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Feb2015¿Objeto sexual o sujeto sexuado?
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Según la lectura psicoanalítica que Marie Balmary hace de los primeros capítulos del Génesis (cf. Jean Michel Maldamé, El pecado original. Fe cristiana, mito y metafísica, editorial San Esteban, 2014, pág. 334), el relato deja lugar al inacabamiento del ser humano: “Dios solo ha creado la posibilidad del hombre y de la mujer”. El texto bíblico confirmaría esta hipótesis cuando dice que “macho y hembra los creo”. Solo después aparecen el hombre y la mujer. Macho y hembra son términos que también convienen a los animales. Al decir que el humano fue creado macho y hembra se está insinuando que el humano debe participar en su propio nacimiento, debe acabarse a sí mismo, y terminar siendo hombre y mujer.
Los humanos hemos sido creados como personas sociales. La sociabilidad es constitutiva de nuestro ser. Como dice el Vaticano II “el hombre es, por su íntima naturaleza, un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás”. La relación nos constituye. Por eso, el humano sólo se siente acabado y colmado cuando se encuentra con el otro, con el Otro divino, y con los otros iguales que son sus congéneres. El Génesis, con un lenguaje simbólico, estaría diciendo que lo primero, en cada humano, es buscar al otro. De ahí esta conclusión de M. Balmary: “Donde Freud cree que el hombre busca en primer lugar el objeto sexual (la madre y luego la mujer, que no hace más que recordar a la madre), la tradición de Israel establece con fuerza que, ‘en el principio’, el deseo del ser que habla es el otro. No es el objeto sexual, es el sujeto sexuado”.
Resulta interesante esta distinción entre objeto sexual y sujeto sexuado. No es lo mismo relacionarse como macho y hembra o como hombre y mujer. Mi relación con el otro es personal. Lo sexual, cuando se da, cobra todo su sentido integrado en lo personal. Nuestras relaciones no están condicionadas por lo sexual, sino por “lo social”, (por el amor en definitiva) que es constitutivo de nuestra naturaleza. De ahí que lo social puede desplegarse en distintas direcciones y va mucho más allá de la relación entre un varón y una mujer, o de la relación familiar. La relación entre varón y mujer no es más que un prototipo biológico de una verdad de amplio alcance, a saber: que los seres humanos estamos estructurados de tal forma que siempre necesitamos de los demás, siempre necesitamos de otro que llene nuestros muchos vacíos. No sé si hace falta decir que esta necesidad del otro, el estar hechos para otro, implica que el otro sea, es decir, respetar su diferencia.
La fe nos dice que el Otro que puede colmar, sin ninguna fisura ni carencia, nuestro corazón inquieto es Dios. Pero mientras estamos en este mundo, a Dios le encontramos en la mediación de tantas personas que nos salen al encuentro y con las que estamos llamados a establecer relaciones de amistad, siguiendo la orientación que Jesús nos da: “os llamo amigos”, “permaneced en un amor como el mío”.
Hablando de la fe como apertura hay otro aspecto que no conviene olvidar. Me refiero a la apertura de la fe a la cultura. La fe en Dios es algo personal, pero no privado. La fe no puede esconderse, debe transmitirse. Hasta el punto de que quién no confiesa la fe, es porque no cree. La fe privada es una falsa fe, una incredulidad escondida. Ahora bien, si la fe debe confesarse, o sea, proclamarse y publicarse, debe hacerlo con un lenguaje inteligible. Porque si lo que proclama la fe no se entiende, es como si no se proclamase o como si se quedase en algo privado.
Cuando se habla de fe es posible entender muchas cosas. Hay una fe humana, la confianza que depositamos en las personas. Y hay una fe religiosa, la confianza que depositamos en Dios. En ambos casos, la fe es una apertura al otro. Y, en la mayoría de los casos una apertura mutua. Porque fiarse de otro suele presuponer que el otro se fía de ti. Desde este punto de vista, la fe en Dios va mucho más allá de un mero creer una serie de verdades, dogmas o proposiciones. La fe en Dios es, ante todo, una relación personal. Hay fe cuando me implico, cuando me comprometo existencialmente con el otro, cuando soy capaz de ponerme en las manos del otro, porque estoy convencido de que no me fallará. Y no me fallará porque me ama. Porque también él está comprometido conmigo y también se pone en mis manos. La fe es una mutua dependencia. Pero no una dependencia que esclaviza, sino una dependencia que exalta, porque brota del amor.
Religión es una palabra con muchas vertientes. Puede significar “relación con Dios”. Es religiosa la oración. Pero puede tener también el sentido de “modo de expresión”. Es religiosa una procesión. Entendida como modo de expresión, la religión no puede absolutizarse, porque los modos de expresión son múltiples y dependen de los gustos de cada uno. Pero los modos de expresión, las formas y maneras, pueden utilizarse con intenciones distintas, a veces contrarias: una procesión puede ser expresión de una vivencia religiosa seria que tiene que ver con mi relación con Dios. Pero una procesión puede caricaturizarse, convertirse en burla de quienes la realizan con el propósito de expresar su fe en Dios (la imagen que acompaña al post es una de las más pudorosas de una procesión atea realizada precisamente en Jueves Santo).
La religión es un asunto personal, pero no intimista. Tiene repercusiones en todos los ámbitos de la vida. Y como la persona es un ser social y se realiza en comunión con los demás, la religión tiene incidencias sociales y, en consecuencia, repercusiones políticas, económicas, laborales, artísticas. Nada escapa a la religión, porque ella está indisolublemente ligada con la vida. El Papa Francisco lo ha dicho con estas palabras: “Nadie puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional, sin preocuparnos por la salud de las instituciones de la sociedad civil, sin opinar sobre los acontecimientos que afectan a los ciudadanos… Una auténtica fe, que nunca es cómoda ni individualista, siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra… Si bien el orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política, la Iglesia no debe quedarse al margen en la lucha por la justicia”.
¿Sería posible dar un paso más allá de la semana de oración por la unidad de los cristianos y hacer todos los años algo parecido a lo que hizo, por dos veces, Juan Pablo II en Asís, invitando a orar a los líderes de las distintas religiones, y que cada año se encargara de convocar un líder distinto? Evidentemente, se supone que a esta reunión anual también asistiría el Obispo de Roma, aunque no la convocase. Es lógico que en Asís, el Papa fuera el “centro” de la reunión. Pero si la reunión la convoca cada año un líder distinto, el centro lo ocupará el anfitrión que la convoque.
Los gestos del Papa Francisco, sucesor del apóstol Pedro, con el Patriarca de Constantinopla, sucesor del apóstol Andrés, en su viaje a Turquía del pasado mes de noviembre, fueron significativos. Además de los gestos hubo palabras de cercanía y simpatía mutuas. Más aún, palabras que han reconocido lo mucho que une a las Iglesias católica y ortodoxa. Nos une lo fundamental: tenemos la misma Palabra de Dios, el mismo Credo, los mismos sacramentos. Y sin embargo, a pesar del reconocimiento por parte católica del ministerio y los sacramentos de la parte ortodoxa, cuando el Obispo de Roma participó en el culto divino celebrado por el Patriarca de Constantinopla, no recibió la comunión eucarística, aunque allí hubo verdadera eucaristía. La participación en el culto y la no comunión eucarística es el signo más claro de una unidad que quiere ser, pero que todavía no es.
Los nombres de los nuevos cardenales han sorprendido. Casi nadie esperaba una lista así. De los quince nuevos cardenales con derecho a voto sólo uno trabaja en la curia romana (el Prefecto de la Signatura Apostólica, una especie de “tribunal supremo” para resolver los conflictos jurídicos que se dan en la Iglesia). El resto son Obispos en ejercicio, algunos en pequeñas diócesis de África, Asía y América. Españoles sólo hay uno, Monseñor Ricardo Blázquez, buen Obispo y mejor persona, al que probablemente nadie le ha hecho la campaña. La lista en sí misma es un signo del desplazamiento del centro de gravedad del catolicismo. La fuerza de la Iglesia no está en la Curia, sino en el pueblo. Que entre los nuevos cardenales predominen los Obispos que están en contacto con la gente, y con gente más bien humilde y sencilla, es un signo de que algo está cambiando con este Papa, y probablemente, cambiando para bien.
Muchas personas viven su religión como si solo tuviera incidencia en el momento de la muerte. En el fondo, a Dios le necesitamos para ir al cielo y nada más. La religión, para quienes así piensan, es un asunto privado y sus manifestaciones públicas se limitan a lo folklórico. ¿Podemos considerar la religión, en lo que tiene de más propio y esencial, un asunto meramente privado que sólo afecta a los individuos que la practican? Pero, por otra parte: ¿no habría que poner límites a las manifestaciones públicas de la religión, sobre todo cuando resultan polémicas, y no digamos, si promueven la intolerancia y producen divisiones sociales irreconciliables? En la propia casa uno puede expresarse como mejor le parezca, pero en los lugares públicos hay cosas que no deben decirse porque molestan a los demás.