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Ene2016¿Crear de la nada? ¡Crear desde el amor!
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Ene
La teología ha repetido hasta la saciedad que Dios crea de la nada, “ex nihilo”. Con esta expresión, que tiene un cierto fundamento bíblico (2 Mac 7,28), se pretende decir que Dios crea sin requisito previo alguno, que no existe ninguna necesidad que motive su actuación, ni condición alguna que le determine. Tampoco se da materia primigenia alguna que trace límites a su actuación. Por otra parte, decir que Dios crea de la nada descarta cualquier preexistencia de la materia y cualquier consideración de la materia como divina. Dicho lo cual, me pregunto si no es ya hora de completar esta afirmación con una más fundamental y primera: Dios crea “ex amore”, por amor y desde el amor, tal como indica el Concilio Vaticano II, en un texto poco citado (Gaudium et Spes, 2).
Si Dios se decide a creer no es porque le falte o necesite algo. En virtud de su absoluta plenitud, Dios no puede buscar algo. Si crea lo hace de forma totalmente desinteresada y por pura bondad. Crea el mundo para que puedan existir seres humanos, para que pueda automanifestarse, comunicarse, difundirse, expandirse el amor encerrado en la realidad interpersonal divina. Y como el amor es determinante de todo lo que Dios hace, cuando crea a un ser distinto de él, sólo puede hacerlo por amor. No por casualidad, ni por necesidad, sino porque quiere.
Bien pensado, Dios no puede crear “de la nada”, sino desde sí mismo, porque fuera de él no hay nada. El ocupa todo el espacio del ser. De modo que, al crear, Dios cede, se retira, deja espacio para que otros sean, y sean con todas las consecuencias, la primera de ellas la independencia. La retirada de Dios funda la libertad humana. Es lo propio del amor: ceder para que el otro sea. Ahora bien, “dando al hombre espacio al crearlo, Dios se pone a sí mismo en situación de vulnerabilidad. Se trata de una aventura llena de riesgos. Atreverse a llamar a la vida a los hombres creándolos es, visto desde Dios, un voto de confianza en el ser humano y en su historia y, además, llevado a cabo sin imponer ninguna condición ni exigir garantía alguna al hombre. La creación del ser humano es un cheque en blanco del que Dios mismo sale fiador. Dios hace voluntaria renuncia de poder creando a los hombres con una voluntad propia, libre y finita. Dios se hace con ello, hasta cierto punto, dependiente del ser humano y, por lo mismo, vulnerable” (E. Schillebeeckx).
El mundo puede considerarse como naturaleza: se trata del conjunto de todas las cosas materiales existentes, objeto de estudio de las ciencias y de reflexión de la filosofía. También el ser humano puede entenderse como naturaleza: un mamífero bimano, con capacidad de reproducción, dotado de inteligencia y de lenguaje articulado, con un cuerpo compuesto de billones de células, que se mueve por medio de los músculos, dotado de órganos sensoriales que le ponen en comunicación con el mundo exterior.
Seguro que el título a muchos les sonará extraño. Sobre todo si piensan que el pueblo de Israel creía de forma firme, y ya desde sus comienzos, en un solo y único Dios. No debemos olvidar que esta fe israelita (y en general, el conjunto de la revelación judeo-cristiana) es histórica. Una de las primeras consecuencias de la historicidad es la gradualidad. La revelación es procesual. No es extraño, por tanto, que en el Antiguo Testamento aparezcan restos de politeísmo. Más interesante aún: restos de un diosa, esposa de Yahvé.
Los cristianos nos las damos de muy espirituales. Pero, en ocasiones, tengo la impresión de que somos muy materialistas. Muchos creyentes confunden lo real con la físico. Y sin embargo, lo físico es solo un aspecto de una realidad mucho más amplia y plural. Sin duda, estos cristianos creen que hay seres invisibles, como los ángeles o los santos, pero les encanta que tales seres invisibles se hagan presentes ante los ojos y, aún más, que se puedan palpar. De ahí la importancia que para ellos tienen las “apariciones” de seres celestiales.
Aunque no sea muy usada, en castellano existe la palabra destinación. En francés es una palabra de uso más corriente y eso permite a los franceses jugar con los términos "destino" y "destinación". En castellano se entiende mejor este juego de palabras si distinguimos el destino (el ciego destino) de aquello a lo que estamos destinados; dicho de otra manera: de cuál es nuestra meta. Con el término destino designamos una situación inevitable, no escogida, que se nos impone. Su contrario sería la libertad. Ahora bien, la libertad no es solo la posibilidad de escoger; entendida así queda asociada a la indecisión que precede a toda elección insegura e incierta. La libertad es un acto de responsabilidad que nos hace capaces de asumir aquello que nos conviene y nos realiza. La libertad, por tanto, es el acto capaz de transformar el destino.
En los días que preceden a la fiesta de la Epifanía, la liturgia eucarística propone unos evangelios que hablan de seguimiento de Cristo. Resultan muy oportunos para cerrar el ciclo del adviento y de la navidad. Adviento, o sea, venida; Navidad, o sea, aparición; Epifanía, o sea, manifestación. Todo es lo mismo. El Señor Jesús viene para manifestarnos quién es el Padre, para darnos a conocer que este Dios clemente y misericordioso del que hablaba Israel es un Dios cercano que nos ama como no se puede amar más. La lógica respuesta ante este anuncio y esta manifestación es ponerse en camino hacia el Dios que siempre viene. Y para ello nada mejor que seguir a su mensajero. De ahí la oportunidad de estos relatos de seguimiento.