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Blog Nihil Obstat

Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
Sobre el autor

18
Ene
2016
La esposa de Yahvé
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Seguro que el título a muchos les sonará extraño. Sobre todo si piensan que el pueblo de Israel creía de forma firme, y ya desde sus comienzos, en un solo y único Dios. No debemos olvidar que esta fe israelita (y en general, el conjunto de la revelación judeo-cristiana) es histórica. Una de las primeras consecuencias de la historicidad es la gradualidad. La revelación es procesual. No es extraño, por tanto, que en el Antiguo Testamento aparezcan restos de politeísmo. Más interesante aún: restos de un diosa, esposa de Yahvé.

Algunos especialistas piensan que el culto a la diosa madre, a una gran diosa, soberana universal, es mucho más antiguo que el culto a los dioses. De hecho, los restos arqueológicos más antiguos son de estatuas que representan a diosas. Seguramente esto tiene motivos antropológicos: durante mucho tiempo fueron las mujeres las que aseguraban la alimentación, porque ellas se ocupan de recoger los alimentos que proporcionaba la tierra. Solo cuando aparece la agricultura, con la necesidad de manejar instrumentos pesados como el arado o de construir canales de riego, se sobrevalorará la fuerza masculina y al varón por encima de la mujer. La consecuencia religiosa-cultural es que los dioses cobraron más importancia que las diosas.

La diosa que aparece en el Antiguo Testamento es Asera. Ella era la diosa de la fertilidad vegetal y su representación era una estaca o tronco de árbol clavado en el suelo. Si no se conoce este dato, no se comprenden algunos textos del libro de los Jueces, del libro de las Crónicas o del libro de los Reyes. Estos textos muestran gran interés en que desaparezca no solo el dios Baal, sino el tronco que representa a su esposa. Desde esta clave invito a leer: Jueces 6,25-30; 2 Reyes 13,6; 2 Cro 31,1; 33,3 o 2 Reyes 23,4-7 en donde explícitamente aparece el nombre de Asera. De nuevo aparece esta diosa en el libro de Jeremías (44,15-19), bajo el nombre de “Reina de los cielos”. Según este texto el pueblo se revela contra Jeremías, y la deja bien claro que seguirán ofreciendo incienso a la diosa Reina de los cielos, como han hecho desde antiguo sus padres, sus reyes y sus jefes. El gran argumento del pueblo es que mientras han dado culto a la diosa les ha ido bien, cosa que no ha sido tan clara cuando han dado culto a Yahvé. Las evidencias arqueológicas corroboran este culto: en vasijas del año 800 a.C. se encuentran inscripciones como estas: “seas bendecido por Yahvé y su Asera”.

Me ha parecido interesante ofrecer estos datos, por poco conocidos. Lo cierto es que no fue fácil para Israel creer en el “Dios único”. Probablemente esto empieza a ocurrir de forma clara y definitiva a partir del exilio de Babilonia. En cualquier caso, los datos son una prueba bien concreta, aunque poco conocida, de un aspecto definitivamente adquirido en teología: la revelación tiene un carácter procesual y progresivo, y se adapta a las condiciones culturales de cada tiempo.

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14
Ene
2016
Materialismo cristiano
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Los cristianos nos las damos de muy espirituales. Pero, en ocasiones, tengo la impresión de que somos muy materialistas. Muchos creyentes confunden lo real con la físico. Y sin embargo, lo físico es solo un aspecto de una realidad mucho más amplia y plural. Sin duda, estos cristianos creen que hay seres invisibles, como los ángeles o los santos, pero les encanta que tales seres invisibles se hagan presentes ante los ojos y, aún más, que se puedan palpar. De ahí la importancia que para ellos tienen las “apariciones” de seres celestiales.

De hecho, la realidad fundamento de todas las otras realidades, el Ser que hace posible la existencia de todos los otros seres, es inmaterial. Un ser inmaterial es, por definición, invisible e impalpable en las condiciones de este mundo. Ese Ser fundamental es Dios, espíritu puro. Si alguien dice haberlo visto, seguro que se ha confundido. Si Dios fuera físico, sería necesariamente limitado. Sería además imposible que estuviera presente en todo lo real, pues lo físico tiene una presencia concreta. Por otra parte, Dios cuando crea no lo hace a partir de una materia pre-existente, sino “por la Palabra”. En el origen de todo lo físico no está lo físico, sino “la Razón”, o sea, una realidad no material. Por eso la creación no es un acto físico, sino metafísico. Creación no es afirmar una primera causa o una cadena de causas, sino afirmar que todo está sostenido en el ser. Dios es aquel sin el cual nada es. Más aún, precisamente porque la Razón, el Logos divino todo lo sostiene, el cosmos es “racional”, está estructurado racionalmente, la materia lleva una huella de lo inmaterial.

La mayor parte de los misterios cristianos son espirituales. Son muy reales, pero no son físicos, aunque, a veces, los materializamos para entenderlos. Pero si no somos conscientes de que esta materialización es un modo de entender, distorsionamos el misterio. Cierto, uno de los principales misterios de la fe cristiana, el de la Encarnación del Verbo, es físico, material, humano. Pero no es menos cierto que, en lo que tiene de humano, es limitado. Por eso la cristología no agota la teología, el misterio de Cristo no agota el misterio Dios: si “yo y el Padre somos uno”, no es menos cierto que “el Padre es mayor que yo”.

La presencia real de Cristo en la eucaristía es “pneumática”, espiritual, en virtud del poder del Espíritu. No es una presencia física. Es real, pero no física. Por eso la Iglesia cuando quiere explicar esta presencia habla de transustanciación: la sustancia del pan se convierte en el cuerpo de Cristo. Pero el término sustancia, en la filosofía utilizada para explicar el misterio, no es físico. Lo físico son los accidentes, que no cambian. Lo que cambia es la sustancia, un concepto metafísico. Esta comprensión de la sustancia y los accidentes es distinta de la que tiene la física moderna. Si no tenemos en cuenta esta diferencia, podemos confundir a los no creyentes y desprestigiar la religión.

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9
Ene
2016
Cambiar el ciego destino
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Aunque no sea muy usada, en castellano existe la palabra destinación. En francés es una palabra de uso más corriente y eso permite a los franceses jugar con los términos "destino" y "destinación". En castellano se entiende mejor este juego de palabras si distinguimos el destino (el ciego destino) de aquello a lo que estamos destinados; dicho de otra manera: de cuál es nuestra meta. Con el término destino designamos una situación inevitable, no escogida, que se nos impone. Su contrario sería la libertad. Ahora bien, la libertad no es solo la posibilidad de escoger; entendida así queda asociada a la indecisión que precede a toda elección insegura e incierta. La libertad es un acto de responsabilidad que nos hace capaces de asumir aquello que nos conviene y nos realiza. La libertad, por tanto, es el acto capaz de transformar el destino.

Sin duda hay elementos que escapan a la voluntad humana (eso es el destino), pero la manera como los manejamos está bajo nuestra responsabilidad. El que yo sea alto o bajo es mi destino, pero yo puedo asumir y vivir mis cualidades corporales de una u otra manera. La grandeza del ser humano está en su capacidad de sobreponerse a situaciones que, de alguna manera, se le imponen. El arte es un buen testimonio de esta capacidad: el escultor está condicionado por la piedra pero, al esculpirla, muestra hasta dónde puede llegar la libertad.

Todos los seres humanos, recuerda el Concilio Vaticano II, estamos llamados a un sólo e idéntico fin, puesto que nuestra vocación es una sola, la divina. A eso estamos destinados, esa es nuestra meta. Hacia eso caminamos. Pero no como un destino que se nos impone, como una especie de hado o fuerza desconocida, sino una meta que requiere nuestra aceptación libre. Porque esta vocación divina es una llamada al amor. Y el amor solo se realiza en la libertad.

Por otra parte, en este mundo nuestro, dónde hay tanta gente que lo pasa mal, muchos culpan al destino de su mala suerte. Tampoco ahí hay que culpar al destino, sino a la mala política que produce desgracias sin cuento, y a la falta de solidaridad de quellos que tenemos un mejor destino. Unos y otros deberíamos ser capaces de cambiarlo, para que en este mundo las personas pudieran vivir, no según los malos hados del destino, sino según la voluntad de Dios, que quiere a todos libres, responsables y felices. El cristiano no cree en el destino, no cree que cuando uno nace lo hace con las cartas marcadas. El cristiano cree que Dios nos ha hecho libres precisamente para poder cambiar el destino, para rebelarnos contra los elementos que nos atemorizan o nos esclavizan. Hay rebeldías que son fruto del Espíritu Santo: todas aquellas que conducen a pasar de condiciones de vida menos humanas a condiciones de vida más humanas.

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5
Ene
2016
¿Dónde está la fuente para que salga algo bueno?
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En los días que preceden a la fiesta de la Epifanía, la liturgia eucarística propone unos evangelios que hablan de seguimiento de Cristo. Resultan muy oportunos para cerrar el ciclo del adviento y de la navidad. Adviento, o sea, venida; Navidad, o sea, aparición; Epifanía, o sea, manifestación. Todo es lo mismo. El Señor Jesús viene para manifestarnos quién es el Padre, para darnos a conocer que este Dios clemente y misericordioso del que hablaba Israel es un Dios cercano que nos ama como no se puede amar más. La lógica respuesta ante este anuncio y esta manifestación es ponerse en camino hacia el Dios que siempre viene. Y para ello nada mejor que seguir a su mensajero. De ahí la oportunidad de estos relatos de seguimiento.

El evangelio del día 4 fue particularmente interesante, pues el verbo griego que hay detrás del "se quedaron con él" (los discípulos se quedaron con él aquel día) es "menein"; verbo que el evangelio de Juan utiliza para decir que el Padre permanece en el Hijo y en Hijo permanece en el Padre; o que Jesús y su Palabra permanecen en nosotros y nosotros estamos llamados a permanecer en él. O sea, el sentido profundo de este permanecer no es físico, sino espiritual y teológico: Maestro, ¿dónde vives, o sea, dónde están tus raíces, qué es lo que te da la vida, qué es lo que te vivifica, dinos dónde está la fuente, para que nosotros podamos permancer, afincarnos, estar siempre bebiendo de ella? Y el relato de seguimiento del evangelio del día 5 también es de sumo interés: para saber lo bueno que es Jesús, para saber si de Nazaret puede salir algo bueno, ven y lo verás, o sea, incóporate a nuestro grupo, comparte tu vida con nosotros.

Estas son las preguntas que los cristianos debemos provocar y las respuestas que estamos llamados a dar: la pregunta de qué nos hace vivir y dónde está la fuente de nuestra vida. Una vez respondida, podemos pasar a otra pregunta: ¿de mí puede salir algo bueno, estoy en condiciones de ofrecer algo bueno? De entrada a lo mejor parece que no. De ahí la duda implícita en la pregunta. ¿Puede salir algo bueno de mi? Dependerá de dónde permanezco, dónde están los fundamentos que me sostienen, dónde mis verdaderos intereses. Hay otra pregunta que formula Natanael, una vez que ha ido a Jesús y se ha incorporado a la comunidad de discípulos: ¿de qué me conoces? ¿De qué me conoces, Señor, para haberme llamado? Jesús nos conoce y eso tiene que ser para cada uno de nosotros un motivo de alegría y de esperanza. Y un estímulo. Nos conoce y, por eso, no a pesar de eso, sino por eso, porque sabe de nuestras posibilidades y de nuestras capacidades, porque sabe de nuestras muchas bondades, por eso nos ha llamado para ser sus discípulos y testigos.

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31
Dic
2015
Año 2016: amor más allá de la misericordia
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El término «misericordia» está compuesto por dos palabras: miseria y corazón. El corazón indica la capacidad de amar; la misericordia es el amor que abraza la miseria de la persona humana. Estas palabras del Papa sitúan en su justo lugar a la misericordia: es una forma de amar, que se despliega a la vista de la necesidad del prójimo. Pero el amor no se agota en la misericordia. Hace posible la misericordia, pero no se reduce a ella. El ideal del amor cristiano no es la misericordia. San Agustín tiene un texto iluminador a este respecto: “No debemos desear que haya pordioseros para ejercer con ellos las obras de misericordia. Das pan al hambriento, pero mejor sería que nadie tuviese hambre, y así no darías a nadie de comer… Quita los indigentes y cesarán las obras de misericordia. Cesarán las obras de misericordia, ¿pero acaso se apagará el fuego de la caridad?”. San Agustín termina diciendo que el auténtico amor no es el que damos al necesitado, sino el amor entre iguales. En cierto modo, cuando socorremos al necesitado nos ponemos por encima de él.

Estas reflexiones de san Agustín inciden en un aspecto importante de la relación entre amor y misericordia y nos hacen caer en la cuenta de que el auténtico amor es el que se da entre iguales. Por eso Dios, para amarnos como no se podía amar más, se hizo uno de nosotros. Es posible decir que el amor de Dios empieza siendo misericordioso, porque él tiene la iniciativa de despojarse de su categoría de Dios y hacerse uno de nosotros. Pero esta misericordia divina se diría que queda superada una vez que Dios se ha hecho uno de nosotros y se ha puesto a nuestro nivel. Entonces el amor entre Dios y el hombre, manifestado en Cristo, adquiere la categoría de amistad.

La misericordia tiene muchas vertientes. El año jubilar puede ser una estupenda ocasión para profundizar en ellas. Siempre es fruto del amor, pero el amor no se queda en el mero socorrer la indigencia. Busca una relación en la que no pueda decirse: te amo por lo que me das (o sea, me amas porque necesitas mis bienes). Este amar sin ambicionar las riquezas del otro, solo es posible si los amantes están en un plano de igualdad. Si hay necesidad no es de los bienes del otro, sino del otro como bien al que mi corazón amante le desea bien sin buscar compensación alguna. Esta igualdad entre los amantes, que se necesitan por sí mismos, pero no por lo que se pueden dar, es condición de perfección del amor. Incluso en el caso del Dios que perdona los pecados, su amor va más allá del perdón, pues este perdón es el primer paso para que el pecador pueda convertirse en amigo y en hijo. También ahí la misericordia del perdón queda superada para entrar en una relación de amor, en cierto modo entre iguales.

Las penosas urgencias de muchos hacen necesaria la misericordia. Pero es preciso caminar hacia un mundo en el que haya cada vez menos penosas urgencias, para que sea posible el mejor amor. El mejor amor es gratuito y desinteresado.

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27
Dic
2015
Verdadero Dios y verdadero hombre
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La fe cristológica, de la que da testimonio el Nuevo Testamento, presenta una tensión entre el origen divino de Jesús y su origen humano. El cuarto evangelio presenta las cosas desde arriba, desde el lado de Dios: “el Verbo se hizo carne” (Jn 1,14). Por su parte, los evangelios de Mateo y de Lucas describen la realización concreta de este acontecimiento en la trama de la historia. Tanto Mateo como Lucas hacen notar la intervención directa del Padre y del Espíritu Santo en el nacimiento de Jesús. Pero también notan que María acoge libremente el misterio. Aunque tiene muchos protagonistas, la encarnación tiene un doble causa: la voluntad de Dios de entrar en la historia humana, haciéndose hombre; y la acogida libre de la criatura humana representada por María.

La reflexión posterior al Nuevo Testamento busca expresar el misterio de modo que pueda entenderse en una cultura distinta, marcada por la filosofía griega. Así, en el siglo V, el Concilio de Éfeso declarará que María es verdaderamente Madre de Dios en Jesús. Y el Concilio de Calcedonia definirá dogmáticamente que Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre. En Jesús lo divino y lo humano deben mantenerse con igual fuerza, pero sin confundirse. En Jesús lo divino no anula lo humano, sino que lo refuerza. Y lo humano es posibilidad y no impedimento para lo divino.

 

El Concilio de Calcedonia, como bien nota el teólogo italiano Piero Coda, pone de manifiesto una conquista fundamental del pensamiento cristiano: la categoría de persona. La persona (el “¿quién es?”) se distingue de la naturaleza (el “¿qué es?”). Jesús es una persona divina en una doble naturaleza (humana y divina). La persona divina (esta es la identidad de Jesús, quién es), es verdaderamente hombre (qué es); la persona vive en una naturaleza humana, con todos los condicionantes, con todas las limitaciones de lo humano. Jesús es hijo de Dios por naturaleza, pero es también Dios encarnado, y en tanto que encarnado, perfectamente humano.

 

La liturgia expresa así la consecuencia directa del misterio de la encarnación: al revestirse el Hijo de nuestra frágil condición, nos hace a nosotros eternos. Dios se hace hombre (decían los primitivos escritores cristianos) para que el hombre puede llegar a ser hijo de Dios. Si Dios participa de la naturaleza humana, no es menos cierto que el hombre está llamado a ser partícipe de la naturaleza divina (2 Pe 1,4). Con una diferencia: Jesús es Hijo de Dios por naturaleza; nosotros, los humanos, somos hijos de Dios por gracia. La encarnación manifiesta que la naturaleza humana es capaz de Dios. Por eso Dios puede hacerse hombre y el hombre ser partícipe de la naturaleza divina.

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23
Dic
2015
Humanización de Dios, divinización del hombre
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Un año más celebramos la Navidad, el nacimiento de Jesús, el misterio de la Encarnación. Sí, el misterio de la Encarnación. Sin duda es maravilloso el nacimiento de un niño. Pero lo verdaderamente maravilloso, hasta el punto de que resulta increíble, es que este niño que nace sea el Hijo de Dios. Lo verdaderamente maravilloso es que Dios se haga hombre. Y para hacerse hombre tiene que nacer de una mujer. Y pasar por todas las etapas de lo humano: crecer, sufrir, llorar, aprender… Dios se hace hombre. ¿Cómo explicar algo tan sorprendente? Porque Dios, por definición, no necesita de nada ni de nadie. Lo tiene todo. Pero sobre todo tiene Amor. Y el amor es determinante de todo lo que es y hace. Por eso se hace hombre: tanto amó Dios al mundo que quiso hacerse uno de nosotros. Dios es un amante tan grande que quiere hacerse como el amado.

El Papa Francisco acaba de inaugurar el año jubilar de la misericordia. El niño, nacido de María hace dos mil años, quiere nacer todos los días en nuestro corazón y nos revela la misericordia de Dios. Una misericordia que llega hasta el extremo: porque este niño, manifestará a lo largo de su vida, con sus obras y palabras, que la misericordia de Dios no tiene límites: por amar, Dios ama y perdona hasta a sus enemigos. Porque su amor, al contrario de nuestros amores, es incondicional. Aunque busca nuestra respuesta, no está condicionado por nuestra respuesta.

Jesús, revelando así quién es Dios, y viviendo humanamente la vida divina, nos enseña un nuevo modo de ser humanos. La verdadera humanidad está en vivir divinamente. Y vivir divinamente no es hacer lo que interesa al capital o al poder, sino lo que le interesa a Dios. Y lo que le interesa a Dios es el ser humano, la dignidad de todos, que haya pan y casa para todos. Dios prefiere más el respeto a las personas que nuestras piadosas devociones. Para llegar a ser divinos no hay que escapar de nuestra humanidad, sino vivirla desde el amor y para el amor.

La encarnación no solo representa la humanización de Dios. Representa igualmente la divinización del hombre. En la encarnación Dios se ha fundido y confundido con lo humano. En la medida en que nos hacemos más sensibles a todo lo humano, liberándonos de toda deshumanización: ahí encontramos a Dios. Jesús se introduce en el mundo para humanizar. Sus preocupaciones son: la salud de los enfermos, la comida de los pobres y el entendimiento entre los humanos. Para Jesús lo primero es aliviar el dolor de los que sufren.

Dios nos ha creado para ser felices; sólo quiere nuestro bien; por eso le interesa la salud, la educación, el bienestar, la paz, que todos tengan para vivir con dignidad en su familia, que todos disfruten de la vida. En la medida en que nosotros anunciamos, vivimos y realizamos este proyecto humanizador, en esta misma medida nos encontramos con Dios.

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20
Dic
2015
No me dejaban votar
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Así, como suena. Por dos veces he ido a mi mesa electoral, una vez con el D.N.I. y otra con la tarjeta censal, y no me dejaban votar. Decían que no estaba en la lista. Me decido a interrumpir mis reflexiones teológicas sobre la Navidad para contar la pequeña anécdota personal del día en el que los ciudadanos están convocados a las urnas.

Después de desayunar, sobre las nueve de la mañana de este soleado domingo en la ciudad de Valencia, voy al colegio electoral. En la mesa que me corresponde votar hay tres varones relativamente jóvenes (no creo que el mayor tuviera muchos más de cuarenta años) que, me imagino, tendrían estudios universitarios. Enseño mi D.N.I. y me dicen que no estoy en la lista. Añaden: quizás en la mesa de enfrente. Voy a la mesa de enfrente y tampoco estoy en la lista. Pregunto si hay listas censales para consultar: me dicen que no, por motivos de protección de datos. Bueno, espero que sea regular eso de que en los lugares de votación no haya una lista pública para que los votantes puedan consultar.

Regreso a mi casa. Cojo la tarjeta censal. Regreso, diez minutos después, a la primera mesa. Muestro bien visible la tarjeta censal. Uno de los señores de la mesa me mira sorprendido. Yo le digo: “¿no se acuerda de mi? Hace diez minutos estaba aquí y no me han dejado votar”. Me dice: bueno, yo me ocupo de las urnas. El que se ocupa de los D.N.I. es mi compañero. Voy al compañero, sigo mostrando la tarjeta censal y repito: “¿no se acuerda de mi?”. ¡Claro que se acuerda! Me mira, vuelve a buscar en la lista y me repite: “lo siento, pero no está usted en la lista”.

Como yo sigo mirándole, incrédulo, me dice: puede comprobarlo usted mismo. ¡Pues menos mal! ¡Dentro de lo que cabe, este señor ha sido amable y ha tenido un poco de sensatez, porque quizás otro hubiera mantenido que si él decía que mi nombre no estaba, es que no estaba! Tomo la lista del señor de la mesa. Estaba mirando en una página alejada de mi apellido, en la “M”. Mi apellido empieza por “G”. Me dedico a pasar páginas hasta que encuentro mi apellido y se lo señalo con el dedo. El señor de la mesa no sabe qué decirme. Yo le digo: “¿Y si viene una persona que no sabe expresarse bien o que tiene dificultades para leer o que no tiene costumbre de consultar listas alfabéticas?”. Entonces, a modo de explicación, me dice: hemos confundido su nombre con su apellido. Le digo: eso no es normal. ¿Y si viene una persona un poco tímida o con dificultades? Pues ocurre que se queda sin votar, porque unos señores universitarios de la mesa electoral confunden los nombres con los apellidos.

Si alguien me pregunta de qué mesa estoy hablando no lo voy a decir. Yo soy así de elegante. Eso que escribo aquí no sirve más que para divertimento de mis lectores. Espero que los votos sirvan para algo. Aunque tengo mis dudas. Dentro de dos o tres días sigo con mis reflexiones navideñas.

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18
Dic
2015
Jesús, luz del mundo
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A lo largo de la historia de la Iglesia se ha cantado a Jesús como luz gozosa y esplendorosa. El es el sol que nace de lo alto, el sol de la vida, el sol de la gracia, el sol de la alegría, el sol de las almas, el sol de la justicia, la estrella de Jacob, la estrella de la mañana, la luz que brilla en las tinieblas. Todas estas imágenes pretenden destacar el significado especialísimo de esta “verdadera luz”, que consiste en que Cristo ha vencido a los poderes del mal, ha inaugurado el reino de Dios en la humanidad y ha prometido a todos la participación en esa victoria.

El cuarto evangelio comienza situando toda la misión de Jesús desde la perspectiva de que él es “la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,9). Jesús, según este evangelista, dice de sí mismo: “Yo soy la luz mundo” (Jn 8,12; 9,5). De esta afirmación fundamental se deducen dos consecuencias. Una, el que se deja iluminar por esta luz que es Jesús no anda en tinieblas (Jn 8,12; 12,46); por eso camina seguro: para el creyente hay una luz que guía sus pasos, una antorcha en su camino: “lámpara es tu Palabra para mis pasos, luz en mi sendero” (Sal 119,105). El cristiano es un “iluminado” (Heb 10,32). Es significativo que en los orígenes cristianos al bautismo se lo califique como el momento de la “iluminación”. Es significativo también en este sentido que todas las espectaculares conversiones se narren en clave de iluminación. Basta pensar en la conversión de Pablo camino de Damasco (Hech 9,3). O incluso en la narración que hace san Agustín de su propia conversión. La conversión no es un asunto de voluntarismo; es un asunto de luz, de iluminación. La iluminación es la primera gracia de la conversión.

La segunda consecuencia (de la afirmación de Jesús “luz del mundo”) es si cabe más significativa, pues los que se dejan iluminar por la luz son hijos de la luz (Jn 12,36) y, del mismo modo que el hijo se parece al Padre y hasta tiene su mismo rostro, los hijos de la luz se convierten ellos mismos en luz: “vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,14). El cristiano no es solo un iluminado, sino que él mismo irradia luz. Por eso los cristianos practican “las obras de la luz” (Jn 3,20), o sea, “las buenas obras”, las obras del amor (Mt 5,16), que deben alcanzar todos los órdenes de la vida, tanto la economía y la política, como la familia y la comunidad. Se trata de iluminar las tinieblas de la falta de verdad (1 Jn 1,6) y de amor, pues “quién aborrece a su hermano está en las tinieblas y quién ama a su hermano permanece en la luz” (1 Jn 2,9-10). Y de esta forma crear espacios para la esperanza, brillando como antorchas en el mundo, en medio de una generación que necesita y busca razones para vivir (Flp 2,15-16).

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14
Dic
2015
Cristo, perfección de lo humano
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Cuando el Vaticano II califica a Jesús de “hombre perfecto” está dando un paso adelante en relación a lo que decía el Concilio de Calcedonia. Cristo no es solo perfectamente humano, verdadero hombre; es también la perfección de lo humano, el hombre que Dios, desde siempre, ha querido y buscado. En la humanidad de Jesús, Dios se ve reflejado. Pero precisamente por esto, la humanidad de Jesús es la humanidad más lograda, más acabada, mejor realizada, la que se corresponde totalmente con el proyecto de Dios. Por eso, Cristo, Hombre perfecto, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Mirándole a él, sabemos a qué atenernos para realizar la imagen de Dios con la que todos hemos sido creados.

Jesús revela en su persona la verdad del hombre, al mostrarse él mismo como el “verdadero hombre”. Insisto: no se trata solo de que Jesús haya sido humano, semejante en todo a nosotros, aunque esto sea necesario para mantener la verdad de la Encarnación. Es necesario, además que en su humanidad, en su manera de existir y de comportarse, estemos ante un hombre verdadero, es decir, un hombre cuyas reacciones más espontáneas sean auténticas, justas, de modo que cualquier testigo de su vida se sienta movido a hablar y obrar como él, puesto que Jesús revela en su persona lo mejor del ser humano. Lo que cada uno de nosotros siente como una posibilidad lejana y hasta utópica, aunque deseable, Jesús lo revela realizado como si fuera lo más natural del mundo.

Como bien dice el Vaticano II “Cristo es principio y modelo de esa humanidad renovada, a la que todos aspiran, llena de amor fraterno, de sinceridad y de espíritu de paz”, porque él “nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, y, por tanto, de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor”. Nunca un hombre ha sido más hombre que Cristo, el Hijo de Dios.

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