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Jun2014Los votan no a la abdicación, ¿qué votan?
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Jun
El rey de España, Juan Carlos I, ha abdicado. Para que su gesto sea efectivo y legal, las Cortes del reino deben votar una ley que ratifique la abdicación. Algunos partidos políticos han anunciado que se abstendrán y otros que votaran en contra de esta ley. Una pregunta ingenua: ¿qué sentido tiene votar en contra de la abdicación? Un no a la ley, evidentemente, tiene un sentido político que puede resumirse así: estamos en contra de la monarquía. Pero, estrictamente hablando, si a uno le preguntan si está a favor o en contra de la abdicación, y responde que está en contra, lo que en realidad está diciendo es que quiere que Juan Carlos I continúe siendo el rey del España.
Hay dos modos de dimitir: en la mayoría de las instituciones, eclesiásticas y no eclesiásticas, si yo presento mi dimisión de un determinado cargo, y el superior al que se la presento no me la acepta, significa que me está pidiendo que yo continúe en mi puesto. Hay otro tipo de dimisión: yo me voy, y dejo mis cargos y cargas, digan lo que digan los demás. La dimisión de Benedicto XVI, por ejemplo, no debía ser aceptada por nadie. El Papa actuaba como soberano absoluto y su dimisión era efectiva en el mismo momento en que él lo decidía. Lo único que cabía era elegir un nuevo Papa.
En el caso de Juan Carlos I la dimisión no tiene efectos inmediatos. Su responsabilidad no acaba cuando Juan Carlos I lo decide, sino cuando las Cortes aprueban una ley, en la que se dice que Juan Carlos ha dejado de ser rey. Votar en uno u otro sentido sobre esta ley es realizar un acto político. Pero, repito, jurídicamente ¿qué significa abstenerse? Que al que se abstiene la resulta indiferente que continúe o no continúe en su puesto Juan Carlos I. Y ¿qué significa votar en contra? Estrictamente hablando significa que el que así vota quiere que el rey no dimita y continúe siendo rey.
Las cosas nunca son como parecen. Ni siquiera en un terreno que se quiere tan exacto y estricto como el derecho. Uno, con su voto, puede decir que quiere que continúe siendo rey Juan Carlos I, cuando en realidad está diciendo otra cosa totalmente contraria: que desea que se acabe para siempre la monarquía.
Jesús enseñaba a los suyos que era “preciso orar siempre sin desfallecer” (Lc 18,1). Sin duda, recordando esta enseñanza, el apóstol Pablo, en uno de sus más antiguos escritos, decía: “orad constantemente” (1Tes 5,17). Uno buena interpretación de estas recomendaciones me parece que la ofrece uno de los himnos de la liturgia de las horas, cuando coloca en los labios de aquellos que se aprestan a ir a dormir, una palabra de acción de gracias a Dios por “la bondad de su empeño de convertir nuestro sueño en una humilde alabanza”. Sí, también el sueño puede ser un momento de alabanza a nuestro Dios. Porque hagamos lo que hagamos y estemos donde estemos, los creyentes deberíamos sentirnos siempre en presencia de Dios. Y la oración es precisamente eso: ponerse en presencia de Dios.
La primera homilía del Papa en su viaje a Tierra Santa ha sido un ejemplo de lo que debe ser una homilía: un comentario breve al Evangelio, con aplicaciones a la situación concreta que viven los cristianos que asisten a la celebración. En la capital del reino jordano el Papa, dirigiéndose a los fieles cristianos, ha notado que el Espíritu Santo realiza en nosotros tres acciones: prepara a Jesús para una misión de salvación, que realizará desde la mansedumbre y la humildad; unge a los discípulos para que tengan los mismos sentimientos de Jesús y puedan así asumir actitudes que favorezcan la paz y la comunión; y finalmente envía a los que ha ungido como mensajeros y testigos de paz.
La noticia es suficientemente conocida: Meriam Yehya Ibrahim es una mujer con 8 meses de embarazo que podría ser ejecutada por las autoridades de Sudán. Su crimen fue haberse casado con un hombre cristiano. Aunque ella fue criada como cristiana, el hecho de que su padre –con quién no convivió en su infancia- fuera musulmán, hace que las autoridades consideren su unión como un grave delito. Las autoridades religiosas del país han pedido su ejecución en la horca precedida de 100 latigazos.
Se puede creer en Dios sin creer en Dios. O creer en Dios sin ser creyente. O creer en Dios y, al mismo tiempo, no creer en Dios. No es un juego de palabras. Es un asunto muy serio. En efecto, la pregunta sobre si uno cree en Dios puede tener un doble sentido. Para muchos de nuestros contemporáneos significa: ¿cree usted que Dios existe? Tomada así, cualquier respuesta (sí, no, no lo sé) expresa una opinión. Más o menos fundamentada, pero una opinión. Porque Dios nunca es una evidencia. Ni tampoco una demostración o una deducción que se impone necesariamente. En este sentido cabría decir que la fe en Dios tiene un aspecto equiparable a la duda, como ya notaba Tomás de Aquino. Entiéndase bien: la mayoría de los que creen que Dios existe, no dudan de que exista. Pero son conscientes de que su convicción no se impone necesariamente. Se trata de una convicción razonable (tiene sus motivos y esos motivos son muy serios), pero no es necesariamente concluyente. Porque otros, igualmente con motivos serios, “creen” (tampoco pueden demostrarlo) que Dios no existe.