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Blog Nihil Obstat

Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
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27
Jun
2015
Experiencia de Dios ¡en los ateos!
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Con toda brillantez ha defendido Antonio Praena su tesis doctoral. Tesis llena de contenido, con mucho trabajo previo, y con algunas perlas. Por ejemplo esta: Tomás de Aquino reconoce en quién dice “Dios” una cierta, aunque remota experiencia de Dios. Conclusión inmediata: el ateo, si habla de Dios para negarle, ya le está nombrando, está hablando de Dios, aunque sea para decir que no existe. Luego tiene alguna experiencia de Dios. ¿Cuál puede ser esta experiencia? Para empezar, muchos ateos tienen la experiencia de lo que Dios “no es”. Y en este sentido se acercan a una experiencia propia de los místicos cristianos, expresada de este modo por la teología de santo Tomás: de Dios sabemos mejor “lo que no es” que lo que es. Lo que es lo sabemos muy imperfectamente.

Pero hay más. A veces, los ateos tienen razón cuando dicen lo que no es Dios. Desgraciadamente, en ocasiones hemos sido los propios creyentes los que hemos provocado esta reacción atea de decir: “eso no, eso no puede ser”, porque nosotros equivocadamente hemos dicho “eso sí que es Dios”. Pudiera ocurrir que esos creyentes que dicen que “eso es Dios” cuando en realidad no lo es, no fueran del todo culpables. La misma Escritura ofrece imágenes violentas de Dios que, a la luz de Cristo, no son aceptables. Pero ahí están. Y si las tomamos en su literalidad, sin la necesaria critica y el necesario discernimiento que merecen los textos religiosos, podemos inducir a los no creyentes por caminos equivocados y alejarlos de Dios a causa de nuestra falsa presentación.

De ahí un principio tomista que puede ayudar a la mutua comprensión y al mutuo diálogo entre creyentes y no creyentes, entre cristianos y creyentes de otras religiones: cuando hablamos de Dios nunca alcanzamos a decir “lo que Dios es”; nuestro lenguaje siempre es imperfecto, insuficiente, porque es humano (incluido el lenguaje de la Escritura). Esto nos conduce a la necesaria humildad a la hora de hablar de Dios. Y al reconocimiento de que por muy bien que hablemos de él, precisamente porque hablamos de forma imperfecta e incompleta, es posible que no logremos convencer. De ahí que solo podemos proponer y explicar. Y escuchar las dificultades que el otro tiene para así explicarnos mejor. De este modo, las dificultades del increyente ayudan a profundizar la fe, a mejorar sus expresiones, a purificarla y a desempolvarla de lo inauténtico.

La tesis tiene 465 páginas y no trata de los ateos; es un estudio sobre unas cuestiones de Tomás de Aquino. Lo que acabo de escribir, que es solo responsabilidad mía, es un modo de felicitar a Antonio Praena y de alegrarme con él.

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23
Jun
2015
Vida y espiritualidad ecológicas
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La encíclica del Papa Francisco termina con un canto a la esperanza. El Papa confía en el ser humano y en su capacidad de conversión y de mejora, pues “no hay sistemas que anulen por completo la apertura al bien, a la verdad y a la belleza, ni la capacidad de reacción que Dios sigue alentando desde lo profundo de los corazones humanos”.

A veces, ante los graves desafíos que se plantean a nuestras sociedades, y a la vista de la inoperancia y hasta la corrupción de los políticos, de aquellos que deberían tomar iniciativas e impulsar soluciones, las personas adoptamos actitudes pasivas y nos desanimamos. A lo sumo, nos quedamos en una queja impotente. Pero el Papa, al final de su encíclica, propone una serie de actitudes humanas y cristianas que cada uno de nosotros estamos en condiciones de adoptar. Estas actitudes contribuyen decisivamente a la protección de la naturaleza y a una mejor calidad de vida, aunque a veces no seamos conscientes y no veamos resultados inmediatos.

Es necesario cambiar nuestros hábitos consumistas. “Mientras más vacío está el corazón de la persona, más necesita objetos para comprar, poseer y consumir”, escribe el Papa. De ahí la necesidad urgente de una educación ecológica y de cobrar conciencia de nuestra responsabilidad como consumidores: cuando dejamos de adquirir ciertos productos, obligamos a modificar el comportamiento de las empresas, forzándolas a considerar el impacto ambiental. Hay que educar a nuestros jóvenes para que asimilen que el consumismo no da la felicidad. Hay que evitar el uso de plásticos y de papel, reducir el consumo del agua, separar los residuos, cocinar solo lo que se puede comer, tratar con cuidado a los demás seres vivos, utilizar el transporte público. La familia es el lugar para cultivar los primeros hábitos del amor y del cuidado de la vida.

Y para los cristianos una espiritualidad ecológica. Una denuncia: “tenemos que reconocer, dice el Papa, que algunos cristianos comprometidos y orantes, bajo una excusa de realismo y pragmatismo, suelen burlarse de las preocupaciones por el medio ambiente”. Un recordatorio: la espiritualidad no está desconectada del propio cuerpo, ni de la naturaleza, ni de las realidades de este mundo. Una propuesta: la espiritualidad cristiana propone un crecimiento con sobriedad y una capacidad de gozar con poco; no apegarnos a lo que tenemos ni entristecernos con lo que no poseemos. Una referencia a Jesús: cuando habla de los pájaros y dice que ninguno de ellos está olvidado ante Dios, ¿seremos capaces de maltratarlos o de hacerles daño?

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19
Jun
2015
Encíclica que avala predicciones catastróficas
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“Las predicciones catastróficas ya no pueden ser miradas con desprecio e ironía. A las próximas generaciones podríamos dejarles demasiados escombros, desiertos y suciedad. El ritmo de consumo, de desperdicio y de alteración del medio ambiente ha superado las posibilidades del planeta, de tal manera que el estilo de vida actual, por ser insostenible, sólo puede terminar en catástrofes, como de hecho ya está ocurriendo periódicamente en diversas regiones”. Es difícil sintetizar en pocas palabras la encíclica del Papa Francisco sobre “el cuidado de la casa común”, que es esta hermosa tierra que Dios nos ha regalado. Las que acabo de citar sirven para darse cuenta de cuál es su orientación. Se trata de un grito de alarma, de una llamada profética que, como todas las buenas profecías no busca destruir sino construir, no busca condenar sino convertir, no busca alarmar sino mejorar.

Esta encíclica no gustará a todos. No gustará a los que niegan el calentamiento global, a las grandes petroleras, al sector del carbono y de la minería, y a los políticos que les protegen. Tampoco gustará a los bancos, las instituciones que más se han enriquecido con la crisis financiera de 2007-2008. Pero quizás esta sea una prueba más de la oportunidad y necesidad de la encíclica. A veces el valor de una denuncia o de una propuesta se mide por la oposición y el rechazo que suscita.

La encíclica es una defensa del medio ambiente. Pero es sobre todo una defensa de la humanidad. Especialmente de los más pobres, de los que más sufren las consecuencias de este crecimiento desmesurado, de esta explotación indiscriminada de los recursos. Esta defensa requiere un cambio del paradigma tecnoeconómico, consumista y de rentabilidad inmediata, por otro de diálogo, colaboración y solidaridad.

Una clave: Todo está relacionado, los distintos componentes del planeta, las especies vivas. Esta relación alcanza dimensiones personales cuando se trata de la relación del ser humano con Dios, de los seres humanos entre sí y de los seres humanos con el conjunto de la naturaleza. La clave del universo es la comunión, porque Dios es comunión. Pero esta comunión hay que entenderla en sentido fuerte. No es una mera relación desde fuera. Es una interpenetración, en el sentido de que nos pertenecemos mutuamente; por eso dependemos unos de otros.

Un principio tomista dice que el conocimiento de la fe presupone el conocimiento natural. La encíclica es una buena aplicación de este principio. El Papa ha tenido bien en cuenta los datos más seguros y fehacientes de la ciencia que, en los últimos decenios, han llevado a la conclusión de que “esto no puede seguir así”, porque si sigue así nos quedaremos sin casa. Y si nos quedamos sin casa, no tendremos dónde vivir.

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17
Jun
2015
Dios presente en el riesgo del amor
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El predicador hablaba de san José. Y lo hacía bien. Decía que una de las cosas más admirables en José era la conjunción entre duda y amor; explicaba cómo la fe le ayudó primero a vivir con la duda y luego a superarla. José, al ver el embarazo de María se tuvo que hacer muchas preguntas, pero el gran amor que le profesaba le invitó a no hacerle daño; por eso pensaba “despedirla en secreto”, sin armar escándalo, sin señalarla. Añadió el predicador: menos mal que el ángel del Señor acudió en su ayuda y le reveló el secreto del embarazo. Una vez conocido el secreto, José se mantiene al lado de María. Entonces el predicador dijo algo que me hizo pensar: “me pregunto por qué el ángel no se apareció antes a José, por ejemplo en el momento de la Anunciación”. Así, pensaba el predicador, se hubieran evitado todas las dudas, pues la cosa hubiera quedado clara desde el principio.

El ángel no se apareció antes a José (dejemos ahora de lado los modos de la aparición) porque Dios no hace magia. En la Biblia, la aparición de un ángel es un modo de expresar la presencia de Dios en la vida de alguien. Pero Dios no se hace presente de forma espectacular. Dios habla a través de los acontecimientos de la historia. Por eso el ángel no podía “aparecerse” a José antes de que se enterase del acontecimiento, puesto que le hablaba a través del acontecimiento. Cuando José se dio cuenta de que María estaba embarazada, lo lógico, si la amaba y confiaba en ella, fue que le preguntase lo que había ocurrido. Probablemente fue un diálogo difícil. Ninguno de los dos debía comprender gran cosa. Pero se fiaban el uno del otro. En este diálogo José y María cobraron conciencia del misterio que les envolvía. Y en este cobrar conciencia estaba hablando Dios. Fiándose de María (que probablemente debía entender que con ella estaba ocurriendo algo muy extraño), José se arriesgó, precisamente porque la amaba. A través del riesgo del amor, Dios se le hizo presente.

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13
Jun
2015
Cafarnaúm, donde está la casa
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Jesús, “dejando Nazaret, vino a residir en Cafarnaúm a orillas del lago” (Mt 4,13). A partir de este momento, Jesús comenzó a proclamar la cercanía del Reino de Dios (Mt 4,17). En Cafarnaúm estaba la casa de Pedro donde, al parecer, vivía Jesús, junto con algunos de sus discípulos. No es su familia carnal, pero es donde lo recibieron, y donde la ciudad entera se reunía para que Jesús curase a los enfermos (Mc 4,33). Estas curaciones empezaron por la suegra de Pedro. Es bueno empezar por los de casa. A veces olvidamos, precisamente, a los que tenemos más cerca.

Como en el caso de Nazaret, Gabriel Napole se pregunta por la significación de Cafarnaúm para nuestro seguimiento de Jesús. Y responde diciendo: de cara a nuestro seguimiento de Jesús, lo que descubrimos en Cafarnaúm es “el significado de la comunidad eclesial… Aquella en la cual nos unen los lazos de la fe y no los de la sangre. Los lazos de la sangre, Jesús los dejó en Nazaret… Los nuevos lazos de Jesús en Cafarnaúm son el fruto del compromiso por el reino… Los que acogen el anuncio del reino y se vinculan con él, esos pasan a ser ahora su familia, su comunidad: Pedro, sus discípulos y sus discípulas, que acuden una y otra vez a escuchar su enseñanza, allí en la casa”

Es interesante notar que Cafarnaúm es el lugar dónde Jesús se queda un tiempo, enseñando en la Sinagoga a la gente. Aunque a sus discípulos les enseñaba “en la casa” que, en su grupo, el primero es el que sirve: “si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9,33-35). Desde Cafarnaúm, Jesús sale a las aldeas cercanas, porque tiene una misión que cumplir. La casa, la Iglesia, es el lugar donde se escucha la Palabra, pero hay que salir fuera para proclamarla. Y, si es necesario, hay que regresar luego a la casa, a la Iglesia, para experimentar la fraternidad y volver a nutrirse de la Palabra de Jesús. La casa es el lugar privilegiado de la formación de los discípulos. Pero el ancho mundo es el espacio donde los discípulos son enviados a predicar.

Finalmente, Cafarnaúm es el lugar en el que Jesús realizó muchos signos y milagros, pero la gente no le creyó (Mt 11,23-24). Siendo su casa y su base apostólica no parece haber recibido toda la acogida esperada. Tenemos ahí una seria advertencia para nuestro seguimiento de Cristo. No todos los que escuchan la Palabra y han vivido la fraternidad, se mantienen fieles al Señor. También dentro de la Iglesia es posible ser infiel. Cafarnaúm es una llamada a revisar la calidad de nuestro seguimiento.

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9
Jun
2015
Nazaret o vivir el seguimiento en lo cotidiano
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¿Es posible, a partir de la geografía, hacer espiritualidad? Eso es lo que hizo, en unos Ejercicios, predicados pocos días antes de su muerte, Gabriel Marcelo Napole. Por ejemplo: ¿qué podemos aprender de Nazaret, ese pequeño pueblo en el que Jesús vivió la mayor parte de su vida? En los tiempos bíblicos era un pueblo desconocido e insignificante. En los pequeños pueblos de entonces, las casas no tenían puertas y, menos, cerraduras, sino cortinas. Nazaret era un pueblo muy vulnerable. Jesús era conocido como “el nazareno”. Algo que probablemente no era, de entrada, ningún elogio, pues de Nazaret se decía que no podía salir nada bueno.

En Nazaret, Jesús no hizo cosas extraordinarias, como quisieran hacernos creer los evangelios apócrifos. Nazaret era un lugar dónde todos se conocían y, a lo mejor por eso, no se fiaban demasiado unos de otros. Los de su pueblo, dice Mc 6,3, “se escandalizaban” de Jesús. Y, sin embargo, fue allí, en las costumbres y en la vida diaria de este lugar, donde Jesús descubrió la presencia de Dios: allí el niño crecía en edad, en sabiduría y en experiencia de Dios. Nazaret es el tiempo del crecimiento y de la maduración. De ahí la pertinencia de la pregunta de fray Gabriel Napole: ¿qué evoca Nazaret para nuestro seguimiento de Jesús?

Nazaret evoca el día a día del seguimiento. En el seguimiento de Cristo los acontecimientos extraordinarios son poquitos. Llega un momento en que la vida cristiana parece muy rutinaria. Nazaret evoca el seguimiento de Jesús en lo cotidiano y ordinario de la vida. Nazaret es la escuela en la que se aprende a descubrir la presencia de Dios en la vida “tal como es”, en el trabajo de la gente y en los rostros de los que están a nuestro lado. El ruido de la calle puede ser tan eco de Dios como el silencio de un monasterio. En el lugar donde nos toca vivir es dónde el Señor nos ama y nos invita a descubrirle.

Pero también es una alerta contra la rutina. Cada día hay que renovar el seguimiento. Por eso Nazaret es el lugar de la perseverancia, de decir cada día un nuevo sí al Señor. En lo cotidiano hay momentos favorables y momentos de crisis. Pero lo cotidiano es la oportunidad para mirar hacia adelante. Después de cada noche viene un amanecer. No todo se acaba en el hoy, no todo se explica con el presente. Nazaret puede ser un lugar de esperanza, desde donde otear un futuro mejor.

Nazaret evoca también la comunión dentro de la diversidad. En un pueblo pequeño la gente es tan distinta como en una gran ciudad, pero la vulnerabilidad del pueblo nos hace cobrar conciencia de la necesidad que tenemos unos de otros. Un pueblo pequeño se lleva entre todos, y los problemas de uno afectan a los otros. Dos debilidades se hacen fuertes cuando se apoyan mutuamente. Dos soledades que se unen crean comunión. En el seguimiento de Cristo nos hacemos vulnerables, no porque seamos débiles, sino porque nos abrimos los unos a los otros. Es la vulnerabilidad del amor.

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5
Jun
2015
Vacaciones, ¿para ser feliz?
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Yendo de cara al verano muchas personas hablan de vacaciones. O sea, de un tiempo de descanso o, con más precisión, un tiempo en el que se dejan de realizar las actividades habituales, sobre todo aquellas que tienen que ver con el trabajo remunerado o con el estudio. En este sentido, a mi me parece que las vacaciones son legítimas y necesarias. Siempre que no nos olvidemos de tanta gente que no tiene trabajo o que, si lo tiene, no puede dejarlo porque su salario es tan miserable que, si deja de trabajar, deja de comer.

Preguntar si ese tiempo de descanso o de cese de actividad habitual tiene como objetivo el ser feliz es una pequeña provocación que invita a reflexionar sobre lo que provoca felicidad. Eso de ser feliz es algo que todos los seres vivos buscan, de una u otra forma. Todos buscan lo que les conviene, todos huyen de lo que no les resulta favorable. Pero el ser humano, además de buscar la felicidad instintivamente, la busca reflexivamente. Y se pregunta si todo lo que instintivamente le apetece o satisface, le hace feliz. Porque hay apetitos que, a la larga y, a veces a la corta, producen desgracia. Sobre todo cuando estas apetencias no se controlan: tomar un vaso de buen vino es algo que apetece a mucha gente; hacer una quiniela puede ser divertido. Tomar muchos vasos de vino o jugar en el casino puede ser una tragedia.

La felicidad no está ni en el descanso ni en el cese de la actividad. Aunque el descanso puede ser necesario desde muchos puntos de vista, su objetivo no es conseguir la felicidad. No es fácil decir en concreto lo que es la felicidad. Todos la buscan, pero no todos la encuentran, y los que la encuentran, la encuentran de distintas maneras, en distintos lugares y con diversas intensidades. ¿Ser feliz es sentirse saciado en todas las dimensiones de la vida? ¿Quizás en todas no, pero, al menos, en las fundamentales? ¿Y dónde pone cada uno lo fundamental? En este mundo, ¿es posible una felicidad estable y completa? Un creyente puede decir que el encuentro con Dios es el gozo del corazón y la plenitud de todas las aspiraciones. Pero, a Dios, en este mundo, nunca le encontramos claramente. Dios siempre se nos escapa. En todo caso, una cosa me parece cierta: si no somos felices en vuestra vida ordinaria, tampoco lo seremos en vacaciones.

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2
Jun
2015
Si quieres, puedes curarme
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“Si quieres, puedes limpiarme” son las palabras que un leproso le dirige a Jesús (Mc 1,40). Según el relato evangélico, Jesús curó al leproso. Recuerdo el comentario que me hizo una buena amiga, con serios problemas de salud, después de escuchar este relato en la liturgia dominical. Ella contaba que una vez había estado en Lourdes. Y en la gruta, delante de la imagen de la Virgen, tuvo la tentación de repetir las palabras del leproso del evangelio: “si quieres, puedes curarme”. Pero no lo hizo. Lo que ella pidió fue algo posiblemente más difícil: “ayúdame a sobrellevar mi enfermedad”.

Lo fácil es decir que Dios es bueno cuando las cosas van bien. Lo difícil es creer en Dios en toda circunstancia, en los momentos buenos y en los malos. Ahora bien, yo sospecho que cuando las cosas van bien, algunas personas, en vez de dar gracias a Dios y reconocer que todo lo bueno viene de él, lo que hacen es apelar a la buena suerte o, incluso, a los propios méritos. Cuando las cosas van mal, entonces algunos se acuerdan de Dios, pero no para alabarle, sino para culparle: “¿qué habré hecho yo, Señor, para merecer esto?”. El justo es el que bendice al Señor en todo momento, consciente de que Dios no es un criado, que encima tiene poderes mágicos, y que está ahí para satisfacer nuestros caprichos. La oración es otra cosa: es dar gracias a Dios por haberle conocido y por gustar la alegría de su presencia amiga en todas las circunstancias de la vida, sabiendo que en la vida hay buenos y malos momentos, alegrías y tristezas, porque esto es lo propio de la condición humana.

Un Dios milagrero, un dios que soluciona los problemas con sólo pedírselo, ese no es el Dios de Jesús. Ese es el dios de los que crucificaron a Jesús. En efecto, los enemigos de Jesús, al pié de la cruz, le instaban a qué bajase de la cruz. Esa bajada hubiera sido para los enemigos de Jesús la gran prueba de que Dios estaba con él. Y, añadían con ironía, que si eso ocurría creerían en él. Es dudoso que así fuera: en el fondo, cuando odias a alguien, cualquier cosa buena que le ocurra la interpretas de mala manera. Y cuando amas, aún en los momentos malos, sabes reconocer la maravilla del amor.

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29
May
2015
El que se busca, se pierde
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Hay una palabra de Jesús que bien pudiera ser una de las más importantes claves de toda existencia humana: el que se busca a sí mismo, se pierde; pero el que entrega la vida, ese la gana. Para entender esta paradoja es bueno recordar que el ser humano no tiene su origen en sí mismo; la vida es un regalo, nos hemos encontrado con ella. ¿Quién nos la ha regalado? La naturaleza, dicen algunos; Dios, dicen los creyentes. Sea quién sea el dador, la vida es un don. La condición de posibilidad de vivir y de ser autónomo, la condición de ser, es dejar de pertenecer al dador, bien emergiendo de la naturaleza, bien saliendo de Dios. Si no salgo de Dios, si me quedo en el seno divino, no puedo ser autónomo, no puedo ser independiente. Ahora bien, dejar de estar en Dios, dejar la mente o el seno divino, tiene un precio: ser finito, limitado, precario. Dígase lo mismo si nos referimos a la naturaleza. Dejar de ser “natural” tiene un precio: la naturaleza puede acosarme, convertirse en mi oponente. Más aún, el ser libre e independiente tiene un precio: la posibilidad de utilizar mal la libertad y de renegar de mi finitud.

El hombre, desde que nace, muestra una tendencia a ordenarlo todo alrededor de sí mismo. Cree que todo le pertenece, que todo está a su servicio, empezando por su madre. El hombre comienza por pensar sólo en sí mismo, porque entiende que ahí está la felicidad. El hombre está curvado sobre sí mismo, no ve más que a sí mismo. Todo lo demás está en función de sí mismo. Y ahí es donde comienza a equivocarse. Ahí está también la permanente posibilidad del pecado. Porque cuando sólo nos vemos a nosotros mismos, nos perdemos. Cuando queremos ser únicos, nos desligamos de la fuente de la vida; olvidamos de que la vida viene de otros y se sostiene gracias a otros. Nos encontramos, cuando salimos de nosotros mismos. Solo cuando nos abrimos el otro, cuando amamos y acogemos, nos encontramos. Al abrirnos ensanchamos nuestro yo. Pero este ensanchamiento es una consecuencia de una realidad más profunda: al abrirnos nos unimos, y al unirnos vivimos.

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26
May
2015
¿Podemos ser buenos sin Dios?
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Bastantes creyentes piensan que sin Dios todo el edificio de la moral se derrumbaría. Porque si Dios no existe, ¿no está entonces todo permitido? Este planteamiento encuentra en algunos ateos una extraña complicidad. También ellos están interesados en afirmar que la moral no precisa de la fe en Dios. Más aún, que sin Dios seríamos más libres y nos comportaríamos mejor. La religión todo lo estropea. Basta pensar en las consecuencias nefastas (llegando incluso a matar) que algunos sacan en nombre en Dios.

Ya Tomás de Aquino se preguntaba si podemos hacer el bien sin la gracia, o sea, sin Dios. Y respondía que sí. El ser humano puede organizar la sociedad, construir hospitales y carreteras, o preocuparse de los pobres y necesitados sin ser creyente. Pero de ahí no hay que concluir que a Dios sólo le necesitemos para alcanzar la vida eterna y que, en los asuntos mundanos, no tenga ninguna influencia. Al contrario, Dios es factor de humanidad. A Dios le necesitamos para vivir humanamente, para encontrar la plena estabilidad humana en este mundo. La gracia tiene repercusiones en el aquí y ahora de nuestra existencia mundana. Si el amor confiere estabilidad y equilibrio a la vida, la acogida del amor de Dios no puede menos de traducirse en una serie de repercusiones físicas, psicológicas y afectivas en nuestro ser y en nuestra manera de vivir. La confianza en Dios permite vivir sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte; o en todo caso, asumir los problemas y miedos de otra manera.

Según Tomás de Aquino en la actual situación de pecado, la gracia de Dios es necesaria para la realización efectiva de lo que hoy calificamos de derechos y deberes humanos. Pues toda vida humana se encuentra sometida a múltiples solicitaciones, y no todas son buenas. El hombre siente su inclinación al mal. Hay cosas que su razón y su conciencia le dicen que no son buenas y, sin embargo, el hombre se siente atraído por ellas. Unas veces la atracción del mal se le presenta tan súbitamente que no puede resistirla. Otras veces, el hombre quiere dejar de obrar el mal, pero parece como si el mal pudiera más que él, debido a las malas costumbres adquiridas o a la fuerza con que se presenta. Teóricamente, el hombre puede resistir una por una a las seducciones del mal. Pero llevar una vida según el bien y resistir habitualmente al mal, requiere serenidad, equilibrio, claridad de ideas y de objetivos. No cabe duda que la gracia de Dios, al otorgar estabilidad y equilibrio personal, es un socorro necesario para que la orientación del hombre hacia el bien encuentre continuidad y firmeza.

Por otra parte, no hay que olvidar que el Espíritu Santo actúa fuera de la explícita confesión cristológica. Su acción no está limitada por las Iglesias ni por las religiones. El es el que inspira todas nuestras buenas obras y el que las sostiene, lo sepamos o no lo sepamos. Y como el Espíritu Santo es inseparable de Cristo, hay que afirmar que donde hay bien, de una u otra manera, allí está el Señor; y dónde hay mal, hay ausencia de Dios.

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