todos esos cuya vida parece que nada vale y, sin embargo, no tiene precio.

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6
Abr
2014
Visión positiva del bautismo
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El título es válido para el bautismo y para toda la vida cristiana en general. A veces tendemos, sin pensarlo mucho, a ver las cosas desde el punto de vista de lo negativo. Por ejemplo, cuando insistimos en lo que no hay que hacer, en lo que está mal. O también cuando presentamos nuestra relación con Dios en términos de deber. Es claro que hay muchas cosas que no debemos hacer, ni como humanos ni como cristianos. Pero quizás sea mejor poner el acento en lo que conviene hacer, en lo que es bueno para nosotros y para los demás. Y si esto queda claro, también resultará claro que lo opuesto al bien, no es lo propio de una persona de bien, de un amante del bien.

Dígase lo mismo a propósito de los deberes. En realidad, cuando situamos nuestra relación con Dios y con los demás, en la perspectiva del amor, el deber no es tal deber, sino una consecuencia del amor. Por ejemplo: un cristiano no tiene la obligación de ir a Misa o de rezar. Un cristiano necesita celebrar la Eucaristía, necesita orar, necesita un tiempo para escuchar la Palabra de Dios, bendecirle, alabarle y darle gracias. No es un deber, es una necesidad.

Ahora que, en la Pascua, nos disponemos a renovar las promesas bautismales, parece oportuno ofrecer una visión positiva del bautismo. No tanto como un quitar, cuanto como un dar. Los grandes símbolos bautismales son el agua, la luz y el aceite. A veces nos hemos quedado solo con el agua y la hemos presentado en su dimensión negativa: como si su papel fuera el de limpiar una mancha. En perspectiva positiva habría que decir: más que un signo de limpieza, el agua es un signo de fecundidad. El que no ha conocido a Dios, el que no se ha encontrado con Dios es como una tierra reseca e infecunda, que no puede dar fruto. Cuando recibe el agua del Espíritu Santo, entonces esta tierra empieza a ser fecunda, a dar frutos de vida y amor.

Lo mismo la luz. Más que fijarse en la oscuridad hay que insistir en lo positivo del iluminar. Las tinieblas no desaparecen cuando se las critica, sino cuando se enciende una pequeña cerilla. Con tanta crítica a lo que otros supuestamente hacen mal, nos olvidamos muchas veces de encender nuestra pequeña luz. Por su parte, el aceite está ahí para facilitar las cosas, para quitar rigidez a los músculos agarrotados. Por eso se unge al bautizado: para posibilitar una relación fluida con Dios y con los hermanos.

En este tiempo de cuaresma sería bueno buscar el lado positivo de la vida cristiana, empezando por los tres elementos medicinales que la Iglesia propone para vivirla: el ayuno y la limosna, más que momentos de privación, son oportunidades para compartir, para caer en la cuenta de que muchos no tienen con qué comer. Y la oración es la ocasión para caer en cuenta de lo mucho que necesitamos de Dios.

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1
Abr
2014
No a una Iglesia autorreferencial
11 comentarios

En distintas ocasiones el Papa Francisco ha notado el peligro que para la Iglesia supone la autorreferencialidad. La autorreferencialidad se opone a la salida de sí e impide el encuentro real con el otro. Si la Iglesia es, por su naturaleza, misionera, y si toda ella debe estar la servicio de la evangelización, se comprende fácilmente que, cuando se encierra en sí misma, no puede cumplir con su “ser misionero”.

Una Iglesia autorreferencial es una Iglesia prisionera de su propio lenguaje rígido. Una Iglesia que no sabe hablar el lenguaje del mundo, que so pretexto de máxima ortodoxia siempre repite su propio lenguaje, un lenguaje que el mundo no comprende, un lenguaje que resulta esotérico, no puede dialogar con el mundo y, por ende, no puede anunciar el Evangelio. Según el Papa esta Iglesia autorreferencial se ha convertido para el mundo en una reliquia del pasado, insuficiente para las nuevas cuestiones. Quizás la Iglesia tenía respuestas para la infancia del hombre, pero no para su edad adulta, continúa diciendo el Papa. De ahí la pertinencia de la pregunta: ¿qué hacer? Responde el Papa: hace falta una Iglesia que no tenga miedo de entrar en la noche del mundo, una Iglesia capaz de encontrarse en el camino del hombre, de entrar en su conversación.

Una Iglesia autorreferencial es la que, incluso bajo apariencias religiosas, no busca la gloria del Señor, sino la gloria humana y el bienestar personal. Es una Iglesia que no sale al encuentro de los pobres; que cuida ostentosamente la liturgia, la doctrina y el prestigio, pero sin preocuparse de que el Evangelio tenga una inserción real en el Pueblo de Dios y en sus necesidades concretas. Cuando el beneficiario de su acción no es el Pueblo de Dios, sino la organización eclesiástica, estamos ante una Iglesia autorreferencial. Cuando nos sentimos superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a un cierto estilo católico propio del pasado, cuando en lugar de evangelizar y de facilitar el acceso a la gracia, lo que hacemos en analizar, clasificar y controlar a los demás, estamos ante una Iglesia autorreferencial.

La Iglesia debe salir de sí misma, centrar su mirada en Jesucristo y entregarlo a los pobres. Es importante, dice el Papa, tomarle gusto “al aire puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios”.

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28
Mar
2014
El cristiano: sacerdote, profeta y rey
22 comentarios

“El domingo pasado bautizamos a nuestra cuarta nieta. El sacerdote le dijo que desde aquel momento ella era "sacerdote", "profeta" y "reina". ¿Qué significado tiene esto? Como mujer, y de momento, nada de sacerdocio femenino. De reina, lo mismo, pues no es de sangre azul. Sólo le queda la oportunidad de ser profeta, pero no de imitación, pues ella, como cada uno de nosotros, somos irrepetibles”. Este era el comentario que un amable lector dejaba en un reciente post de este humilde blog. Dado que la cuaresma es un tiempo “catecumenal”, en el que los cristianos nos preparamos para renovar las promesas bautismales, me parece oportuno decir una palabra sobre uno de los momentos del rito bautismal.

El aceite, junto con el agua y la luz, es uno de los tres símbolos del bautismo. El ministro, después de ungir con oleo al recién bautizado, le proclama “sacerdote, profeta y rey”. ¿Qué puede significar esto? El sacerdocio que recibimos con el bautismo no es el ministerial, sino uno previo y más importante: el sacerdocio que nos hace partícipes del único sacerdocio de Cristo. Todo cristiano es sacerdote, o sea, está llamado a hacer de su vida una continúa alabanza al Padre. Sacerdote es el que bendice (el cristiano siempre habla bien de Dios y de los hermanos), el que alaba al Señor, el que ora e intercede por los demás. El cristiano es además profeta, o sea, alguien llamado a proclamar las maravillas de Dios, a dar testimonio público de Jesucristo, a ser promotor de paz y de verdad, a denunciar la injusticia y la mentira, a oponerse a todo lo que daña a sus hermanos. Porque el profeta no es el que adivina el futuro, sino el que lee los acontecimientos a la luz del Evangelio, y así tiene las claves para interpretar la historia presente y la futura. Y el cristiano es rey: los reyes no están sometidos a nadie, son libres. Se ha arrancado de la vida del cristiano la raíz de toda esclavitud, que es el pecado, y así es libre para hacer el bien. La libertad se realiza sólo en el bien. El mal no nos hace libres, sino esclavos.

Probablemente, estos títulos del cristiano no sean fácilmente comprendidos y necesiten ser explicados. Para eso están las catequesis pre-bautismales. Tampoco estaría mal que se encontrasen otras formulaciones equivalentes que, al menos de cara a los no cristianos, pudieran resultar más significativas. ¿Sería mucho atrevimiento traducir así los títulos cristianos de sacerdote, profeta y rey: el cristiano es una persona llamada a vivir de modo semejante a como vivió Cristo, haciendo de su vida una completa obediencia a la voluntad del Padre; a pensar con la mentalidad de Cristo, buscando siempre el bien, la verdad y la justicia; y libre de todo aquello que le impide amar con un corazón como el de Cristo.

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25
Mar
2014
Contamos historias: cada uno la suya
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Cada uno, cada grupo humano, cada comunidad eclesial, debe plantearse la pregunta de qué tiene que hacer y de cómo hacerlo, y encontrar sus propias respuestas. Los otros, sin duda, pueden ayudarnos. Será bueno conocer lo que otros hacen o piensan, pero al final el análisis de su situación, la búsqueda de respuestas y la responsabilidad es de cada uno. Me parece que esto va en línea con lo que el Papa Francisco ha dicho en su exhortación apostólica, cuando se ha referido a la necesaria descentralización de la Iglesia y al papel de cada Iglesia local: “No debe esperarse del magisterio papal una palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo. No es conveniente que el Papa reemplace a los episcopados locales en el discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus territorios. En este sentido, percibo la necesidad de avanzar en una saludable descentralización”.

Lo que dice el Papa con respecto a los Obispos, valdría también de cada Obispo con respecto a sus párrocos y a las parroquias. Porque cada parroquia es distinta. Y, sobre todo, cada persona es distinta. Cada uno tiene que hacer su propio camino. Un camino en comunión con los demás creyentes en Jesús. Una comunión que potencia la personalidad de cada uno. Y una personalidad que se siente reforzada en la comunión. Porque la descentralización, o dicho en la perspectiva de esta reflexión, el que la historia sea propia de cada uno, no quita que tengamos mucho en común, mucho en lo que recibir ayuda y mucho en lo que ayudar. Somos responsables de nosotros mismos, pero no solitarios. Somos historia, hacemos historia, pero la historia que hacemos es una historia solidaria.

Porque somos historia contamos historias. Cada uno cuenta la suya. Y al escuchar las historias de los demás, reconozco en el otro a “otro yo”, con sentimientos como los míos, con reacciones parecidas a las mías, con dificultades semejantes a las mías. La historia nos hace humanos y nos hace reconocibles como humanos. Solo los humanos tenemos una historia que contar. Por eso, siendo distintos, somos tan semejantes. Ocurre lo mismo con la historia de los creyentes: cada uno puede contar su propio proceso de conocimiento y acercamiento a Jesús, pero al escuchar la historia de otros creyentes me reconozco en ellos. Y al reconocerme, me siento hermano, de la misma familia. La gran familia de los creyentes, la Iglesia, asamblea en la que cada uno tiene su propia historia, pero reconoce que la del otro es una historia semejante. De este modo nuestras historias nos unen.

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21
Mar
2014
Somos historia
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Somos historia porque somos finitos, limitados. Porque nuestra vida se acaba. Por eso la vida va pasando. Cada hoja del calendario, cada aniversario nos recuerda el inexorable paso de los días. Aunque, en realidad, los días no pasan; pasamos nosotros. Si la vida no se acabase, no pasaría, la tendríamos siempre en nuestras manos. El tiempo que pasa se convierte en historia. En la historia que somos cada uno.

Somos historia porque hemos nacido. ¿Nacemos para morir? En todo caso, ser viviente es ser falleciente. La cuestión no es si nacemos para morir. Eso es una evidencia. La cuestión es qué ocurre en la muerte. ¿Con ella todo se acaba? ¿Es el final de la vida? ¿Y si la muerte fuera el camino hacia la vida sin fin? La fe cristiana responde positivamente a este pregunta. Esta respuesta no se fundamenta en las fuerzas y posibilidades del ser humano. Su fundamento está en la esperanza. La esperanza que suscitó la vida de Jesús, sus palabras, su modo de vivir y de morir.

Los que convivieron con Jesús, dieron testimonio de que tras su martirio, Jesús seguía actuando en sus vidas. Eso sólo podía significar que estaba vivo. Porque los muertos no actúan. Y si estaba vivo, se le podía encontrar, entonces y ahora. Mucha gente, acogiendo este testimonio, ha encontrado un sentido para sus vidas. No sólo un sentido para la muerte. También un sentido para la vida. El encuentro con Jesús, por una parte, logra que se pueda vivir sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte. Y, por otra, produce un cambio en la vida. La vida ya no es como antes del encuentro. De pronto, los valores que Jesús enseñó y vivió se convierten en los valores con los que oriento mi vida.

Esos valores no ofrecen soluciones concretas para los grandes problemas con los que hoy tenemos que enfrentarnos a todos los niveles: político, social, económico, familiar y eclesial. Hacen algo mejor. Porque las soluciones concretas valen para un tiempo preciso y un lugar determinado. Si Jesús hubiera ofrecido soluciones, no serían válidas para hoy. Jesús hace algo más duradero. Sus hechos y palabras despiertan nuestra imaginación para que encontremos hoy soluciones a las necesidades de hoy, en este lugar preciso en el que encontramos. Los creyentes de otros lugares y de otros tiempos tendrán que encontrar otras soluciones, inspiradas en los mismos valores, pero concretizadas en función de otras circunstancias.

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