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Blog Nihil Obstat

Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
Sobre el autor

7
May
2022
Vida cristiana como alternativa
2 comentarios

cruzmayo

¿Qué vamos a hacer en un mundo en el que, según como se miren las cosas, todo está mal? Para empezar, buscar cosas buenas, que las hay, y muchas. Vamos a cambiar nuestra mirada para ver lo mucho bueno que hay. Y reconocer en esto bueno las semillas del Verbo, las huellas de Cristo, los impulsos del Espíritu. Y luego, vamos a mirar con comprensión a tanta gente que, en medio de sus dificultades y problemas, hace lo que puede. Y, a veces, puede poco. Nuestra tarea, en este caso es no apagar la llama, el pábilo vacilante, la caña cascada. Y si podemos, dar un poco de aliento, enderezar la caña.

Finalmente, ante situaciones que no podemos aprobar, en vez de condenar, hay que presentar la fe y la vida cristiana como una alternativa. Frente a actitudes egoístas, presentar realidades generosas. Frente a tentaciones de muerte y de exclusión, ofrecer instituciones que acogen y ayudan. Frente a vidas desanimadas, ofrecer una mano amiga para animar. Porque cuando se da una mano al desanimado, esta mano transmite mucha alma. Frente a experiencias de ensimismamiento, de mirar solo para sí mismo, ofrecer experiencias de salida, desposesión, desasimiento. Frente a experiencias de control ofrecer confianza. Frente a experiencias de rechazo y desamparo ofrecer la experiencia de la paternidad de Dios, para el que todos somos importantes, necesarios e insustituibles. En una sociedad donde abundan las soledades, deberíamos presentar el cristianismo como una vida en la que desbordan los amores.

Nuestra cultura (si a eso se le puede llamar cultura) acentúa, por un lado, el imaginario del éxito y del poder y, por otro, el vivir y agotar a tope la vida. Para muchos el único objetivo parece ser el gozar. Todo esto nos encierra en nosotros mismos y conlleva una insensibilidad ante experiencias que nos sacan de nosotros mismos y un descuido ante el sufrimiento de los alejados. La experiencia de Dios, por el contrario, se apoya en experiencias que nos hacen salir de nosotros mismos. La experiencia de Dios en nuestra cultura podría tomar la forma de una experiencia de contraste, de un adentrarnos por caminos diferentes. Dios no es rentable, es absolutamente gratuito: nos ama porque sí. Es un Dios que genera fraternidad, hace que me sienta vulnerable frente a los débiles de este mundo. La preocupación por el bien de los demás puede convertirse en el buen camino para estar en el mundo sin ser del mundo, en línea con lo que Jesús dice de los suyos (Jn 15,19).

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3
May
2022
En el mundo sin ser del mundo
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En el Nuevo Testamento el término “mundo” tiene un triple sentido: mundo es el espacio en el que vivimos, nuestro hogar, la prolongación de nuestro cuerpo. Mundo tiene también un sentido peyorativo: es el lugar de actuación del “príncipe de este mundo”, del que trata de separarnos de Dios y, por extensión, mundo es el lugar donde abunda el mal. Finalmente, el término mundo puede referirse a los seres humanos que son amados por Dios: tanto amó Dios al mundo que le entregó a su único Hijo.

A veces los cristianos nos hemos quedado solo con el sentido negativo del término. Cuando Jesús dice a los suyos que “no son del mundo” se refiere a este sentido negativo, aunque también podría entenderse en un sentido más neutro. Los discípulos no son del mundo, si por mundo se entiende únicamente lo terrenal, incluso las cosas buenas que hay en este mundo, porque ellos aspiran a una patria mejor. Su mundo es el celestial. No hay que olvidar que, aunque no sean del mundo, Jesús envía a los suyos a este mundo, al mundo entero. Y los envía con una misión bien concreta: evangelizar, dar testimonio de él, hacer el bien.

En este mundo hay realidades positivas y otras negativas. Dicho con una imagen evangélica: en este mundo hay trigo y cizaña, hierbas buenas y hierbas malas. Los cristianos, antes de condenar y también antes de aprobar ingenuamente, tenemos que discernir. Para reconocer lo bueno de la situación actual, apoyar lo bueno, mejorar lo deficiente y cambiar lo malo. Eso último no es fácil, porque podemos encontrarnos con la oposición de aquellos que quieren mantener lo malo.

Es posible que algún lector piense que me pierdo en consideraciones teóricas y no desciendo a reflexiones prácticas. La verdad es que lo mío nunca han sido las recetas. Yo intento ofrecer levadura, para que cada uno haga fermentar su masa y sea responsable del resultado de la masa. Sin duda se podrían poner muchos ejemplos de las dificultades con las que se encuentra la Iglesia en esta sociedad. Una de las cosas más serias que están ocurriendo actualmente es que lo que hasta hace poco era tolerado, se ha convertido en un derecho social. Derecho social, o sea, protegido por leyes del estado e incluso subvencionado con dinero público.

Algunos políticos pretenden no solo convertir en derecho social determinadas actuaciones poco compatibles con el evangelio, sino convertir en delito cualquier asomo de crítica o, lo que es peor, cualquier posible alusión no favorable a estas actuaciones. Por otra parte, el ambiente social parece imponer un lenguaje llamado políticamente correcto que, en ocasiones, no facilita encontrar la realidad concreta y objetiva de determinados hechos. Dicho de otro modo: de entrada, el culpable solo puede ser uno, siempre en la misma dirección. Lo políticamente correcto impide un buen discernimiento.

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29
Abr
2022
Responsabilidad viene de respuesta
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Nos hemos encontrado con la vida y con la libertad. No somos nuestro propio origen, procedemos de otros, de más allá de nosotros mismos, y siempre nos encontramos con otros. En este encuentro con la vida hay una interpelación, una llamada: ¿qué vamos a hacer con la vida que nos han regalado?, ¿cómo vamos a tratar al mundo en el que vivimos?, ¿cómo nos situamos en relación con los otros seres con los que nos encontramos?, ¿estaremos atentos a las solicitudes de los compañeros de viaje? La vida pide permanentes respuestas. El no responder es ya una respuesta. La indiferencia o la neutralidad es una toma de posición. Y generalmente la indiferencia es una toma de posición negativa. Cuando paso de largo ante el pobre que con su rostro y su mirada solicita mi atención, estoy respondiendo negativamente.

La indiferencia ante el rostro del otro que me solicita es una respuesta negativa. La indiferencia acusa mi egoísmo, este egoísmo que no toma en consideración lo que no sea yo mismo. “Naturalmente” yo solo me busco a mi, pero la presencia del otro hace que yo no pueda existir naturalmente. Me obliga a tomar postura. La respuesta no es solo una toma de posición ante el que pregunta, es una toma de posición sobre uno mismo. La respuesta me retrata.

Todo lo que hacemos tiene repercusiones en los demás seres, vegetales, animales y humanos. De una u otra forma, explícita o implícitamente, se nos plantea la pregunta por esas repercusiones. Si son buenas, entonces nuestra respuesta es recibida con agradecimiento y simpatía. Si son repercusiones malas, nuestra respuesta es mal recibida y eso significa que se nos piden responsabilidades, o sea, ofrecer una compensación o una reparación por lo hecho.

Puede ocurrir que alguna de las repercusiones negativas de nuestros actos no haya sido ni querida ni prevista por nosotros. Hay consecuencias no deseadas de nuestros actos. Pues también ahí estamos llamados a dar respuesta, bien en forma de petición de perdón, bien buscando reparar en la medida de lo posible las malas consecuencias no deseadas de lo realizado.

Responsable quiere decir capaz de responder. Responsable indica que no estoy solo en el mundo, que hay otros seres con los que tengo que contar necesariamente. No puedo escapar a sus preguntas, a su presencia, a su interpelación. Algo extraño a mi me obliga a romper mi soledad y mi indiferencia. Soy interpelado incluso sin querer serlo. Me veo obligado a responder, cargado, a pesar de mi mismo, con una obligación moral.

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25
Abr
2022
Resurrección: confesar que Jesús es Señor
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“Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10,9). Decir que Jesús es Señor y que Dios le resucitó es prácticamente lo mismo. Pues el Señor del que habla San Pablo es el Señor de la gloria, el que ha vencido a todos los poderes del mal, incluido el último enemigo que es la muerte (1 Cor 15,26). Ahora bien, no conviene mal interpretar esa confesión. Pues ese mismo Señor del que habla San Pablo, dice: “no todo el que me diga ‘Señor, Señor’, entrará en el reino de los cielos” (Mt 7,21). Es posible decir que Jesús es Señor, pero no confesar que Jesús es Señor. Decir es fácil, es pronunciar una palabra. Confesar es algo más serio: es jugarse la vida por lo confesado, es poner la vida en lo que se dice.

Para confesar bien hay que conocer lo que se confiesa. Pues bien, ese al que se nos invita a confesar como Señor explicó un día como había que comprender su señorío: vosotros, dijo a sus mejores amigos, me llamáis Señor, y decís bien, porque lo soy. Pero soy Señor al lavaros los pies, al ponerme de rodillas ante vosotros, al servir (Jn 13,13). El señorío de Jesús no se manifiesta a base de poder, sino de amor y servicio a los más pequeños. Porque el poder no es propio del Señor de la gloria, es propio de los falsos señores de este mundo, que oprimen en vez de servir.

El Señor resucitado deja en evidencia los falsos señoríos humanos, pues él es el único Señor (1 Cor 8,6) y, por tanto, el Señor de todo y de todos (Flp 2,11). Este señorío único no es opresor, puesto que es señorío de amor y de servicio. Pero, además, es un señorío liberador, porque niega todo poder opresor, sea civil, militar o religioso. El único señorío de Cristo está en contra de toda absolutización de los poderes y de las cosas de este mundo, en contra de todo servilismo.

Si acojo el señorío de Cristo, Señor de todos, entonces yo no puedo ser señor de nadie, no puede pretender que nadie me esté sometido y se pliegue a mi voluntad; y mucho menos que se pliegue a mi voluntad esclavizante; yo no soy señor de mi esposa, ni de mis hijos, ni de mis hermanos, porque el Señor de mi esposa, de mis hijos y de mis hermanos es Cristo resucitado. El “otro” no es mío, el otro es de Cristo. Si confieso a Cristo como el Señor que sirve y se abaja para lavar los pies, entonces yo también me abajo y lavo los pies de mis hermanos.

No hace falta decir que ninguna guerra puede estar bajo el señorío de Cristo. El Señor de las guerras es Satanás. Y el espíritu que las inspira es el espíritu del mal. Si Cristo resucitado se hace presente en las guerras es consolando a las víctimas, resucitando a los muertos, despertando a los espectadores, que somos nosotros, y moviéndolos a acoger a las víctimas.

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21
Abr
2022
Extraño resucitado
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Si lo pensamos bien, Cristo resucitado se comporta de forma muy distinta a como uno lo esperaría. Siguiendo la lógica humana, si Cristo resucitado hubiera querido dejar claro su poder y el tremendo error que sus enemigos habían cometido, se hubiera aparecido a las autoridades judías y romanas, al Sumo sacerdote, a Poncio Pilato y el emperador de Roma, y lo hubiera hecho de forma espectacular, dejando claro todo su poder y grandeza. Pero no hace nada de eso. Sólo deja que le vean sus amigos, e incluso a sus amigos se les aparece bajo formas ambiguas, hasta el punto de que algunos dudaron y otros creyeron ver un fantasma. Cristo mismo lo había anunciado a los suyos: “dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros sí me veréis”. El mundo no puede ver a Cristo resucitado, porque sólo con los ojos de la fe se le puede ver. Jesús de Nazaret siempre respetó la libertad de las personas y, una vez resucitado, la respeta todavía más, si cabe hablar así.

Por otra parte, si a un gran novelista o a un gran escritor se le pidiera que inventase la historia de un resucitado, “habría descrito a un superhombre que realiza actos espectaculares, que hipnotiza a las masas, que levanta montañas con un dedo. Nada de eso hay en los Evangelios”, como bien nota Fabrice Hadjadj. Ya el tentador pretendió que Jesús de Nazaret manifestara que era “el Hijo de Dios” por medio del poder, el prestigio y la ostentación, convirtiendo piedras en pan, lanzándose desde lo alto del templo o sometiendo todos los reinos de la tierra. Pero Jesús de Nazaret no hizo nada de todo esto, porque su misión se realizaba siguiendo los caminos de Dios, que no son los del poder, sino los de la pobreza.

Jesús, en su vida terrena y una vez resucitado, siempre respeta la libertad, nunca se impone. Jesús resucitado realiza los actos más sencillos: en la orilla del lago prepara una comida para sus discípulos y comenta para ellos las Escrituras. Ahí está la prueba de que el resucitado es verdaderamente divino y no una proyección de nuestro orgullo y nuestra vanidad. Jesús resucitado sigue manifestando su divinidad con gestos muy humanos. Porque lo humano es divino. No nos hacemos divinos cuando nos convertimos en un ciborg de gran potencia o cuando queremos huir de lo humano, sino cuando revestimos de amor las cosas más ordinarias, la mesa del comedor, el cuidado del enfermo, la atención al huérfano y al extranjero.

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17
Abr
2022
Pascua: de cobardes a valientes testigos
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Pascua2022

Los relatos del Nuevo Testamento indican que, después de la crucifixión, los discípulos huyeron (Mc 14,50) y dieron por perdida la causa de Jesús (Lc 24,19-21). De ahí la inevitabilidad de la pregunta por el motivo que, al cabo de unos días, convirtió a esos discípulos, miedosos y cobardes, en valientes testigos de Jesús resucitado, capaces de jugarse la vida por este testimonio. Precisamente este es uno de los argumentos de credibilidad que se aducen como prueba de la resurrección: el cambio radical de los apóstoles, su compromiso después de Pascua, su martirio por defender esa verdad. La explicación más plausible del gran cambio de los discípulos fue que se encontraron con Jesucristo resucitado.

Una homilía de San Juan Crisóstomo utiliza brillantemente este argumento. Vale la pena copiar algunos de sus párrafos: “¿De dónde les vino a aquellos doce hombres, ignorantes, el acometer una obra de tan grandes proporciones y el enfrentarse con todo el mundo? Y más si tenemos en cuenta que eran miedosos y apocados, como sabemos por la descripción que de ellos nos hace el evangelista, que no quiso disimular sus defectos, lo cual constituye la mayor garantía de su veracidad. ¿Qué nos dice de ellos? Que, cuando Cristo fue apresado, unos huyeron y otro, el primero entre ellos, lo negó, a pesar de todos los milagros que habían presenciado”.

“¿Cómo se explica, pues, sigue argumentando el santo, que aquellos que, mientras Cristo vivía, sucumbieron al ataque de los judíos, después, una vez muerto y sepultado, se enfrentaron contra el mundo entero, si no es por el hecho de su resurrección, que algunos niegan, y porque les habló y les infundió ánimos? De lo contrario, se hubieran dicho: ¿Qué es esto? No pudo salvarse a sí mismo, y ¿nos va a proteger a nosotros? Cuando estaba vivo, no se ayudó a sí mismo, y ¿ahora, que está muerto, nos tenderá una mano? El, mientras vivía, no convenció a nadie, y ¿nosotros, con solo pronunciar su nombre, persuadiremos a todo el mundo? No solo hacer, sino pensar una cosa semejante sería una cosa irracional”.

Concluye san Juan Crisóstomo: “Todo lo cual es prueba evidente de que, si no lo hubieran visto resucitado y no hubieran tenido pruebas bien claras de su poder, no se hubieran lanzado a una aventura tan arriesgada”.

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15
Abr
2022
Morir para que vivan amigos y enemigos
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viernes2022

El relato de la pasión, que se lee en la liturgia del viernes santo, tiene una escena en la que queda claro que Jesús entrega su vida para que vivan sus amigos y, lo más sorprendente, para que vivan sus enemigos. En este momento dramático Jesús no piensa en su propio bien, sino en el bien de los demás, aunque sean enemigos suyos. Jesús muere como ha vivido: amando incondicionalmente, o sea, sin condiciones. Por eso ama a sus enemigos, porque si su amor estuviera condicionado, como lo están los nuestros, que están condicionados por nuestras simpatías o antipatías, entonces es claro que Jesús no habría muerto por sus enemigos.

La escena ocurre en el huerto de Getsemaní. Cuando van a prenderle, Jesús prohíbe a sus discípulos una reacción violenta, para evitar que queden implicados en su condena. Se entrega a sí mismo y no entrega a los discípulos. No solo ahorra la sangre de los discípulos, sino también la de sus oponentes, haciendo resplandecer así el poder radical del amor de Dios. Según el cuarto evangelio, Jesús se encontraba con sus discípulos en un huerto, cuando unos guardias armados fueron a prenderle. Los discípulos intentaron defenderle. Pedro llevaba una espada, la sacó e hirió a uno de los que iban a prenderle. Entonces Jesús reaccionó de forma tajante y dijo a Pedro: “vuelve la espada a la vaina” (Jn 18,11). Por otra parte, Jesús se dirigió a los que iban a prenderle y les dijo: “si me buscáis a mi, dejad marchar a estos” (Jn 18,8).

Jesús evita radicalmente todo conflicto entre sus discípulos y los soldados que va a detenerle. Por una parte, no quiere ningún tipo de defensa violenta. Porque una defensa así, hubiera provocado una reacción si cabe más violenta, desencadenándose una espiral de violencia. La violencia solo se para cuando uno se niega a responder violentamente. Jesús no acepta represalias. Jesús evita el conflicto entre sus discípulos y sus enemigos, dejándose prender y facilitando, de esta forma, que sus discípulos puedan marcharse. De modo que Jesús entrega la vida por unos y por otros, por todos los hombres para el perdón de los pecados. Por todos: muere por sus enemigos, evitando que sus discípulos puedan matarles en legítima defensa; y muere también por sus amigos, evitando también que ellos puedan morir al defenderle.

Un Jesús que hubiera aceptado ser defendido por la fuerza, un Jesús que hubiera presentado “oposición”, hubiera infiltrado, aún sin quererlo, el desamor en su oposición. Solo la aceptación de la cruz era la suprema manifestación de un amor en el que no cabe el menor asomo de odio. Y solo así es posible afirmar con toda contundencia y sin la menor sombra de duda: “me han odiado sin motivo” (Jn 15,25). Jesús ama sus enemigos. Son sus enemigos los que no aman a Jesús. Pero no tienen ningún motivo para no amarle. Más bien tienen muchos motivos para amarle. Así el odio pierde toda razón. Se convierte en un desvarío incomprensible y en un absurdo total.

(Los párrafos 2º y 3º de este artículo están inspirados en un documento de la Comisión Teológica Internacional: Dios Trinidad, unidad de los hombres. El monoteísmo cristiano contra la violencia).

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12
Abr
2022
Jueves santo: la hora del amor
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Según el cuarto evangelio, toda la vida de Jesús, ya desde sus inicios, se encamina a su “hora”. La hora de Jesús es el momento fijado por el Padre para el cumplimiento de la obra de salvación. En el fragmento del evangelio que se proclama el jueves santo aparece este término: “sabiendo Jesús que había llegado la hora”. El evangelista resume con dos palabras lo esencial de esta hora: es la hora del paso y es la hora del amor hasta el extremo, hasta más no poder. Con gran solemnidad, el evangelista afirma que Jesús vuelve a Dios, de dónde había venido. Este es el paso decisivo de toda vida humana. Pero el único modo de dar este paso es por medio del amor. La hora del paso y la hora del amor se explican recíprocamente. El amor, al hacernos salir de nuestras barreras, permite el encuentro con Dios y con los hermanos.

Antes de dar este paso Jesús nos deja en herencia dos realidades inseparables. Una es la eucaristía. La noche en que iban a entregarlo, Jesús tomó el pan, pronunció la acción de gracias y lo partió. Partir el pan es la función del padre de familia que, en cierto modo, representa con ello a Dios Padre que, a través de la fertilidad de la tierra, distribuye a todos lo necesario para vivir. Este gesto humano primordial adquiere en la Última Cena una profundidad nueva: quién se entrega y se parte a sí mismo es Jesús. La caridad, entregarse al otro, dándole el pan que necesita y dándose uno mismo, no es un gesto añadido al culto, sino que está enraizado en el culto y forma parte de él. En la Eucaristía, en la fracción del pan, la dimensión horizontal y la vertical, el dar gracias a Dios y el compartir, están inseparablemente unidas.

La segunda realidad que Jesús nos deja en esta noche en que fue entregado es el signo del lavatorio de los pies, donde queda muy claro que el verdadero poder es el poder del amor. En efecto, lavando los pies a los discípulos, Jesús realiza algo propio de los esclavos de inferior categoría, un gesto que a ninguno de sus discípulos se le hubiera ocurrido. Si recordamos las palabras de Jesús: “quién me ha visto a mí, ha visto al Padre”, este gesto revela a Dios mismo. Dios es distinto de cómo lo pensamos. Cuando el hombre piensa en él, espontáneamente piensa en el poder y la fuerza. Imagina una relación de dominio. El evangelio rompe esa imagen. Dios sigue siendo “Maestro y señor”, pero el evangelio descubre la verdadera naturaleza de su poder: es Maestro al servir. He aquí el viraje decisivo en la visión de Dios: de ser primariamente poder absoluto, pasa a ser absoluto amor. Esto es lo que Pedro y nosotros debemos descubrir, si queremos tener parte con Cristo.

Tanto la eucaristía como el lavatorio de los pies evocan la muerte de Jesús que, amando “hasta el extremo”, o sea, hasta estar dispuesto a dar la propia vida por el otro, nos muestra el camino de la salvación, de la vida y de la resurrección. Pues una vida así es la que Dios resucita. Este es el secreto que Jesús nos deja: la vida se encuentra no cuando uno la guarda para sí, sino cuando se parte, se reparte y se entrega por amor.

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9
Abr
2022
Semana santa, semana del perdón
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Sumergidos en el sufrimiento de la guerra, nos disponemos a celebrar los acontecimientos centrales de la historia de la salvación. Una posible lectura de la semana santa, en este contexto de violencia y guerra, es leerla en clave de perdón. Perdonar no es aprobar el mal que otro me hace. Es renunciar a responder al mal con el mal, es renunciar a responder con la misma fuerza destructiva que me ha perjudicado, es no seguir inoculando en la sociedad el veneno de la venganza, porque la venganza nunca sacia la insatisfacción de las víctimas. El perdón es el único camino para encontrarme con quién me hace daño, incluso cuando el que me daña no quiere encontrarse conmigo. Por eso el perdón es la fuerza del amor que vence al mal. Y así abre puertas para justificar al impío, para convertir en justo a quién es injusto.

Jesús en la cruz pronuncia unas palabras de perdón total y absoluto. No sólo perdona a quienes le asesinan, rezando por ellos: “Padre, perdónales”, sino ofreciendo una buena razón al Padre para que les perdone: “no saben lo que hacen”. En la cruz, Jesús se convierte en el abogado defensor de sus asesinos. ¡Sólo en un amor como este puede estar la salvación del mundo! Un amor capaz de justificar, de hacer justo al pecador, al que rechaza a Dios. En la cena previa a su muerte, en la que Jesús se despide de los suyos, pronuncia también palabras de perdón, anticipando que va a entregar la vida y derramar su sangre “para el perdón de los pecados”. Finalmente, el domingo de Pascua, Jesús vence a la muerte y a todas sus potencias destructoras, resucitando “para nuestra justificación”, para que nosotros podamos presentarnos ante Dios siendo partícipes de la justicia de Jesús.

El impulso de la ira no tiene límites y el deseo de venganza nunca queda saciado. Solo la fuerza del amor puede contrarrestar esos falsos caminos de satisfacción. Pues “cuando hay algo que de ninguna manera puede ser negado, relativizado o disimulado, sin embargo, podemos perdonar. Cuando hay algo que jamás debe ser tolerado, justificado o excusado, sin embargo, podemos perdonar. Cuando hay algo que por ninguna razón debemos permitirnos olvidar, sin embargo, podemos perdonar. El perdón libre y sincero es una grandeza que refleja la inmensidad del perdón divino. Si el perdón es gratuito, entonces puede perdonarse aun a quien se resiste al arrepentimiento y es incapaz de pedir perdón” (Francisco, Fratelli tutti, 250).

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5
Abr
2022
Capaces de preguntar y de responder
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Una de las cosas que diferencian al ser humano del resto de los animales es su capacidad de formular preguntas. Esta capacidad va muy lejos, pues no sólo se formula preguntas que responden a necesidades inmediatas (¿dónde encontraré hoy comida?), sino preguntas que tocan lo más fundamental y serio de la vida: ¿de dónde vengo?, ¿qué va a ser mi?, ¿qué sentido tiene el sufrimiento?, ¿qué voy a hacer con mi vida?

Junto a la capacidad de preguntar hay otro rasgo menos notado que también es propio y exclusivo del ser humano: la capacidad de responder. Responder va más allá de una simple reacción ante un estímulo. En este sentido los animales también responden. Las respuestas humanas tienen un alcance mayor que una reacción espontánea ante situaciones, buenas o malas, que nos estimulan. La respuesta humana es pensada, razonada, justificada, y precisamente por eso, a veces es una respuesta que va contra el estímulo más primario e inmediato, contra lo que podríamos considerar “más natural”. Cuando yo respondo con amor ante una ofensa, o cuando pierdo mi tiempo y mi dinero para ayudar a un desconocido, estoy respondiendo de una forma que va mucho más allá de lo espontáneo y de lo “natural”.

Somos seres capaces de preguntar y capaces de responder. Capaces de preguntar porque queremos saber el por qué de las cosas, buscamos más allá de lo inmediato. Y capaces de responder porque nuestra vida, desde el comienzo hasta el final, está interpelada. Eso significa que no sólo preguntamos, sino que nos preguntan. Alguien o algo nos pregunta, nos interpela, solicita una respuesta. Estas preguntas que otros nos hacen, esas preguntas que vienen de fuera, nos obligan a reflexionar, abren perspectivas, nos constituyen.

Los creyentes sabemos que, al comienzo de la historia, el ser humano fue interpelado por Dios. Responder a la interpelación del otro nos humaniza, porque en la comunicación puede nacer el amor. Cuando la pregunta y la respuesta están en sintonía es porque hay confianza y amor. La historia de los comienzos de la humanidad, tal como la cuenta la Biblia, dice que el ser humano no respondió adecuadamente a la interpelación divina, desconfió de Dios y se buscó a sí mismo. En vez de atender la voz de Dios, se creyó poderoso no dependiendo de nadie y escuchándose sólo a sí mismo. Ahí perdió su humanidad, porque lo humano no está vinculado al poder, sino a la responsabilidad. Nos salvan las relaciones.

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