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Jun2009Libertad para el amor
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Jun
El pecado, la ruptura con Dios, es un posible resultado de la libertad humana. Esto hace que algunos cristianos se pregunten si no sería bueno que Dios nos hubiera dado “menos” libertad. Más aún, algunas personas piadosas llegan incluso a preguntarse si es legítima la oración para que Dios nos tenga bien “atados” e impedir así que podamos pecar. Estos planteamientos olvidan que el ser humano no es un robot, que siempre hace aquello que su creador desea. Si Dios nos ha creado libres es porque desea que seamos sus interlocutores, para poder así establecer con cada uno de nosotros una relación de amor. La libertad es la condición ineludible, el precio que hay que pagar, para que pueda haber amor. Este precio tiene un riesgo: la posibilidad de cerrarse al amor. No querer pagar este precio es cerrar todas las puertas al amor. El don más grande que el hombre ha recibido, su libertad, es lo que hace posible su perdición. La grandeza y la debilidad del hombre son idénticas. Ni siquiera Dios puede suprimir una sin suprimir la otra.
Tomar en serio la autonomía de lo creado supone afirmar: los seres de los más altos niveles de organización tienen un mayor grado de autodeterminación, lo cual culmina en la libertad humana; y tienen una mayor capacidad de resistirse a los propósitos iniciales de Dios respecto a ellos. A este respecto San Pablo, tras proclamar su convicción creyente de que hemos sido llamados a la libertad, advertía que esa libertad puede usarse para servir a la carne, aunque en realidad el propósito inicial divino ha sido crearla para el amor.
La capacidad de resistencia a la voluntad de Dios es el reverso necesario de la posibilidad del amor auténtico. Hay un poema vasco sobre un pájaro que siempre recuerdo cuando me plantean este tipo de problemas: “Si le hubiera cortado las alas, habría sido mío, / pero habría dejado de ser pájaro / y yo, lo que amaba, era el pájaro”.