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Abr2015A sí mismo no, pero a otros salvó
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Abr
Antes de comenzar su ministerio, Jesús debe vencer una fuerte tentación, que expresada en forma de pregunta sonaría así: ¿cómo voy a realizar mi mesianismo, cómo voy a revelar al Padre, desde el deslumbramiento del poder y de lo prodigioso, o desde la humildad del amor que no se impone? El tentador le propone que convierta las piedras en pan o que se tire desde lo alto del templo. Sin duda estos gestos prodigiosos hubieran llamado la atención. Jesús escoge otro camino para revelar a Dios, un camino que terminó conduciéndole a la cruz. Una vez en la cruz, Jesús debe vencer la última tentación que, en el fondo, es similar a la primera. En efecto, delante la cruz los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos se burlaban de él diciendo: “A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse…, que baje ahora de la cruz, y creeremos en él” (Mt 27,42).
Las autoridades judías reclaman un gesto espectacular para creer en Jesús: que baje de la cruz. Pero, al mismo tiempo que reclaman el milagro, muestran su incoherencia y su mala voluntad, pues ellos mismos reconocen que “a otros salvó”. Las autoridades aceptan que Jesús, a lo largo de su vida, ha realizado acciones extraordinarias a favor de “otros”. Pero esto no les parece suficiente. De hecho, cuando Jesús realizaba acciones sanadoras y expulsaba demonios, los que no estaban dispuestos a creer, tampoco dudaban de su acción curativa. Pero la descalificaban atribuyendo tales signos al poder de Satanás. Ahora, en la cruz, piden un nuevo signo extraordinario, que no sucede. Pero, aunque hubiera sucedido, tampoco hubieran creído. Su mala fe les impedía acoger la buena fe. Hubieran atribuido la bajada a una intervención diabólica. La fe siempre nace de la libertad. Por eso, los signos que Jesús ofrece nunca son impositivos. Porque el signo decisivo de la verdad de Dios es Jesús mismo. Si uno no se conmueve ante la figura del Crucificado, que ha vivido y ahora muere amando, no hay milagro que pueda convencer de la verdad de Dios.
Pero hay más. Pues precisamente porque a otros salvó y no bajó de la cruz, porque Jesús nunca piensa en su propio beneficio, sino en el bien de los demás, porque Jesús no utiliza a Dios en provecho propio, su muerte se convierte en el signo decisivo de la verdad de su mensaje de resurrección y salvación definitiva. La bajada de la cruz hubiera sido un rechazo de la cruz, lo que hubiera imposibilitado que Jesús se solidarizase con todos los crucificados de la tierra. El Dios que en esta bajada se hubiera revelado hubiera sido el de los poderosos y no el Dios de los pobres, de los mansos, de los que lloran, de los que buscan la paz y la justicia. Más aún: la no bajada de la cruz era la condición ineludible de la resurrección. Sin cruz no hay resurrección. Ese es el secreto del mesianismo de Jesús. La no bajada de la cruz es el signo decisivo de un Dios capaz de vencer a la muerte, un Dios que, en Jesús, abre las puertas del futuro a lo que, aparentemente y según los criterios de este mundo, no tiene futuro.
Una noche alguien dijo a sus mejores amigos: “tomad, esto es mi cuerpo”. No dijo: mi espíritu; no dijo: mi alma. Dijo: mi cuerpo. Años después vinieron los ritos, las ceremonias, las procesiones, las adoraciones. Vinieron también las profanaciones y las reparaciones. Vino la poesía: “que la lengua humana cante este misterio” (Tomás de Aquino); “¡Oh cosa maravillosa! Convite y quien convida es una cosa” (Cervantes); “amor de ti nos quema, blanco cuerpo” (Unamuno). Vino la teología. Y alguna muy buena y muy profunda, como la de Tomás de Aquino: “No hay ningún sacramento más saludable que éste, pues por él se borran los pecados, se aumentan las virtudes y se nutre el alma con la abundancia de todos los dones espirituales”.
Según el cuarto evangelio Jesús se encontraba con sus discípulos en un huerto cuando unos guardias armados fueron a prenderle. Los discípulos intentaron defenderle. Pedro llevaba una espada, la sacó e hirió a uno de los que iban a prenderle. Entonces Jesús reaccionó de forma tajante y dijo a Pedro: “vuelve la espada a la vaina”. Por otra parte, Jesús se dirigió a los que iban a prenderle y les dijo: “Si me buscáis a mí, dejad marchar a estos”.
El Hijo de Dios nació del linaje de David según la carne (Rm 1,3). Para nacer según la carne bastaba una mujer “entre todas las mujeres” (Lc 1,42). La elegida fue María. Pero para nacer del linaje de David no valía cualquier varón. Se necesitaba uno que fuera “del linaje y de la familia de David” (Lc 1,27; Mt 1,20)). Y este fue José. Gracias a José, Jesús se entronca en la larga lista de aquellos y aquellas que habían sido hitos importantes en la historia de la salvación; gracias a José, el mesianismo de Jesús, la promesa de que el trono de David duraría para siempre (Lc 1,32-33) quedaba garantizado.
La fe tiene una pretensión realista, pero no se limita a la apariencia, a aquello que se puede ver y tocar. La fe busca la verdad más allá de la apariencia y descubre en lo real indicios que permiten abrirlo a posibilidades nuevas, que van más allá de lo que aparece. Por este motivo, los creyentes suelen ser objeto de burla por parte de aquellos que piensan que más allá de los datos empíricamente verificables no hay nada. Pero si lo pensamos bien, resulta que también las ciencias avanzan porque buscan más allá de la apariencia. En este sentido el proceder la ciencia no es muy distinto del de la fe.
Si se leen con un poco de atención los capítulos centrales del evangelio de Mateo parece que Jesús está continuamente “pasando a la otra orilla” e invitando a sus discípulos a hacer lo mismo (Mt 8,18; 9,1; 14,22; 16,5). Esta invitación se encuentra también en los otros tres evangelios. Se diría que una vez que Jesús y sus discípulos han cambiado de orilla, necesitan pasar de nuevo a la otra orilla. Algo así como si estuvieran yendo de una orilla a otra. Esto nos invita a pensar que este paso no es geográfico, no se trata de volver al lugar del que se ha salido. Tiene que haber ahí algo más profundo, al menos una invitación a la no instalación. Ninguna orilla puede convertirse en lugar de queda, todas son lugares de paso.
La Cuaresma acaba de empezar. Pero la cuaresma, como toda la liturgia, sólo tiene sentido en función de la Pascua. Por eso, lo que hemos empezado, en realidad, es el gran tiempo pascual de la Iglesia. Cuarenta días de preparación para la fiesta de Pascua y, después, cincuenta días de celebración de la Resurrección del Señor y de la presencia salvadora de su Espíritu. Estamos en el tiempo fuerte de la comunidad cristiana.
Según el evangelio de Marcos, el primer verbo que Jesús emplea es “convertirse”. Y lo emplea en imperativo: “convertíos y creed en el Evangelio”. La razón de esta necesidad es que “el Reino de Dios está cerca”. Como está a punto de llegar hay que estar bien preparados para recibirlo. ¿Qué significa y qué implica convertirse? Convertirse es cambiar. Cambiar de actitudes y de pensamientos, porque lo que solemos pensar y lo que solemos hacer no favorece la llegada del Reino de Dios. Convertirse es darse la vuelta, dar la espalda a algo, dejar de mirar una cosa para mirar otra. Dejar de mirarse a uno mismo para mirar las necesidades del prójimo y preguntarse cuál es la voluntad de Dios sobre uno mismo y sobre los demás.
Transmitir la fe es una necesidad ineludible de todo creyente. Necesidad que brota de una experiencia, la experiencia del cambio de vida que acontece a todo el que se encuentra con Jesús. Sin esa experiencia previa no sólo no hay necesidad, sino ni siquiera posibilidad de transmitir la fe. Pues no se puede ofrecer lo que no se tiene.