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Dic2010María, orgullo de nuestra raza
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Es posible pararse en la letra de los dogmas. Pero, dado que los dogmas nunca agotan la realidad a la que apuntan, es posible ir más allá de ellos y buscar, en los dogmas sobre María, no un motivo de fácil admiración, sino una llamada a una exigente renovación. El dogma de la Inmaculada nos orienta sobre una serie de aspectos propios de toda relación del creyente con Dios. La figura de María aparece así como el más acabado ejemplo de lo que es y debe ser cada cristiano
El dogma recuerda que María, como todos los creyentes, fue redimida. Todos necesitamos de Cristo para salvarnos. El dogma de la Inmaculada de ningún modo niega la universalidad de la acción salvadora de Cristo. Sin Cristo ninguno podemos alcanzar la santidad ni llegar a Dios. El dogma lo deja muy claro: María fue redimida, sí, necesitó de Cristo. Ella pertenecía a la comunidad humana de personas que, en razón del primer pecado, se convirtieron en radicalmente incapaces de alcanzar la salvación.
Por otra parte, el dogma es expresión del amor de Dios a María. Pero el amor de Dios a una persona no excluye a ninguna otra. Dios ama a todos con todo su amor, a todos por igual. A veces pensamos que Dios ama más a unos que a otros, más a los justos que a los pecadores. Es una triste manera de entender a un Dios que en Jesucristo se revela como Amor y nada más que Amor. Amor incondicional. En Dios no hay más ni menos amor. Sólo hay “su” amor. Somos nosotros los que, al amar egoísta y limitadamente, proyectamos en Dios nuestros pequeños amores, incapaces de comprender un Amor sin límites, que ama a quien no se lo merece.
La fiesta de la Inmaculada nos orienta no sólo a la verdad del amor de Dios a María y a todos nosotros, sino a la necesidad de responder a su amor, para alcanzar así la plenitud de la amistad. Y ahí es dónde María aparece como el más acabado ejemplo de correspondencia al amor de Dios. Ella acogió incondicionalmente la Palabra de Dios y acogió el Amor de Dios. Y así es la más acabada manifestación de lo que supone la fe: amar a Dios con todas las fuerzas. De este modo se convierte, como dice la liturgia, en “orgullo de nuestra raza”. En una de las nuestras se ha manifestado hasta donde puede llegar un ser humano en su entrega a Dios.