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Blog Nihil Obstat

Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
Sobre el autor

16
Dic
2016
Herejía en el origen de la fiesta de Navidad
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belenuno

Los que tienen un poco de cultura religiosa saben muy bien que la fiesta de Navidad fue, en sus comienzos, una cristianización de los cultos romanos al sol invicto. En el hemisferio norte, cuando llega el mes de diciembre, los días se van acortando y el sol se vuelve cada vez más débil. Pero al llegar el 21 de diciembre los días comienzan a alargarse. Los romanos vieron ahí un signo de que el sol siempre es invencible y las tinieblas nunca consiguen apagarlo. De ahí nacieron los cultos al sol como dios invencible. Los cristianos fueron lo suficientemente hábiles como para sustituir un sol por otro Sol: el verdadero Sol que ilumina a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte (Lc 1,78) es Jesucristo.

Pero hay otra causa más previa y más interna, por así decir, que está en los orígenes de esta fiesta de Navidad, a saber: la herejía difundida por el obispo Arrio (nacido en el año 256 y ordenado sacerdote en el 311). El pensamiento de Arrio, que tuvo una gran difusión, puede sintetizarse así: Jesús no era realmente Dios; era un hombre perfecto, enviado por Dios para salvar a la humanidad, pero no era Dios mismo. Ahora bien, en recompensa por los “servicios prestados” Dios Padre le otorgó el título de Hijo de Dios, una vez cumplida su misión en la tierra. La teoría de Arrio resolvía una seria dificultad, pues no es fácil comprender que Dios pueda convertirse en una débil criatura, no es fácil entender que el Infinito se haga finito, el Eterno se haga temporal. Es más fácil entender que un hombre, por sus méritos, sea elevado a la categoría divina.

La fiesta del nacimiento de Jesús surgió no tanto para contrarrestar los mitos paganos sobre el sol invicto, sino las ideas de Arrio de que Jesús era un hombre al nacer y sólo después Dios lo adoptó convirtiéndolo en otro Dios. Como muy bien dice A. Alvárez Valdés, el Papa Julio I, que gobernaba entonces la Iglesia, comprendió que una manera rápida y eficaz de difundir la idea de la divinidad de Cristo y contrarrestar las enseñanzas de Arrio, era propagar la fiesta del nacimiento de Jesús, poco conocida hasta este momento. En efecto, si se celebraba el nacimiento del Niño-Dios, la gente dejaría de pensar que Jesús llegó a ser Dios solo después de su resurrección. La fecha del 25 de diciembre se adoptó no por motivos cronológicos, sino por la popularidad de la fecha en ambientes romanos. Es una fecha simbólica.

De hecho, Jesús no pudo nacer en invierno, si hemos de hacer caso de lo que dice Lucas (2,8): cuando nació, cerca de Belén, los pastores dormían al aire libre en el campo, vigilando sus ovejas. El 25 de diciembre, en Palestina, es pleno invierno, y los pastores y las ovejas, en todo caso, duermen dentro de los establos.

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12
Dic
2016
Dios todo bondadoso y omnipaciente
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solymar

Tuve ocasión de asistir a una Eucaristía en la que el presidente sustituía los términos “todopoderoso” y “omnipotente”, aplicados a Dios, por “todo bondadoso” y “omnipaciente”. Estoy convencido de que la mayoría de los fieles no se enteraban del cambio, entre otras cosas porque al recitar el Credo siguieron con la inercia del “creo en Dios padre todopoderoso” y sólo el presidente dijo lo de “Dios padre todo bondadoso”. Aunque soy muy mal cantor, mi oído funciona muy bien, y eso me permite darme cuenta de esos detalles, que quizás a otros les pasan desapercibidos.

No me cabe la menor duda de que Dios desborda de bondad y de paciencia. Esa no es la cuestión. La cuestión es que aplicar a Dios el término todopoderoso a algunos les parece inapropiado, bien porque ese poder no se manifiesta cuando parece que más lo necesitamos, o bien porque asociar el poder a Dios parece equipararlo al modo como los tiranos ejercen su poder en este mundo. Recordando tragedias como la de Auschwitz, algunos se han preguntado cómo puede ser Dios bueno y poderoso al mismo tiempo: porque si puede evitar las tragedias y no lo hace, entonces no es bueno; y si quiere evitarlas y no puede, entonces no es poderoso. Ante dilemas así hay quién se inclina por  decir que Dios no es poderoso. En todo caso, su poder no se ejerce al modo como lo ejercen los supuestamente poderosos de este mundo. Ya Jesús descalificó este modo de ejercer el poder, porque para Jesús el verdadero poder no es el de la fuerza, sino el del amor.

Ahora bien, insistir en que Dios es paciente, misericordioso, bueno y clemente, no quita que también sea poderoso. Un Dios débil, por muy bueno que sea, no puede salvar. Solo salva un Dios poderoso. Con un poder distinto del humano. También su bondad es distinta a la de los buenos de este mundo. En Dios todo es “divino” y, porque es divino, todo desborda de amor. Que su poder se ejerza al modo divino y, por tanto, envuelto en un amor infinito, es la mejor garantía de que  su poder es salvífico. Es un poder que conduce todas las cosas al bien. Y si alguna vez parece que no ejerce su poder como lo haríamos nosotros, es porque Dios siempre respeta la libertad humana y la autonomía de lo creado. Con un respeto que está siempre muy atento, siempre vigilante, para aprovechar cualquier resquicio que pueda reorientar suavemente la libertad para conducirla a su verdadero objetivo, que es el bien.

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7
Dic
2016
¿Sembradores o destructores de esperanza?
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arbolluz

San Pablo dice que Abraham esperó contra toda esperanza (Rm 4,18). Expresión paradójica que indica que Abraham esperó en el cumplimiento de las promesas divinas, a pesar de que todo lo que veía y experimentaba iba en sentido contrario a tal cumplimiento. Diríamos que esperó lo imposible. A veces, para conseguir algo, hay que esperar lo imposible.

Tomás de Aquino notó que la experiencia puede ser motivo de esperanza o de desesperanza. La esperanza se refiere a una realidad difícil, pero posible. Por eso, cuando la experiencia nos dice que las posibilidades de conseguir algo son muy pocas o son nulas, aparece la desesperanza, el “no hay nada que hacer” y, por tanto, “nada que esperar”. De ahí la pregunta que cada uno podemos hacernos: la experiencia que otros tienen de mi, ¿me convierte en constructor o destructor de esperanza?

A veces me pregunto qué posibilidades ofrecemos a las personas que, de una u otra forma, dependen de nuestras decisiones: ¿las escuchamos, confiamos en ellas? ¿Les dejamos libres con el riesgo de caerse, y cuando se caen les animamos y les invitamos a levantarse y a seguir; o les controlamos, les cortamos las alas, les amenazamos y, en definitiva, les damos miedo? Eso es lo que hacía Juan Bautista, amenazar con el fuego a los que no se convirtieran. Pero el orden que logra la amenaza, dura lo que dura el miedo. Jesús no amenazaba, trataba de convencer, con palabras siempre alentadoras, levantaba a los caídos y fortalecía a los débiles. En el terreno de los valores o de la conducta, cuando uno se convence de su bondad, los valores duran para siempre.

Constato que hay gente con la esperanza debilitada. Pero la esperanza es la virtud de los fuertes, requiere tiempo y paciencia. E incluso una buena dosis de humor. Si las personas con la esperanza debilitada, son capaces de esperar contra toda esperanza, cuando lleguen a la meta se convertirán en sembradores de esperanza. Podrán hacer lo que no se ha hecho con ellos. También se aprende de las situaciones que no nos gustan o de las decisiones que otros toman y nos afectan negativamente. Se aprende a no repetirlas. A veces, los mayores, terminamos en el mismo sitio que un día criticamos. Si los jóvenes de hoy son capaces de no repetir los errores que les han afectado, podrán ser sembradores de esperanza. Es bien sabido que muchas personas maltratadoras han sido maltratadas en su niñez o juventud. Por eso digo, si somos capaces de no repetir los errores que nos han afectado.

Adviento: tiempo de la buena esperanza. La buena solo viene del Dios de Jesús, el único que ofrece promesas que superan todo deseo, pero que son posibles porque él es todo amor y todo poder. Y, aunque no lo parezca, contra toda esperanza, dirige la historia según sus designios.

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5
Dic
2016
Sin confianza no hay familia... ni comunidad
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famili

El amor, dice san Pablo, todo lo cree. Eso no significa que el amor nos haga incapaces de juzgar o nos haga vivir en el engaño. Significa que en la base de todo amor está la confianza. Cuando se pierde la confianza se pierde el amor. Esto vale para todo tipo de relaciones, empezando por las familiares y siguiendo por las comunitarias, en la vida religiosa, por ejemplo.

Una formación de los hijos, de los novicios o de los seminaristas, basada en el control, en realidad es una deformación y una invitación a que nos engañen. El mero hecho de controlar es ya manifestación de desconfianza. Cuando desconfías del otro provocas al otro para que desconfíe de ti y te engañe. Cito unas sabias palabras del Papa Francisco: “la confianza hace posible una relación de libertad. No es necesario controlar al otro, seguir minuciosamente sus pasos, para evitar que escape de nuestros brazos. El amor confía, deja en libertad, renuncia a controlarlo todo, a poseer, a dominar… Al mismo tiempo hace posible la sinceridad y la transparencia, porque cuando uno sabe que los demás confían en él y valoran la bondad básica de su ser, entonces sí se muestra tal cual es, sin ocultamientos. Alguien que sabe que siempre sospechan de él… preferirá guardar sus secretos, esconder sus caídas y debilidades, fingir lo que no es”. Sólo donde hay confianza brota la verdadera identidad de cada uno y espontáneamente se rechaza la mentira.

Por otra parte, ni en la familia, ni en los seminarios y casas de formación para religiosos, es bueno juzgar al otro por una sola de sus reacciones negativas o por uno solo de sus errores. Las reacciones y los errores hay que valorarlos en su contexto. Los defectos son sólo una parte, no son la totalidad del ser del otro. Un hecho desagradable en la relación no es la totalidad de la relación. Somos una compleja combinación de luces y sombras. El otro no es sólo eso que a mi me molesta. Es mucho más que eso. El otro tiene sus límites, como yo tengo los míos, pero esos límites no impiden que podamos amarnos, comprendernos y tener buenas relaciones. El amor convive con nuestros límites.

Me contaron de un formador (un padre, un superior religioso…, ¿qué más da?) que estaba convencido de que los “menores” (no en edad, sino en situación con respecto a él) siempre mentían. Recomiendo a los superiores que cuando haya quejas, dificultades o problemas en cuestiones de formación, escuchen a todas las partes con la máxima delicadeza, sin partir del supuesto de que una de las partes tiene, de entrada, la verdad. Recomiendo a los padres y madres que cuando haya quejas, dificultades o problemas con sus hijos en el Colegio o en la familia, escuchen a todas las partes, e intenten ser objetivos, no dejándose llevar por el afecto, porque no siempre los afectos son garantía de verdad. Ni de falsedad, por supuesto.

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30
Nov
2016
Amarse a sí mismo
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centro

Jesús ratifica con su autoridad este texto del Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. En esta formulación aparecen dos destinatarios del amor: el prójimo y uno mismo. Más aún, parece que el amor a uno mismo es condición del amor al prójimo. Si el prójimo debe ser amado como uno mismo, entonces el amor a uno mismo es la medida de nuestro amor al prójimo. De hecho, quienes tienen dificultades para aceptarse a sí mismos son los que también tienen dificultades para relacionarse con los demás. Pero, por otra parte, hay un amor a uno mismo que impide amar a los demás: es el amor egoísta, que piensa que para ser grande los demás tienen que ser pequeños; este amor egoísta está muy relacionado con la envidia, que es un entristecerse por el bien de los demás. Como si el bien de los demás fuera una sombra que nos hiciera menos buenos.

 El Papa, comentando el himno a la caridad de la primera carta a los corintios, ha reflexionado sobre el amor a uno mismo y ha escrito: este himno afirma que el amor “no busca su propio interés”, o “no busca lo que es de él”. También se usa esta expresión en otro texto: “no os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás” (Flp 2,4). Ante una afirmación tan clara, sigue diciendo Francisco, hay que evitar dar prioridad al amor a sí mismo como si fuera más noble que el don de sí a los demás. Una cierta prioridad del amor a sí mismo sólo puede entenderse como una condición psicológica, en cuanto quien es incapaz de amarse a sí mismo encuentra dificultades para amar a los demás: “el que es tacaño consigo mismo, ¿con quién será generoso?... Nadie peor que el avaro consigo mismo (Si 14,5-6).

 Tomás de Aquino explicó que pertenece más a la caridad querer amar que querer ser amado. De hecho, las madres, que son las que más aman, buscan más amar que ser amadas. No hay que olvidar que, según dice de Jesús, el amor más grande es “dar la vida” por los amigos (Jn 15,13). O sea, preferir la vida del amigo a la propia. El amor a los amigos es un modo especial de amar al prójimo. El colmo del amor al prójimo sería dar la vida por los enemigos, aunque no sea este el amor más grande. El más grande es dar la vida por los amigos. ¿El amor al prójimo pide llegar a tanto con los desconocidos y no digamos con los enemigos? Aquí habría que aplicar otra reflexión de santo Tomás: el ser humano está más obligado a mirar por su propio bien que por el bien de los demás.

 Una pregunta puede ayudar a entender lo precedente: ¿qué significa cristianamente amarse a sí mismo? Desearse lo mejor. Y lo mejor que puedo desearme a mi mismo es Dios. Amarme de verdad a mi mismo es volverme hacia Dios y cumplir su voluntad. A partir de ahí desaparecen todos los egoísmos y resulta posible comprender que el amar a los demás como a uno mismo pueda conducir a no buscar el propio interés, sino el interés de los demás, porque mirando por el bien del otro, aún a costa de mi propio interés, estoy encontrado a Dios en el prójimo. Y, como hemos dicho, el amar a Dios es el mejor modo de amarse uno mismo.

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24
Nov
2016
Culpar a los de dentro en vez de felicitarles
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Estoy convencido de que la actual crisis vocacional no se debe a razones religiosas, sino a razones sociales y culturales. Lo digo, porque se encuentra uno con gente que considera que la prueba de lo mal que está la vida religiosa es el número de sus miembros: son pocos y, se añade a veces: además viejos (como si tener años fuera algo malo). La causa del ser pocos parece que está en los pocos que somos. No es un juego de palabras, ni una adivinanza: se culpa a los pocos que somos de que seamos pocos. A mi me parece que lo normal sería felicitar a los pocos que somos por mantenernos fieles y por seguir adelante con nuestra vocación y nuestras misiones, a pesar de las dificultades con las que, a veces nos encontramos.

Siempre se puede decir que los pocos que somos, somos muy malos y esa es la causa de que no vengan más. Lo primero que habría que demostrar es que somos malos. Y, lo segundo, y más importante, es que tras esta observación late el presupuesto de que antes eran muchos porque eran buenos. El que así piensa no está bien informado de cómo era antaño la vida en los monasterios y conventos. Y al no estar bien informado, imagina lo que no había y desconoce lo que había. La proyección de nuestros deseos en el pasado nos hace pensar falsamente que cualquier tiempo pasado fue mejor. Probablemente la mayoría de los tiempos pasados fueron peores. Y si antaño había más monjas y frailes que hogaño era presumiblemente por razones sociales.

Las sombras que hoy aparecen también existían en el pasado. Pongo un ejemplo de mi propia casa. Sería interesante realizar una lectura de lo que se esconde detrás de algunos relatos de Constantino de Orvieto o de Humberto de Romans sobre frailes que abandonaban a santo Domingo o sobre las reprensiones e incluso los castigos que infligía a los frailes, según algunos testigos del proceso de canonización; o las quejas de Jordán de Sajonia por los superiores que no se preocupan por el estudio de los frailes. Otro ejemplo, éste de un pasado más remoto: En una de sus homilías Gregorio Magno dice que sobran sacerdotes; lo que falta son sacerdotes que cumplan con su ministerio de predicar; igualmente, dice Gregorio, sobran candidatos al episcopado, pero cuando llegan abandonan las obligaciones de este ministerio.

Lo importante no es cuántos somos, sino cómo somos y si somos felices con lo que somos. Además, las cosas buenas siempre son para pocos. Los números no garantizan nada. Cuando se dice que los números hablan hay que preguntarse con qué otros números se los compara. Jesús dijo bien claro que la mies era abundante y los trabajadores pocos. De ahí no concluyó que hubiera que trabajar el doble. Añadió que había que rezar al dueño de la mies para que enviase trabajadores a su mies. Lo que no dijo es el número de trabajadores que con esa oración iban a llegar. Pienso que el dueño de la mies siempre envía los trabajadores necesarios para cada circunstancia histórica.

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21
Nov
2016
Seguimos en el tiempo de la misericordia
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El año jubilar de la misericordia ha terminado. Lo que no ha terminado, ni puede terminar nunca, es el tiempo de la misericordia, porque ella expresa la verdad profunda del Evangelio. El Papa, en su carta apostólica Misericordia et misera, lo dice de forma gráfica: “termina el jubileo y se cierra la Puerta Santa. Pero la puerta de la misericordia de nuestro corazón permanece siempre abierta, de par en par”.

Para dejar muy claro que esta puerta de la misericordia va más allá del año jubilar, el Papa Francisco, en su carta, ha realizado algunas concesiones significativas. Destaco estas dos: en adelante todos los sacerdotes podrán absolver el pecado del aborto; por otra parte, los sacerdotes de la fraternidad San Pío X pueden otorgar válida y lícitamente la absolución sacramental. Son dos gestos llamativos, pero de lo que se trata es de dejar claro que la misericordia no tiene límites y que la Iglesia debe mostrar con sus signos que ella no pone obstáculo alguno a quienes buscan la reconciliación y el perdón de Dios por medio del sacramento.

Estas concesiones no avalan lo que no se puede avalar. Por eso el Papa deja muy claro que el aborto es un pecado grave, pero con la misma claridad hay que afirmar que no existe ningún pecado que la misericordia de Dios no pueda alcanzar y destruir. Y en lo referente a la fraternidad San Pío X (fundada por el Obispo Marcel Lefreve, desobediente al Concilio Vaticano II y a los últimos Papas) Francisco expresa su deseo de que los fieles y sacerdotes adictos a ella recuperen su comunión plena con la Iglesia católica.

Además de estos gestos, destaco dos insistencias del Papa sobre dos lugares necesitados de misericordia. Ante todo, las personas socialmente excluidas, que necesitan encontrarse con personas misericordiosas: masas empobrecidas, niños hambrientos, presos, enfermos, emigrantes, personas sin hogar ni techo, nuevas formas de esclavitud (sobre todo en niñas) y tantas situaciones que son la contrapartida de la cultura del individualismo, de la pérdida del sentido de la solidaridad y de la responsabilidad hacia los demás.

El otro espacio necesitado de misericordia es el de las familias en crisis. La realidad familiar actual es muy compleja. Cada uno lleva a cuestas su propia historia, única e irrepetible. Esto exige, sobre todo de parte del sacerdote, un discernimiento espiritual atento para que cada uno, sin excluir a nadie, sin importar la situación que viva, pueda sentirse acogido concretamente por Dios, participar activamente en la vida de la comunidad y ser admitido en el Pueblo de Dios. El que quiera entender, que entienda.

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17
Nov
2016
Hablar de gracia, salvación y misericordia
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Gracia, salvación, misericordia son tres palabras muy positivas. Están muy relacionadas, más aún, entrelazadas, la una no puede existir sin las otras. Las tres remiten a lo más fundamental de la fe cristiana: Jesucristo, “por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajo del cielo”. En Jesucristo queda claro que Dios es un Dios de los hombres, un Dios de salvación, un Dios cercano. Bajó del cielo para salvarnos, no desde la lejanía, no desde fuera, sino desde nuestra propia realidad y a partir de ella. Y eso por puro amor, un amor gratuito. No por nuestros méritos, no por nuestras fuerzas o exigencias, sino por pura benevolencia, por gracia. Una gracia que también es misericordia, o sea, es la actitud del que quiere ayudar. Nos ayuda a realizar nuestra vocación divina, aquello para lo que hemos sido creados, pero que no podemos alcanzar por nuestras fuerzas o por nuestros medios. Si Dios nos eleva, nos diviniza, es porque así le place.

Estas tres palabras tan positivas parece que resultan hoy difíciles de comprender. Y con la dificultad de comprensión aparece algo más grave: la dificultad de aceptar lo que ellas significan. En este mundo nuestro, donde lo que se valora es lo que tiene precio, lo costoso, se diría que las cosas “gratuitas” son precisamente las que no valen nada. En este mundo nuestro, donde lo que se exige es la justicia, se diría que la misericordia es un acto de debilidad, que para colmo prescinde de la justicia. En este mundo nuestro, en donde cada uno quiere realizarse por sus propios medios y poner en valor sus muchas posibilidades, una salvación que viene de fuera no tiene sentido. No queremos que son salven, queremos salvarnos nosotros mismos. No queremos ser deudores de nadie, queremos que nos den lo nuestro, lo que nos hemos ganado.

Y, sin embargo, en este mundo donde hay tanta pobreza, tanta guerra, tanta hambre, tantas personas abandonadas o expulsadas de sus tierras, donde el trabajo se ha convertido en un privilegio, donde hay más miseria y necesidad que nunca, muchos reclaman una sociedad alternativa, basada en valores distintos de los mercantiles, una sociedad que vaya más allá de los “papeles” y de los “derechos”, una sociedad en donde lo justo no sea lo que a cada uno se le debe o lo que uno se ha ganado, sino el que todos estén bien, el que haya pan para todos, no importa cuales sean los medios para estar bien y para tener comida.

En una sociedad en donde lo que cuenta es el esfuerzo, el rendimiento, el éxito y la conquista, es más necesario que nunca anunciar que Dios regala gratuitamente la vida, que acoge misericordiosamente a los que nada pueden exhibir, que perdona a los pecadores, que justifica a los que no tienen derecho. Este anuncio nos llama a vivir de otra manera, con criterios distintos a los del mundo.

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13
Nov
2016
Transmitir el consuelo de Dios
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“Dios Padre, que nos ha amado tanto, y nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza, os consuele internamente”. Así se expresa el apóstol Pablo dirigiéndose a los tesalonicenses. El Padre del cielo nos ama como no se puede amar más, y es eso es para nosotros un motivo de gran consuelo y de gran esperanza. Efectivamente, unidos a Dios no hay penas ni aflicciones, él nos devuelve la alegría cada vez que la perdemos, porque él solo quiere que seamos felices. Este consuelo de Dios es un efecto de su misericordia: Dios tiene un corazón sensible ante nuestras miserias, pobrezas, debilidades y necesidades. Un corazón apasionado que le hace sufrir con nuestros sufrimientos y alegrarse con nuestras alegrías. Por eso su amor es motivo de gran consuelo.

Ahora que vamos a concluir el año jubilar de la misericordia, es bueno recordar que todos estamos llamados a reproducir en nuestras vidas este corazón misericordioso de Dios, que en Jesús encontró su mejor realización humana. Un cristiano está invitado a tener un corazón como el de Jesús. Algunas personas son para nosotros un estímulo para acoger esta invitación. Pensemos, por ejemplo, en el estímulo que supone Domingo de Guzmán (por referirme a alguien que puede unir el jubileo de la misericordia, que acaba, con el jubileo por los 800 años de la Orden de Predicadores que continúa). Ya “desde su infancia, según dicen sus biógrafos, creció en él la compasión, de modo que, concentraba en sí mismo las miserias de los demás, hasta el punto de que no podía contemplar aflicción alguna sin participar de ella”. Al contemplar la miseria ajena, él se unía a la miseria contemplada. Y participaba de ella, o sea, la compartía, y así la aliviaba.

Para Domingo la misericordia no era solo un sentimiento. Se traducía en ayuda concreta, en gestos solidarios. Cuando una gran hambre sobrevino en Palencia, Domingo terminó entregando a los pobres todas sus pertenencias. No entregó lo que le sobraba, sino lo que necesitaba. En este contexto se sitúa el famoso episodio de un Domingo que vende sus libros, las pieles muertas (porque de pieles de cordero estaban hechos los libros), para que los hermanos en carne viva pudieran comer. ¿Saben ustedes lo que valía un buen libro en tiempos de Santo Domingo? Más o menos el precio de una vivienda de la época. Si hubiera que traducir este gesto en términos actuales, habría que hablar de alguien que vende su piso para dar el dinero a los que arriesgan su vida en las barcazas que cruzan el mar Mediterráneo.

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9
Nov
2016
De tal idea de Iglesia, tal vida eclesial
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La idea que nos hacemos de la Iglesia determina nuestra vida eclesial. Si la Iglesia es “el párroco”, seguramente nuestra vida eclesial es muy pobre, aunque los domingos vayamos a la celebración eucarística. Si los laicos piensan que la Iglesia es el párroco, entonces ellos no se sienten responsables de nada. Si el que piensa que la Iglesia es el párroco es el propio párroco, entonces este párroco solo sirve para decir Misa a gente muy sumisa, nada crítica y nada participativa.

Ahora bien, si la Iglesia somos todos los cristianos, entonces cada uno somos responsables de los demás, y también responsables de organizarnos, de participar, de opinar, de ayudar. Claro que hay que organizarse, y en la Iglesia hay distintas funciones, ministerios y tareas. Nada es de uno, todo es de todos. La Eucaristía no es algo propio del sacerdote celebrante. En la Misa participan muchos ministros: monitores, cantores, salmistas, lectores; otros que preparan la asamblea y lo necesario para la celebración. El celebrante tiene que respetar la labor de cada uno de esos servicios y ministerios. El papel del celebrante es estar al servicio de la asamblea. Y si él tiene su lugar fundamental, el de ser “otro Cristo”, este Cristo está en función de su esposa, la Iglesia, representada por la asamblea. En un buen matrimonio deciden los dos.

Ahora que vamos a celebrar el día de la Iglesia diocesana (el 13 de noviembre), es importante recordar que en un buen matrimonio deciden los dos. Porque en esta Iglesia nuestra hay que superar, allí dónde la haya, la mentalidad clerical. Es importante que tengamos buenos pastores, conscientes de que su lugar está en el servicio, sobre todo en el servicio de los más pobres y necesitados de su parroquia. Para poder servir, a unos y otros, es necesario acercarse y hacerse amigo. Solo desde la amistad se sirve bien. Solo desde la amistad se es bien recibido. Lo que importa en un buen pastor no es su relación con los poderosos, sino si es un buen amigo de los pobres.

En esta Iglesia nuestra hay parroquias donde los laicos, y especialmente las mujeres (¿o no son mujeres las que dirigen la catequesis, las que se ocupan del servicio de caridad o las que animan el rezo del Rosario, allí donde lo hay?), tienen un papel importante, acorde con su formación, su capacidad y sus ganas de trabajar. Esta realidad debería extenderse más y más. También es importante una pastoral de encuentro a todos los niveles: encuentro entre los propios pastores y encuentro de los pastores con los fieles laicos. En la Iglesia, la palabra competencia, y no digamos rivalidad, no es que deberían estar prohibidas, es que no deberían estar en ninguna cabeza, porque ninguna cabeza piensa en ello. Debería llegar un momento en el que si alguien oyera la expresión “carrera eclesiástica”, respondiera: “¿y eso qué es?”. Eso sí: el no saber lo que es la carrera eclesiástica debería ser la manifestación de que el carrerismo ha desaparecido.

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