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Nov2014Iglesia para servir a todos
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Nov
Todos los que tienen cargos en la Iglesia deberían decir: aquí estamos para servir. Servir no es exactamente hacer lo que el peticionario gusta mandar (porque, a veces, lo que “manda” no es bueno para él, o no hay modo de hacerlo), pero sí que es estar disponible, atento a sus necesidades, buscar el modo de ayudar. Es tan obvio que la Iglesia está para servir, que casi da vergüenza recordarlo. Evidentemente, la Iglesia es, ante todo, servidora de su Señor y de su Palabra. Pero precisamente en obediencia a su Señor, es servidora de todos los seres humanos. Dentro de la Iglesia estamos para “servirnos los unos a los otros”, aunque cuando la reciprocidad no se da, porque no es posible o porque hay mala voluntad por una de las partes, la otra sigue estando obligada al servicio, que es una forma concreta de amar. En relación a “los de fuera” los cristianos también estamos llamados a servirles desinteresadamente y, en este servicio, manifestamos la gratuidad del amor cristiano.
Esto debe traducirse en actos concretos. No cabe duda que, dentro de la Iglesia, muchas instituciones realizan la labor de servicio propia de la Iglesia. Bastantes congregaciones religiosas realizan servicios de tipo social (en el terreno de la educación, de la sanidad, de la atención a ancianos, de la acogida de inmigrantes o vagabundos, de servicio a personas con enfermedades contagiosas o con adiciones) y, en muchas ocasiones, de forma gratuita o a bajo coste. A veces algunos de sus miembros están en primera línea en lugares y países difíciles y, en ocasiones, con riesgo de su vida. En estos lugares es dónde aparece con más claridad la gratuidad, el desinterés y hasta la heroicidad del amor cristiano. Hay otras instituciones de tipo parroquial o diocesano, como “Caritas”, que se ocupan de servicios similares a los que hacen las Congregaciones religiosas.
Hablando de la parroquia o de la diócesis, en nuestro primer mundo, es importante caer en la cuenta de que, además de esos servicios más llamativos, hay una serie de servicios de tipo religioso para los fieles normales (por decirlo de modo que se entienda) que debemos efectuar con alegría, cariño, desinterés y eficacia. En los despachos parroquiales hay que atender a la gente con amabilidad. A veces, sobra burocracia y falta cercanía. A veces, los que están en oficinas de atención a los fieles, se toman demasiado en serio su papel de oficiales y olvidan que lo suyo no es el oficio, sino el servicio, el comprender que cada persona es un mundo distinto y, por tanto, que la estricta aplicación de la ley puede resultar cruel. Hay que hacer un esfuerzo de comprensión e intentar responder a las personas más allá de la ley. Las oficinas de la Iglesia no son una máquina sin vida, sino un lugar dónde se respiran aires evangélicos.
Uno de los problemas que tienen las leyes es que la vida siempre va por delante de ellas. No solo porque las mentalidades y las costumbres cambian, sino porque la realidad se impone y nos obliga a cambiar nuestras preconcepciones y nuestros planes. Eso ocurre en todos los terrenos, también en el religioso. Hay situaciones que hoy se consideran normales y en otros tiempos se consideraban, como mucho, como algo excepcional, por no decir anormal. Las cuestiones de moral familiar y matrimonial son un buen ejemplo. Se piense lo que se piense, desde el punto de vista moral y religioso, la normalidad social del divorcio ha hecho cambiar leyes que lo prohibían o lo penaban.
Hay personas que piensan que lo que dice la Biblia a propósito de la creación del mundo y del ser humano ha quedado totalmente superado por la ciencia. Si superado quiere decir que la ciencia explica las cosas con una perspectiva y un lenguaje muy distintos al de la Biblia, podemos estar de acuerdo: Dios, evidentemente, no ha creado el mundo en seis días. Pero si superado quiere decir que lo que dice la Biblia ha dejado de ser verdad, entonces no estoy de acuerdo, aunque reconozco que hay que explicar bien esa verdad bíblica. Lo que sí me parece que está superado es la alternativa entre creación y evolución. Tanto las ciencias naturales como la fe, hablan de lo mismo, aunque con perspectivas diferentes, ambas importantes para nosotros.
Cada uno de nosotros tiene muchos dioses. O si se prefiere, muchos ídolos. Un ídolo o un dios es la pasión central del hombre, aquello por lo que estoy casi dispuesto a perder la vida y, en cualquier caso, aquello a lo que subordino todo lo demás. Para muchos, el dinero es un ídolo, porque por el dinero pierden amistades, salud, tiempo y humor. El problema de los dioses de la tierra es que nunca acaban de llenar el corazón. Sin embargo, son fáciles de identificar: poder, sexo, dinero, prestigio, honor, belleza, estómago, política. Con el Dios verdadero ocurre lo contrario: siempre se nos escapa. Por eso nos resulta difícil encontrarlo y amarlo.
Las visitas turísticas suelen ser siempre muy sesgadas. En ellas lo que más importa es el negocio. Por ejemplo, cuando uno visita las cuevas del Drach en Mallorca, los turistas se quedan sin ver la mitad de la cueva. Se trata de que los grupos vayan rápidos para que puedan entrar el mayor número posible. Eso no tiene mayor importancia, porque con lo que se ve y se enseña, el visitante puede hacerse una idea de lo que hay en la cueva. Pero en otros casos, hay cosas que no se dicen por intereses ideológicos, o que no se enseñan, porque el visitante no sabe que existen y, por tanto, no pide verlas.
En cada Eucaristía la comunidad cristiana se solidariza con aquellos que nos han precedido en el signo de la fe y han sido ya acogidos en el seno de Dios. La fiesta del dos de noviembre nos invita a reavivar la esperanza que nos asegura que, si bien nuestros familiares y amigos han dejado ya este mundo, no nos han dejado a nosotros, ni nosotros a ellos.
Uno de los buenos profesores que he tenido contaba que un día, en clase, los alumnos le preguntaron cuál era el método para hacer una buena homilía. Y el sabio profesor, con una pizca de humor, contestó: “el método Co-co-co”. Que traducido significa: con-tenido, con-vicción, co-municación.
La fe cristiana es una actitud que tiene sus motivos. Está sometida a una serie de controles. No se apoya en sí misma. Los relatos que nos transmiten el mensaje y la vida de Jesús están bien fundamentamos históricamente y hay motivos sobrados para considerar veraz y creíble lo que en ellos se dice. Pero lo que ahora quiero subrayar es que el control más importante sobre Jesús, el cristiano lo realiza mirando a Jesús mismo, a su persona, su vida, su actividad y su palabra. ¿Jesús aparece como creíble, como alguien digno de fe, alguien que merece mi confianza? ¿Su palabra tiene autoridad, llena la vida de sentido y el corazón de alegría? ¿El encuentro con él ha cambiado mi vida? ¿El Dios que él nos revela es de Amor y de Vida?¿Es un Dios que nos hace más humanos, más personas, más felices? Si lo pensamos bien, no hay nada más razonable y conveniente para el ser humano que el Evangelio, y nadie resulta tan creíble como Jesús de Nazaret. Nadie como el merece ser escuchado, porque nadie ha hablado como él.