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Oct2014Las dificultades pueden madurar la fe
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Oct
¿Quién tiene una fe más madura, más sólida, aquel que en cuestiones de fe dice tenerlo todo clarísimo y nunca se plantea preguntas, o la persona que es consciente de las razones y argumentos que se alzan contra la fe? Una pregunta similar se la planteaba Tomás de Aquino y respondía que la segunda de esas personas era la que tenía más mérito al creer, porque creía siendo consciente de los obstáculos que se le plantean a la fe. Y hacía una interesante comparación con el caso de lo mártires: “cuánto contradice a la fe, sea por consideración humana, sea por persecución exterior, en tanto aumenta el mérito de la fe en cuanto pone de manifiesto una voluntad más dispuesta y firme en la fe. Por eso, el mérito de la fe es mayor en los mártires porque no abandonaron la fe ante la persecución; tienen asimismo mayor mérito los sabios, puesto que no abandonan la fe ante las razones aducidas contra ella por los filósofos o por los herejes”.
El Vaticano II se expresaba en una línea similar, cuando decía que “las dificultades no dañan necesariamente a la vida de fe; al contrario, pueden estimular la mente a una más cuidadosa y profunda inteligencia de aquella”. Dicho de otro modo: la fe en Dios se purifica y se conforta mirando de cara a lo que la rechaza. Y, a la inversa, no puede encontrar ningún vigor, y tal vez hasta carece de veracidad, si huye de lo que puede negarla. La fe cristiana no tiene miedo a la confrontación, precisamente porque está convencida de su fuerza y de su verdad. Por tanto, aquellos que pretenden defender la fe de los creyentes, escondiendo o negando aquellas realidades o dificultades que pueden cuestionarla, no prestan un buen servicio a la vida cristiana. En el fondo, no confían en la fuerza y la luminosidad de la fe.
De hecho, han sido las herejías las que han hecho avanzar el dogma, porque han obligado a la ortodoxia a reflexionar con más finura y precisión. Deberíamos estar agradecidos a aquellos que nos hacen caer en la cuenta de nuestras incoherencias o de nuestras debilidades; y a aquellos que nos manifiestan su incomprensión ante la falta de consistencia o claridad de nuestras explicaciones. La fe no se defiende a base de autoridad, sino a base de buenos argumentos. Un buen baremo para saber si uno avanza en el conocimiento de la fe es el deseo de tener una mayor formación teológica, el deseo de saber más, de buscar mayor precisión, de conocer los motivos a favor y en contra de la fe.
Es posible que algunos pastores o catequistas prefieran dirigirse a creyentes sin formación. Pero esta actitud solo demuestra la falta de respeto por aquellos a quienes uno se dirige y la ignorancia de esos pastores, una ignorancia que suelen suplir con apelaciones a la autoridad o recurriendo a la letra de los catecismos.
Una cosa es el acto de fe y otra las fórmulas con las que expresamos el contenido de la fe. A este respecto, Santo Tomás decía expresamente que el acto de fe no se dirige a los enunciados (dogmas, catequesis, credos), sino a la realidad divina a la que estos enunciados remiten y que expresan de forma muy imperfecta, precisamente porque son fórmulas humanas. Dicho de otra forma: nosotros no creemos en dogmas, en fórmulas o en palabras, sino en el Dios revelado en Jesucristo que en estas fórmulas, dogmas o palabras se expresa. Dios es el objeto y término de nuestra fe, Aquel en el que creemos y confiamos, Aquel del que todo lo esperamos. No hay ninguna fórmula, ninguna predicación, ningún dogma que pueda agotarlo. El está siempre más allá de lo que decimos y pensamos.
Pongo Palabra con mayúscula porque me refiero a la Palabra de Dios. Aunque por otra parte, esta Palabra siempre nos llega con minúscula, a través de palabras humanas. Desde el punto de vista cristiano, las palabras humanas de la Biblia son las que mejor expresan la Palabra de Dios. Pero esta no es exactamente la cuestión que me mueve a escribir este post. Lo que me mueve es una discusión de la que fui testigo presencial. Contaba un sacerdote que, tras una boda con Misa celebrada un sábado por la tarde, en la que las lecturas habían sido las de “la boda”, alguien le preguntó si esa Misa “valía” como Misa del domingo. A partir de ahí aparecieron distintas opiniones: uno decía que “no valía”, porque las lecturas no habían sido las de la Misa dominical. Otro dijó, para justificar su opinión de que esa Misa sí valía como Misa del domingo, que lo que importaba en la Misa no eran unas u otras lecturas, sino “la consagración”.
Así se comprende que, en el momento de recibir el bautismo, sello y signo de la fe cristiana, el catecúmeno, antes de la triple afirmación: “Creo en Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo”, debe realizar un triple negación: “Renuncio a Satanás, a todas sus obras y a todas sus seducciones”. Volverse hacia Dios es darle la espalda a Satanás; creer en el Dios de Jesús es no creer en otros dioses. Creer en Dios implica que hay una serie de realidades incompatibles con esa fe. El creyente se encuentra ante una alternativa: “o bien una cosa, o bien otra”, pero es imposible quedarse con las dos. De hecho, cuando uno pretende quedarse con las dos, en realidad solo se está quedando con una, con la alternativa contraria a la fe. Desde este punto de vista se comprende la radicalidad de la fe cristiana.
La tentación de usar el ministerio para el propio prestigio está siempre presente. De ahí la necesidad de estructuras sinodales que corrijan fraternalmente los abusos que puedan darse. Estas estructuras sinodales actúan, a veces, democráticamente, para elegir a los ministros o a los responsables de la comunidad. El Obispo de Roma es elegido por un colegio. Se puede discutir el modo de formar parte de este colegio electoral del Obispo de Roma. Pero la cuestión de fondo seguirá siendo esta: el Obispo de Roma no es el que “toma” el poder, sino el que “recibe” un encargo. Este colegio elector del Obispo de Roma es equivalente a otros colegios electores que elegían a los Obispos diocesanos. Durante mucho tiempo fue el “cuerpo” de los canónigos el que elegía al Obispo. Recordarlo es un modo de plantearse si no habría que recurrir de nuevo a algunas instituciones que el tiempo ha ido relegando.
Aprovechando la próxima reunión del Sínodo de los Obispos, me gustaría, por un momento, dejar de lado los contenidos de lo que el Sínodo va a tratar, para apelar a la conveniencia de una Iglesia sinodal a todos los niveles, una Iglesia en la que haya estructuras que permitan la participación de todos los creyentes en las decisiones que les conciernen. Precisamente, la palabra “sínodo” expresa la idea de caminar juntos, buscar en común, compartir experiencias, escucharnos con simpatía unos a otros, saber ver en la opinión ajena una misma búsqueda de caminos evangélicos, aunque quizás expresados desde otras necesidades y otras experiencias. Una Iglesia sinodal sería así expresión concreta de fraternidad. La sinodalidad en la Iglesia no hay que confundirla con la democracia política, aunque en algunas ocasiones también la sinodalidad se exprese democráticamente.
La Iglesia es católica porque es universal, extendida por todo el mundo, “hasta los confines de la tierra” (Hech 1,8). Y, sin embargo, esta única Iglesia católica se realiza en comunidades particulares. Es interesante notar que un mismo escrito, la primera carta a los Corintios, emplea la palabra Iglesia en un triple sentido: comunidad de culto (1 Cor 11,18), iglesia local (1 Cor 1,2) e iglesia universal (1 Cor 15,9). Se trata de tres formas de realización de la sola y misma Iglesia. La Iglesia universal existe en las distintas comunidades locales y allí se realiza, a su vez, en la asamblea de culto. Lejos de oponerse Iglesia local e Iglesia universal, la primera es la forma concreta de realizarse la única Iglesia en un determinado lugar, como ha dejado bien claro el Concilio Vaticano II: “en las Iglesias particulares se constituye la Iglesia católica, una y única” (Lumen Gentium, 23). Más aún, es posible considerar a la familia cristiana como “Iglesia doméstica” (Lumen Gentium, 11), o sea, como la primera realización de la reunión de creyentes que constituye la Iglesia cuando esos creyentes se reúnen en nombre de Jesús (cf. Mt 18,20).
Los Símbolos de la fe caracterizan a la Iglesia con estos cuatro atributos: una, santa, católica y apostólica. Se trata de cuatro rasgos esenciales de la Iglesia y su misión. Hoy estas notas o rasgos precisan de una nueva explicación precisamente porque nuestros contemporáneos, incluidos muchos buenos creyentes, también observan, a veces escandalizados, la pluralidad de Iglesias o el pecado de la Iglesia, o se preguntan si su origen apostólico implica un tipo de gobierno no democrático.