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Nov2015La fe como búsqueda
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Nov
Si hace unos años se realzaban las dimensiones doctrinales de la fe, hoy tanto la teología como el Magisterio insisten en las dimensiones personales de la fe. La fe es, ante todo, un encuentro del creyente con el Dios vivo que se nos da a conocer en Jesucristo. Por la fe nos encontramos con el Dios fiel que establece una relación de amor con el ser humano. Por eso, como muy bien dijo el Papa Francisco, la fe nos saca de nosotros mismos, de nuestra autorreferencialidad: “el conocimiento de la fe no invita a mirar a una verdad puramente interior. La verdad que la fe nos desvela está centrada en el encuentro con Cristo, en la contemplación de su vida, en la percepción de su presencia”.
Esta dimensión de encuentro no debe ocultar que la fe es también una búsqueda. Toda persona religiosa debe recorrer un camino para encontrar al Dios que sorprende siempre. En esta búsqueda podemos encontrarnos los seguidores de las diversas religiones. Pero la dimensión de búsqueda concierne también a la vida de los que, aunque no crean, desean creer y no dejan de buscar. Este segundo sentido de la búsqueda se aproxima a la experiencia de muchos contemporáneos que, en lo referente a Dios se plantean preguntas, referidas sobre todo al silencio de Dios frente al mal y la violencia, a veces cometida en su nombre. Los creyentes deberíamos aprovechar esta experiencia de búsqueda para encontrar puentes de diálogo con esos que preguntan. Pues en la búsqueda hay un aspecto que introduce en la misma fe.
En efecto, la fe, en cuanto tal, tiene una dimensión de búsqueda. Tomás de Aquino explica que en la fe hay una adhesión firme a Dios, pero también hay un aspecto de inquisición y de búsqueda. El santo llega a decir que este aspecto de búsqueda tiene coincidencias con la duda. Lo interesante del análisis tomista es que este aspecto de búsqueda no es un momento inicial en la fe, que podría ser superado, sino un momento permanente, que nunca desaparece. La claridad no es lo propio de la fe, puesto que el creyente se encuentra con un Dios misterioso, el misterio por excelencia, que siempre se nos escapa. Esto explica que, en todo auténtico creyente, puedan surgir fácilmente movimientos de duda y vacilación, contrarios a aquello que firmísimamente acepta, como bien reconoce Tomás de Aquino.
Ser consciente de la búsqueda irremediable que comporta la fe, por una parte facilitaría la comprensión de los no creyentes y el diálogo con ellos. Y, por otra, facilitaría la mejor comprensión del propio creyente que, a veces, tiene la impresión de que cuánto más avanza en el camino de la fe, más preguntas se le suscitan y menos respuestas encuentra. Si el camino de la fe nos acerca al Misterio de Dios, es lógico que cuanto más cerca estamos del Misterio, más misterioso nos resulte. En cierto sentido, el encuentro con la luz es también encuentro con la oscuridad. Así se comprende que los místicos digan que avanzan en las tinieblas de la fe.
En el Concilio Vaticano II hay un texto valiente a propósito de las religiones no cristianas, que pudiera servir, aunque con matices distintos, para la buena relación entre las distintas teologías y modos de vida dentro de la propia Iglesia. Dice el Concilio: “La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas, que, aunque discrepan en muchos puntos de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres”. Aquí se afirma que hay doctrinas y modos de vivir que discrepan en muchos puntos de las doctrinas y modos de obrar de la Iglesia católica, pero que, a pesar de la discrepancia, cada uno de estos modos puede reflejar destellos de la única Verdad, que es Dios. Si la única Verdad puede expresarse y vivirse de muchos modos, algunos discrepantes, tiene que ser porque esos modos nunca agotan la insondable riqueza de la Verdad. Los modos católicos tampoco agotan esa insondable riqueza, pues si la agotasen no podría haber otros discrepantes que también la reflejasen. A lo sumo, los otros modos serían confluyentes o la reflejarían en grado menor, no desde la discrepancia.
“El Islam no trata de imponer; invita a conocer. Ninguna religión puede fundamentarse en el odio o en la violencia, porque Dios es un Dios de paz y de amor”. Son frases literales pronunciadas, hace pocos días, por una mujer musulmana, en un acto público. Soy testigo de ello. Me parece oportuno recordar esta declaración ante los asesinatos cometidos ayer en París por un puñado de terroristas. Algunos testigos dicen que los asesinos dispararon al grito de “Alá es grande”. Si el Islam es una religión de paz y alguien utiliza el nombre de Alá para matar, la única conclusión lógica es que este terrorista profana el sagrado nombre de Alá. Y por tanto, sus propios correligionarios deberían ser los primeros en aclararlo y en condenarlo con todas sus fuerzas.
El Concilio Vaticano II ha sido el acontecimiento que ha marcado la historia de la Iglesia de los últimos 50 años. Muchos de nosotros hemos vivido nuestro cristianismo en este clima post-conciliar. Es posible que alguno piense que el Concilio ya es historia. Pero yo tengo la impresión de que es un acontecimiento que sigue hoy marcando decisivamente a la Iglesia y que sigue suscitando polémica y división de opiniones. De hecho, los mismos que hoy critican al Papa Francisco son los que entonces criticaron y ahora critican al Concilio, y lanzan consignas de repliegue y de vuelta al pasado. Es curioso que, entonces y ahora, los críticos con los tímidos aires nuevos que, de vez en cuando, aparecen en la Iglesia, siempre apelen al Magisterio del pasado para negar valor al Magisterio vivo y presente. Siempre se sirven de los muertos para descalificar a los vivos. Quizás porque los muertos ya no pueden defenderse.
El ocho de diciembre, en la fiesta de la Inmaculada Concepción del año 1965, el Papa Pablo VI clausuraba el Concilio Ecuménico Vaticano II. Están a punto de cumplirse, pues, los cincuenta años de la clausura de un acontecimiento que ha marcado la reciente vida de la Iglesia. Es una buena ocasión para recordarlo, siempre que utilicemos bien este recuerdo.
A lo largo de su ministerio Jesús se vio confrontado a una serie de preguntas trampa, hechas con mala intención con el fin de comprometerle y de dejarle en una mala posición. Los evangelistas lo dicen literalmente. Los fariseos, los herodianos, los legistas hacen preguntas a Jesús con la intención de tenderle una trampa. Esto nos remite a algo muy presente en la vida de Jesús: su diálogo con sus contemporáneos fue, con bastante frecuencia, conflictivo.
El presente año 2015 ha sido proclamado por la Asamblea General de las Naciones Unidas como “Año Internacional de la Luz y de las Tecnologías basadas en la luz”. España es uno de los 35 países que patrocinan esta resolución. Ofrezco una idea a los profesores de religión y a los agentes de pastoral de los colegios católicos: aprovechar este acontecimiento para hacer notar a los alumnos las distintas perspectivas desde las que es posible considerar la luz. No solo hay perspectivas científico-técnicas. También las hay esotéricas: el número 5 está marcado por un simbolismo energético que representa la fuerza y la unión de los cinco elementos que son aire, agua, tierra, fuego y éter. Otra perspectiva puede ser la artística: la pintura, ¿no es en muchas ocasiones un juego de luces? Otra es la religiosa y, más en concreto, la cristiana. De hecho el Nuevo Testamento dice que “Dios es luz”, que “Cristo es la luz del mundo” y que los cristianos son luz de la tierra.
Me contaba un Obispo sudamericano lo que le había ocurrido cuando visitó a unas personas humildes y pobres. En una casa bastante oscura había colgado en la pared un cuadro antiguo, con una vela delante. El obispo quedó intrigado porque no reconocía al personaje del cuadro. Y cuando preguntó a aquella buena gente de qué santo se trataba, le dijeron: “es el diablo”. La vela, según la explicaron, estaba allí por precaución, porque conviene poner una vela a Dios y otra al diablo.