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Sep2013Se alegra mi espíritu en Dios
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Sep
“Se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador”, canta la Virgen María tras recibir el anuncio del ángel. Y, sin embargo, parece que los que creemos en Dios tenemos más bien motivos para estar tristes ya que, como dice Tomás de Aquino, “la ausencia de la realidad amada produce más tristeza que gozo”. Y mientras vivimos en este mundo, estamos lejos del Señor, según 2Co 5,6. Ahora bien, añade Santo Tomás, del amor proceden el gozo y la tristeza, aunque por motivos opuestos. El gozo lo causa la presencia del amado o también el hecho de saber que la persona amada se encuentra sana, feliz y contenta. Saber que el amigo está bien, aunque esté lejos, es motivo de alegría. Por el contrario, del amor nace la tristeza bien por la ausencia o lejanía del amado, o bien porque aquel a quien queremos sufre algún mal.
¿Qué concluir de estas premisas en lo referente al amor de Dios, un Dios invisible, que ni tocamos, ni palpamos, ni sentimos, ni vemos? En la relación con este Dios invisible para los ojos de la carne, hay motivos para alegrarse. Primero porque sabemos que Dios nos ama. Y, aunque parece lejano, se interesa por nosotros; más aún, siempre está pensando en nosotros, nos tiene permanentemente en su memoria. Pero, además, cuando nosotros amamos a Dios, Dios mismo se hace presente en nuestra vida, en nuestro corazón, nuestra mente y nuestro espíritu, según dice 1Jn 4,16: “el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él”. Y también Jn 14,23: “si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”.
De ahí esta magnífica glosa de Tomás de Aquino a 2Co 5,6 (mientras vivimos en este cuerpo estamos lejos del Señor): “Se afirma que, mientras estamos en el cuerpo, estamos lejos de Dios por comparación a quienes están en su presencia y gozan así de su visión. Por eso se añade en el versículo 7: “caminamos en la fe y no en la visión”. Pero aún en esta vida, Dios se hace presente en quienes le aman, por la gracia que le hace inhabitar en ellos”.
Jesús, en su último discurso, en sus palabras de despedida, relaciona el mandamiento nuevo del amor entre los hermanos con la paz y la alegría. Jesús se va, pero los discípulos no pueden estar tristes (Jn 16,20-22). Eso sí, la alegría que Jesús propone no es como la del mundo. Es una alegría que brota de la acogida del amor que Dios nos tiene y del amor que transmitimos a los hermanos. No puede confundirse con el placer del que todo lo centra en uno mismo y todo lo quiere para sí. No nace de la búsqueda egoísta del propio bienestar, sino del gozo que produce el contemplar con gratitud y sin envidia el bien de los demás. Solo el que trabaja por el bien de los demás, trabaja por su propia felicidad.
que la gente les mirase con tan buenos ojos? Entre otras cosas la alegría con la que vivían. Esta alegría se manifestaba, fundamentalmente, en el momento en el que compartían el pan, el que alimenta la vida temporal y el que alimenta la vida espiritual. En la primera comunidad cristiana todos los creyentes estaban de acuerdo y compartían lo que tenían, de modo que nadie pasaba necesidad. Este compartir tenía dos momentos muy significativos y relacionados: la celebración de la Eucaristía y la comida en común. Compartían el pan del cuerpo y el pan del espíritu. Su vida se organizaba en torno a una mesa. En esta mesa se realiza la unión de los creyentes con Cristo, por la eucaristía, y la unión de los hermanos entre ellos, por el pan partido, repartido y compartido. En una mesa así se anticipa la alegría del Reino de los cielos.
Resulta interesante la comparación que establece el número 1605 del Catecismo de la Iglesia Católica entre la mujer como “auxilio” del varón (según dice Gen 2,18) y Dios, que según el Salmo 121,2 es nuestro “auxilio”. El Catecismo añade que Dios mismo entrega la mujer al varón como “auxilio”, para que “así represente a Dios”. Digo que resulta interesante porque este es un caso más de cómo tanto el varón como la mujer pueden representar a Dios ante los demás en igualdad de condiciones. E incluso en algunos casos la mujer representa mejor a Dios que el varón.
Estaba públicamente razonando de esta guisa: la Iglesia debe ofrecer el pan de la Eucaristía y el pan de la Palabra de Dios. Pero para que los seres humanos puedan convencerse de que este es el único pan necesario, a veces, será preciso llenarles antes del pan material. Y así, cuando hayan visto por propia experiencia que este pan no les llena y que, tras comerlo, siguen teniendo hambre, tendrá sentido decirles: “lo ves, ya te lo decía yo, este pan material no te llena, por eso te invito a que pruebes otro que sacia, llena la vida de alegría y sentido, y cuando se ha probado nunca más se pasa hambre”. Y en eso, uno de mis oyentes dijo: el llenar los estómagos de pan, no garantiza que vayan a pedir el pan de Dios.
Una buena libertad debe estar adjetivada. Pero los adjetivos calificativos no deben negar el sustantivo. La libertad calificada no es una falsa libertad, una libertad mentirosa, maquillada, vigilada, algo así como ser libre mientras no me salgo de los cauces establecidos por otro. El bien es el mejor calificativo de la libertad. Otro buen calificativo es la responsabilidad. No conviene olvidar que siempre estamos condicionados y condicionamos a otros, siempre dependo de otros y otros dependen de mí. Por eso, debemos responder mutuamente los unos ante los otros. La independencia absoluta es imposible y, además, inmoral. La cuestión que debemos plantearnos es: ¿de quién queremos depender? Y ¿a quién queremos servir? Porque hay dependencias que oprimen y dependencias liberadoras.
Alrededor del 15 de agosto se instalan en casi todas las Iglesias de Mallorca los catafalcos y lechos que representan la Asunción de la Virgen María. Estas escenografías, juntamente con algunas procesiones, novenas, canciones y otras manifestaciones populares son los restos de un ritual que conoció, en la época del Barroco, su máximo esplendor. La imagen de María yacente, que velan los ángeles y los apóstoles, recuerda la tradición, declarada dogma de fe por la Iglesia, que dice que la mujer que dio a luz a Cristo subió al cielo en cuerpo y alma, después de su muerte, imitando así el episodio de la muerte y la resurrección de su Hijo.
Las palabras de Juan Pablo II quieren servir de introducción y justificación a la poesía que les ofrezco. Una poesía que utiliza una imagen que en otras ocasiones ha sido empleada de forma grosera para escandalizar y falsificar la humanidad de Cristo. Me refiero a su sexualidad. No hace falta poner ejemplos del mal uso de esta realidad propia de lo humano y, por tanto, de Jesús de Nazaret. Miguel de Unamuno, en un poema valiente y lleno de delicadeza, se fija en el miembro viril del Crucificado, el órgano con el que engendramos, y ve en él como un sacramento del nacimiento que interesa:
A las reflexiones que, en otros momentos, he ofrecido sobre el problema del mal, añado ahora una idea sugerida por la lectura de unas páginas de Juan A. Estrada. El mal forma parte de la creación. Ahora bien, para conocer a fondo la creación, sería necesario conocer su causa última, a saber, Dios mismo. Pero Dios, por su propia naturaleza, nos es desconocido. Dios no es parte de la experiencia y la razón no alcanza a conocer lo que está más allá de la experiencia. En este sentido, el mal forma parte del misterio de la creación. Ahora bien, el universo está inacabado, todavía está en proceso (afirmación, por cierto, coherente con los datos que nos ofrece la ciencia: el universo está en expansión). No sabemos hacia dónde va ni si tiene una finalidad última.