Jul
Jesucristo, plenitud de la ley natural
4 comentariosLa ley natural, expresión de la razón común a todos los seres humanos, no es ajena al Evangelio de Jesús. Hay una convergencia entre lo que toda persona busca y lo que el Evangelio ofrece. Del mismo modo que hay un acuerdo profundo entre la búsqueda del bien y las orientaciones evangélicas. No hay oposición entre “lo natural” y “lo divino”, porque lo natural es obra divina. El orden natural no es sólo expresión de la bondad del Creador, sino que ha sido creado en Cristo y en Él encuentra su clave de comprensión, como recuerda un texto de la carta a los colosenses (1,15-17). Cristo ha restaurado la imagen de Dios en el ser humano y ha restituido el hombre a sí mismo. Jesucristo, con sus palabras y sus obras, es el criterio para descifrar cuáles son los deseos naturales más auténticos de la persona. De modo que el Evangelio termina siendo “lo más natural”, lo que “más normales nos hace”.
Los preceptos del Decálogo, que son la expresión privilegiada de la ley natural, porque se encuentran en la conciencia de todo ser humano, no han sido abolidos por Cristo, sino llevados a plenitud (Mt 5,17). Cristo convierte en positivo lo que espontáneamente surge en términos negativos en toda conciencia humana. Así, por ejemplo, “la regla de oro”: no hagas a nadie aquello que no quieres que te hagan a ti; se convierte, según Jesucristo, en: “todo cuanto queráis que los hombres os hagan a vosotros, hacedlo vosotros con ellos” (Mt 7,12). El Evangelio nos invita no sólo a “no hacer” el mal, sino a tomar la iniciativa de hacer el bien, aún sin ser correspondidos. El mandamiento del amor supera la regla estricta de la justicia conmutativa.
Con Jesús aparece una “humanidad nueva”, plenamente conforme al proyecto de Dios. Acogiendo su Espíritu podemos también nosotros convertirnos en criaturas nuevas, en personas renovadas, en las que lo divino ha llevado a plenitud lo humano, y lo humano se ha abierto a dimensiones insospechadas. Este Espíritu que, al transformarnos, nos hace actuar “naturalmente”, de modo que el creyente no hace el bien forzadamente, sino espontáneamente. Cuando acogemos el Espíritu divino la “ley natural” se convierte en “ley nueva”, en ley de Dios.