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Blog Nihil Obstat

Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
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5
Mar
2017
Conócete a ti mismo
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En el frontispicio del templo de Delfos se encuentra esta inscripción: “conócete a ti mismo”. Con este adagio “pagano” comienza la encíclica Fides et Ratio de Juan Pablo II. La idea está insinuada en 2 Cor 13,5. Conocerse a sí mismo no es nada fácil. Es la tarea de toda una vida. Nos vamos conociendo, consciente o inconscientemente, a medida que crecemos. Este conocimiento es fuente de sentido y motivo de tristeza o de esperanza: si me conozco como “ser para la muerte”, o como alguien no querido, mi vida estará envuelta en la oscuridad. Si me conozco como alguien destinado a la vida, o como alguien amado, espontáneamente brotará la alegría. Conocerse a sí mismo es conocer la verdad sobre uno mismo. Y la verdad es lo que todos buscamos, lo que más necesitamos, lo que nos pacifica y serena.

Pascal, famoso pensador francés, decía que conocerse es saber que uno es miserable. Solo el ser humano puede saber que es miserable; el árbol no sabe de su miseria. Ahora bien, este conocimiento no nos hunde; al contrario, nos enaltece. No saber de nuestra miseria nos encierra en nosotros mismos. Saber de nuestra limitación y de nuestra miseria nos abre más allá de nosotros mismos, nos descubre que más allá de nuestra limitada realidad puede haber remedios para nuestra miseria. Solo si nos conocemos bien podemos abrirnos a la fe cristiana. La fe presupone una determinada antropología: la del “yo poroso” que se contrapone al “yo impermeabilizado” (Charles Taylor), la de la persona abierta, atenta al más allá de sí mismo.

Según Pascal el ser humano solo se conoce de verdad en Cristo, pues solo con Cristo sabemos lo que es nuestra vida, nuestra muerte, lo que somos nosotros. Posteriormente el Vaticano II dirá que el misterio del hombre solo se esclarece a la luz del misterio de Cristo. Teresa de Jesús dijo en sus Moradas que era una gran “lástima y confusión no entendernos a nosotros mismos”, para añadir: “es cosa importante conocernos… A mi parecer, jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios”. Efectivamente, conocer al Dios de Jesucristo es conocer de dónde venimos, a dónde vamos, cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte; y conocer además que estamos destinados a la felicidad, pues Dios quiere para todos y cada uno un presente y un futuro lleno de vida. Es también saber que somos hijos de Dios y que tal filiación se traduce concretamente en fraternidad humana.

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1
Mar
2017
Post-verdad, nuevo nombre de la mentira
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Últimamente se ha puesto de moda el término post-verdad, entronizado como palabra del año por el “Diccionario de Oxford”. ¿Qué se quiere decir con este neologismo? Todas las explicaciones apuntan hacia la relevancia de las emociones. Se vota más con las vísceras y por intuición que por la lógica y la búsqueda de buenas razones. Y así se explican algunos resultados (presidencia de Estados Unidos, salida de Gran Bretaña de la Unión Europea, etc.).

Literalmente “post-verdad” indica que estamos más allá de la verdad, que la verdad está superada, es algo pasado, algo que no importa. No importa conocer la realidad y actuar en función de la misma, sino que importa imbuir una serie de sentimientos en las personas para que actúen en función de los ocultos intereses del manipulador. Si esto es así, corremos el riesgo de que nuestras decisiones estén guiadas por la mentira. Si “lo no real” es la norma, o si solo importan los intereses (sobre todo económicos), entonces necesariamente estamos abocados a la nada, al caos, al descontrol, a la catástrofe. Y eso vale en todos los ámbitos: políticos, religiosos, morales, científicos.

El cristiano, precisamente porque cree en un Dios, que es Verdad, sabe que este mundo está bien fundamentado y es inteligible, tiene una orientación y una meta buena. La verdad nos precede. Contra ella nada pueden los violentos o los poderosos que desprecian al pobre y al humilde. Como bien dice bien González de Cardedal, “la verdad es el amparo de los humildes, el único refugio frente a la insolencia de los poderosos que desde el poder deciden la verdad”. O mejor: deciden la post-verdad. Porque la verdad no la decide ningún poder (religioso, civil o militar). Se impone por sí misma, porque siempre está llena de luz. La luz y la verdad son correlativas (cf. Jn 3,21).

Veritas es un lema propio de los dominicos. Ellas y ellos se consideran predicadores de la verdad. La apariencia de la post-verdad nos hace caer en la cuenta de que para ser predicador de la verdad hace falta estar bien informado, ser lúcido, estar atento, ser perspicaz, dedicar muchas horas al diálogo, al estudio y a la reflexión. Predicar la verdad ni se improvisa ni es solo asunto de buena voluntad. “La verdad os hará libres”, dijo Jesús. Libres y valientes. Valientes e invencibles.

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26
Feb
2017
La voz de Dios en los signos de los tiempos
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Dios actúa siempre por medio de la libertad de cada uno y habla en lo que el Concilio Vaticano II calificó de signos de los tiempos. Ya Jesús invitaba a sus oyentes a discernir las señales de los tiempos (Mt 16,3) en las que resuena la voz de Dios. Cada uno puede considerar como signos para él aquellos acontecimientos significativos para su vida. Y la Iglesia puede considerar signos de los tiempos aquellos acontecimientos que a todos nos interpelan y plantean una pregunta. ¿No es un signo de los tiempos la mundialización de las comunicaciones a través de internet, o la violencia religiosa, o las nuevas pobrezas, o los inmigrantes muertos en el mar Mediterráneo? Ahí nos está hablando Dios. La cuestión es cómo respondemos nosotros, cómo usamos internet, qué postura tomamos ante la violencia o cómo acogemos a pobres e inmigrantes.

Es importante estar atentos a los signos de los tiempos para descubrir la voluntad de Dios sobre uno mismo, sobre la sociedad y sobre la Iglesia. El Papa Francisco nos invita a ello. Y propone a las cristianas que parecerían más alejadas de la realidad, las monjas contemplativas, como las que saben “comprender la importancia de las cosas… porque contemplan el mundo y las personas con la mirada de Dios, allí donde por el contrario, los demás tienen ojos y no ven (Sal 115,5; 135,16; cf Jr 5,21), porque miran con los ojos de la carne” (Vultum Dei quaerere, 10). Y, de forma más genérica, dirigiéndose a todos los cristianos, dice el Papa: es sano prestar atención a la realidad concreta, porque “las exigencias y llamadas del Espíritu Santo resuenan también en los acontecimientos de la historia” (Amoris Laetitia, 31).

Dios, en este mundo y en su historia, no actúa ni directa, ni automática, ni mágica, ni espontáneamente. Actúa respetando el modo de ser de la realidad y de las personas. Si actuase directamente dejaría de ser trascendente y se convertiría en una causa mundana, en un elemento de este mundo. El Catecismo de la Iglesia Católica (números 308 y 306) reconoce que “Dios es la causa primera que opera en y por las causas segundas… Esto no es un signo de debilidad, sino de la grandeza y bondad de Dios todopoderoso. Porque Dios no da solamente a sus criaturas la existencia, les da también la dignidad de actuar por sí mismas, de ser causas y principios unas de otras y de cooperar así a la realización de su designio”.

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23
Feb
2017
¿De qué manera "Dios llama"?
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Cuando alguien se decide a entrar en un noviciado o en un seminario es frecuente decir que “Dios le ha llamado para ser religioso o para ser sacerdote”. Por este motivo se suele hablar de “vocaciones” a la vida religiosa o a la vida sacerdotal. Vocación precisamente significa llamada. Hablando de llamadas el Papa Francisco ha recordado que el matrimonio también es una vocación, una llamada de Dios. Eso sin olvidar que hay otro tipo de estados de vida o de misiones apostólicas que también pueden calificarse de vocaciones y atribuirse a una llamada de Dios: ser misionero laico, ser catequista, quedarse soltero, mantenerse viudo, dedicarse a obras de caridad.

Son muchas las posibles tareas y maneras de vivir que pueden ser llamadas de Dios.  Surge entonces la pregunta de cómo llama Dios, de qué modo, cómo saber si a mi, en concreto, me llama para ser religioso o para vivir matrimonialmente, para irme a países lejanos a anunciar el Evangelio o para quedarme en mi lugar de nacimiento realizando obras de caridad.

Evidentemente, Dios no llama por teléfono. Quizás alguno pueda decir que “ha sentido una inspiración” y que, por ese motivo, pide entrar en un noviciado o decide casarse. Pero las inspiraciones vienen en función de las experiencias, vivencias o circunstancias con las que uno se encuentra. Eso significa que Dios llama a través de los acontecimientos, a veces extraordinarios, pero normalmente, sencillos y ordinarios.

Lo que Dios quiere para todos y cada uno es que seamos felices. Eso que Dios quiere es lo que todos buscamos. Para ser feliz, cada uno busca aquellos modos de vivir que más pueden ayudarle a sentirse bien o que mejor encajan con su carácter, con sus posibilidades, con sus deseos. Ese buscar cuál es el lugar en el que me encuentro bien, el creyente puede interpretarlo como llamada de Dios. Dios llama a través de los acontecimientos leídos desde la fe.

La cuestión para el creyente es: ¿dónde voy a sentirme más a gusto, más realizado? Y también: ¿dónde voy a servir mejor? Pues no se puede ser feliz sin pensar en la felicidad de los demás. De ahí que la pregunta por la propia felicidad coincide con otra pregunta: ¿dónde y de qué modo mi vida puede ser más evangélica, más entregada al amor?

Es claro que quién no tiene fe, no reconoce ninguna llamada de Dios. Digo no reconoce, porque la llamada de Dios resuena en el corazón de cada ser humano, aunque no lo sepa, cada vez que su conciencia le dice: haz el bien, evita el mal. Y para hacer  el bien y evitar el mal, hay que escoger los caminos más adecuados en función de las propias posibilidades.

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19
Feb
2017
Tratar con Dios de tú a tú
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“Hace algunos años, en la revista de la parroquia  de santa Rita, en Madrid, se publicó que, entre las posturas del cristiano, la más importante es estar de pié… La postura de pie es la característica del hombre frente a los animales”. Así se expresaba un comentarista de este blog,  a propósito del reciente post que trataba del derecho de cada fiel a comulgar de pié o de rodillas. El amable lector, y buen comentarista, añadía algunos textos, tanto del Antiguo Testamento (por ejemplo: los tres jóvenes orando de pié en medio de las llamas: Dn 3,24-25), como del Nuevo (por ejemplo: “cuando os pongáis de pié para orar”: Mc 10,25). Finalizaba con esta reflexión: “A Dios no se le debe un trato de zalema como a un poderoso de la tierra”. Zalema, o sea, reverencia hecha en señal de sumisión.

Me parece un comentario acertado. Hay una diferencia fundamental, entre el cristianismo y el Islam, en la comprensión de la relación del ser humano con Dios (dicho sea con el mayor respeto hacia todas las tradiciones religiosas). Para el Islam, Dios es fundamentalmente “señor” y exige sumisión. Sin duda, es un señor muy bueno, “clemente y misericordioso”, pero señor al fin y al cabo. Y con el señor hay que guardar siempre las formas y las distancias. Por el contrario, el Dios cristiano es fundamentalmente Amor. Por eso con él es posible establecer una relación a amigo a amigo. De Moisés se dice que hablaba con Dios “como habla un hombre con su amigo” (Ex 33,11).

Tomás de Aquino, basándose en Jn 15,15 (“a vosotros os he llamado amigos”) afirma que la relación del hombre con Dios es una relación de amistad. Lo sorprendente y maravilloso es que quién toma la iniciativa de mantener esta relación tan íntima y personal es Dios mismo. “¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?”, dice un verso de Lope de Vega. Sí, ¿qué tendré yo para que Dios quiera ser amigo mío?

El primer mandamiento de la ley de Dios no dice: “adorarás al  Señor, tu Dios”, sino “amarás al Señor, tu Dios”. El amor va por delante del señorío y lo determina. Dios es el único Señor al que uno puede tutear sin ir a su pérdida. Por eso convendría que nuestras oraciones y nuestros gestos (incienso, adoración) no se interpretaran en clave de sumisión o temor de Dios, sino de amor a Dios. Estar de pié delante de Dios es posiblemente la postura adecuada que se corresponde con la actitud que uno suele tener con los amigos.

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15
Feb
2017
Servir para dominar
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La plegaria eucarística número cuatro comienza  con una paradoja: Dios encomendó al ser humano el cuidado del universo, “para que sirviéndote solo a ti, su creador, dominara todo lo creado”. ¿Cómo se explica que el servir a Dios conlleve como consecuencia inherente el dominio sobre todo lo creado? Servir a Dios es dominar el mundo. No parece que esto sea lo que piensan la mayoría de los humanos. Sin duda el hombre quiere dominar el mundo y controlar la tierra. Precisamente por eso no quiere servir a nadie; aspira a ser dueño absoluto de todas las cosas. Y, como en el imaginario de muchos, Dios es un obstáculo para este dominio absoluto, se diría que lo mejor es prescindir de él. Dado que Dios guarda silencio y hasta parece ausente, es fácil olvidarlo, negarlo, o marginarlo.

Y, sin embargo, siempre servimos a alguien. Creemos que somos los amos y en realidad estamos sometidos: sometidos a las leyes de la naturaleza, a las limitaciones de nuestro cuerpo, a los impulsos de nuestro egoísmo, al obstáculo que, querámoslo o no, representa la gente que nos rodea. Nunca somos dueños absolutos, porque para ello tendríamos que estar solos: entonces nadie se nos opondría. Aún así, es posible que encontrásemos la oposición en nosotros mismos, en nuestro descontento por estar solos o en nuestras limitaciones físicas o intelectuales. Al fin y a la postre siempre servimos a alguien. La cuestión es: ¿a quién queremos servir y cómo queremos servir?

Hay un modo de servir que se traduce en dominio, pero nos degrada. El diablo, por ejemplo, le dice a Jesús que si se postra ante él y le adora, o sea, si le sirve, todos los reinos del mundo le estarán sometidos. Y añade: porque los poderes de este mundo son míos y yo los reparto entre mis amigos (Lc 4,5-7). Servir al diablo es también reinar. Sin duda un reino así estará condicionado por la procedencia de tal poder, y así se comprende que el camino de los impíos acabe mal, porque del mal nunca viene ningún bien. Dios no saca bien del mal. Si saca bien es de sí mismo, que es el Bien absoluto.

Hay un modo de servir que nos enaltece, nos potencia, nos libera. Cuando es el amor el que guía tu vida, entonces dominas, sí: te dominas a ti mismo y, al ser valorado y apreciado por los demás, eres soberano de todo, porque todos te respetan. De ahí este dicho de que servir a Dios es reinar. O como dice la plegaria eucarística: servir al Creador es dominar todo lo creado. Por eso, al crear al ser humano Dios le encomendó el dominio de la creación, pero un dominio que debía ejercerse con delicadeza y cuidado. No se trata de un dominio despótico, sino del dominio de quién es imagen de Dios y cuida de todo con amor y respeto.

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11
Feb
2017
Respetar los derechos de los fieles
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“En una iglesia del corazón de Madrid que frecuento muy poco... me han negado insistentemente la comunión... por no ponerme de rodillas. He tenido que decir, en voz alta, defendiéndome, que no podía arrodillarme... por motivos de salud”. Estas palabras las ha escrito, recientemente, con tristeza, una buena persona, como un desahogo. No es el primer caso que conozco.

Hay que decir, con toda claridad y firmeza, que el comulgar en la mano o en la boca, de pié o de rodillas, con calcetines rojos o verdes, es un derecho de cada fiel. Y el presbítero, el diácono, o el ministro de la comunión, no puede negarle este derecho. Es penoso que algunos, en cuanto se ponen una sotana, se consideren los amos de la fiesta, olvidando que son servidores o ministros, o sea, menores al servicio de los fieles. Los gustos del que distribuye la comunión no cuentan; cuenta el derecho del que la recibe.

Cierto, en las celebraciones de la plaza de San Pedro no se distribuye la comunión en la mano, por un motivo serio: evitar que alguien pueda quedarse con la forma y utilizarla sacrílegamente. Por eso, en toda ocasión, el que recibe la comunión en la mano debe llevársela a la boca delante del ministro. Por otra parte, en la plaza de San Pedro la mayoría de los que reciben la comunión lo hacen de pié y no de rodillas.

Hablando de celebraciones, no está de más recordar que el presidente es responsable de que se celebre dignamente. Precisamente, en nombre de la  dignidad, debe procurar que la liturgia sea gustosa para los asistentes. Por eso conviene alternar las distintas posibilidades que ofrece la liturgia, los prefacios y las plegarias eucarísticas. Repetir siempre la plegaria eucarística número dos no es celebrar bien. La celebración comporta también un ritmo para que se entienda lo que se dice y se lee. Leer deprisa o sin el tono adecuado, no es celebrar dignamente.

Además, el celebrante debe favorecer que la conocida como “oración de los fieles”, sea lo que su nombre indica. Un modo sencillo de conseguirlo es pedir a algunos que preparen las oraciones para luego leerlas. O, en según qué circunstancias, que puedan decirlas espontáneamente.

Todas esto se soluciona cuando hay un verdadero diálogo eclesial, cuando el sacerdote conoce a los fieles y se gana su confianza, cuando cada uno respeta el papel de los demás, cuando hay un poco de flexibilidad y sentido común. En definitiva, se soluciona desde la normalidad.

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8
Feb
2017
La humanidad entera entrará en el descanso de Dios
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La humanidad entera entrará en el descanso de Dios

Dios quiere que todos los hombres se salven, le dice san Pablo a Timoteo. Precisamente por eso, Pablo recomienda a su discípulo que se hagan oraciones por todos los hombres (Cf. 1Tim 2,1-4). La plegaria es la traducción y la consecuencia clara de la esperanza: se pide lo que se espera alcanzar, en este caso la salvación de todos.

No es extraño que la liturgia de la Iglesia se refiera con frecuencia a esta esperanza. Uno de los ejemplos más claros es el prefacio X dominical, en el que se proclama que el memorial del Señor resucitado se celebra en “la espera del domingo sin ocaso en el que la humanidad entera entrará en el descanso de Dios”. Lo que la Iglesia espera es que la “humanidad entera”, toda entera, se salve. Eso dice el texto. Y lo dice en coherencia con las palabras sobre el vino que recuerdan la entrega de Cristo por todos los hombres (pues este es el sentido del término “muchos”, que hubiera sido mejor traducir por “multitud”). Otro prefacio, el de la Santísima Eucaristía, proclama que la finalidad de este sacramento es que “un mismo amor congregue a todos los hombres que habitan un mismo mundo”. De nuevo aparecen aquí “todos los hombres” del mundo. Esa es la esperanza de la Iglesia.

De tal esperanza, tal oración. De ahí que en la plegarias eucarísticas la oración por los difuntos es universal. En la segunda se pide “por los que han muerto en la esperanza de la resurrección”, pero inmediatamente la oración se extiende a “todos los que han muerto” y son acogidos por la misericordia de Dios. Lo mismo ocurre en la cuarta: después de pedir por los que han muerto en la paz de Cristo, añade: “y por todos los difuntos”.

La cuestión de la salvación no puede plantearse en términos de saber: ni sabemos que todos se van a salvar, ni sabemos que algunos o muchos se van a condenar. Aquí no hay saberes que valgan. Lo que cuenta es la esperanza. Y la esperanza es universal. Además de ser universal es segura, porque, como dice Tomás de Aquino, no se apoya en nuestras fuerzas o posibilidades, sino en el poder y en la misericordia de Dios, que no tienen límite alguno.

Una esperanza así no puede convertirse en una escapatoria que nos haga olvidar la necesidad de esperanza humana para tantas personas que viven en la precariedad y hasta en la desesperación. La esperanza cristiana, si es auténtica, es un motivo más para luchar y trabajar, sin discriminación alguna, por una humanidad más justa, en la que se respete la dignidad de todos los hijos de Dios.

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4
Feb
2017
Confirmación, cumplimiento de una promesa
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Tuve ocasión de confirmar a 30 muchachos y muchachas de unos 17 años; habían hecho tres años de catequesis antes de confirmarse. Se notaba que estaban preparados y que acudían a recibir el sacramento con ilusión. Cuando me presentó a los confirmandos, el párroco dijo: “estos jóvenes fueron bautizados con la promesa de que serían educados en la fe, y de que un día recibirían por la Confirmación la plenitud del Espíritu Santo. Este fue el compromiso de sus padres y padrinos en el bautismo”.

Comencé la homilía aludiendo a estas palabras y dije algo así a los jóvenes: “vosotros, al venir a confirmaros, habéis dejado en buen lugar a vuestros padres y padrinos. Ellos hicieron una promesa. Vosotros sois la prueba evidente de que han cumplido lo que un día prometieron; la prueba de que su promesa no fue un puro formalismo vacío, sino un compromiso serio. Esta promesa es la más importante que pueden hacer unos padres: comprometerse a educar a sus hijos en la fe. Os felicito, porque habéis dejado en buen lugar a vuestros padres. Además, un hijo, una hija que deja bien a sus padres es una buena garantía de que un día será un buen padre y una buena madre”.

A veces, al recibir un sacramento, hacemos promesas no sólo sin intención de cumplirlas, sino sin ni siquiera saber lo que hacemos. Sin duda, la vida es compleja y, a veces, nos lleva por donde no queremos. Pero una cosa es no poder cumplir una promesa por causas ajenas a nosotros, y otra cosa es prometer sin saber lo que prometemos o sin ninguna intención de cumplir lo prometido. Si el sacramento “falla” (no solo en el caso del bautismo, también del matrimonio o incluso del orden sacerdotal) por la primera causa, habrá que analizar con prudencia y comprensión lo ocurrido. Si falla por la segunda, entonces somos unos payasos que más valdría que reservásemos la payasadas para otras ocasiones.

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31
Ene
2017
Presentación del Señor y Vida Consagrada
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El dos de febrero, fiesta de la presentación del Señor en el templo, se celebra desde hace ya muchos años la Jornada de la Vida Consagrada. El lema propuesto para este año es: “testigos de la esperanza y de la alegría”. Las hermanas y frailes de un instituto religioso, los miembros de un instituto secular, las nuevas formas de vida consagrada, la vida eremítica, todas y todos estamos llamados a dar gracias a Dios por el don de la esta vocación y a reavivar nuestro compromiso de entrega a Dios y de servicio a las personas.

¿Qué relación hay entre la vida consagrada y la presentación del Señor? Evidentemente no hay una relación directa. Pero es posible encontrar alguna similitud que sea un estímulo para las personas consagradas y, más ampliamente, para todos los cristianos. Los padres de Jesús, a los cuarenta días de su nacimiento, llevaron a Jesús al templo para “presentarlo al Señor”, como también lo hacían los otros padres piadosos de Israel. Presentar un niño al Señor es un modo de decirle al buen Dios: te encomendamos esta vida y queremos que ella esté siempre orientada hacia ti, queremos que todos sus pensamientos y acciones estén acordes con tu santa voluntad; en suma, queremos que este niño sea un consagrado, alguien que viva en comunión contigo.

Ahí es donde yo veo la relación de este acontecimiento de la vida de Jesús con la consagración que todo cristiano hace de su vida en el bautismo y con la ratificación de la consagración bautismal en la vida consagrada. Pues lo que se conoce como vida consagrada es un modo de vivir cristianamente con un determinado estilo, según un carisma, cumpliendo un servicio evangélico, siendo testigos de Dios en el mundo. Pero sobre todo, vivir como consagrados es ponerse de cara a Dios, dejarse llenar de su Espíritu, que renueva nuestros pensamientos, nuestras acciones y nuestro corazón.

Todo cristiano es un consagrado. Todos, en la Iglesia, vivimos nuestra consagración bautismal según un determinado estilo: en la soltería, en la viudedad, en el matrimonio, en el celibato y/o en comunidad fraterna. Las personas que llamamos consagradas recuerdan a todos los fieles lo esencial de la vocación cristiana. Y el resto de los fieles, estimula a esas personas consagradas a vivir su vocación de entrega a Dios y de servicio a los hermanos.

En la presentación de Jesús se hicieron presentes un profeta y una profetisa (Simeón y Ana). Alrededor de Jesús está siempre lo femenino y lo masculino. Podemos ver ahí un buen signo de que en la vida consagrada debe primar la fraternidad: todos somos iguales, todos importantes. En la vida de los consagrados se cumple o debería cumplirse eso de que en Cristo Jesús ya no varón ni mujer. No porque no haya diferencias entre las personas, sino porque las diferencias enriquecen el cuerpo de Cristo y, lejos de rivalizar, están llamadas a colaborar. Más aún: cada uno debe reconocer, valorar y agradecer el don recibido por el otro.

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