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Nov2015Vaticano II 50 años después
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Nov
El ocho de diciembre, en la fiesta de la Inmaculada Concepción del año 1965, el Papa Pablo VI clausuraba el Concilio Ecuménico Vaticano II. Están a punto de cumplirse, pues, los cincuenta años de la clausura de un acontecimiento que ha marcado la reciente vida de la Iglesia. Es una buena ocasión para recordarlo, siempre que utilicemos bien este recuerdo.
En efecto, el recuerdo no es ni una vuelta al pasado, ni una nostalgia de un pasado que nunca volverá, ni un simple hacer memoria de algo que está lejos de nosotros y no nos afecta. En la Biblia el “recuerdo” es un hacer presente. En esta línea me parece que debemos recordar al Vaticano II. Recordar hoy al Vaticano II es recuperar sus grandes intuiciones, hacer presente su espíritu en aquellas realidades eclesiales que el Concilio no pudo prever, porque la historia avanza y aparecen nuevos problemas y necesidades, actualizar sus mejores aportaciones y prolongar aquellas cosas que el concilio solo dejo esbozadas o insinuadas.
Se trata, por tanto, no sólo de recordar la letra del Concilio. Sin duda, el Concilio dijo cosas muy interesantes, que han servido para renovar la teología y para vivir mejor nuestra vida cristiana (piénsese, por ejemplo, en lo que ha supuesto la renovación litúrgica, el ecumenismo o el acercamiento del texto bíblico a los creyentes). Pero quedarnos en esto, no es suficiente. Tan importante o más que lo que el concilio dijo es el espíritu con el que lo dijo, el impulso renovador que desencadenó.
Precisamente las dificultades que ya desde el inicio mismo del concilio hubo y sigue habiendo para acogerlo no vienen principalmente de “la letra”, aunque también, sino del “espíritu”. En la Iglesia siempre ha habido creyentes que han tenido dificultades para vivir el presente, para renovarse y mirar la futuro. Esos creyentes, so pretexto de fidelidad al pasado, son en realidad inmovilistas. No quieren que nada se mueva, que nada cambie, no comprenden que la vida está en permanente movimiento, no aceptan que sus hijos o sus nietos no sean igual que ellos. Por eso es adecuado llamarlos conservadores, porque solo quieren conservar. Pero el conservador no tiene futuro.
A lo largo de su ministerio Jesús se vio confrontado a una serie de preguntas trampa, hechas con mala intención con el fin de comprometerle y de dejarle en una mala posición. Los evangelistas lo dicen literalmente. Los fariseos, los herodianos, los legistas hacen preguntas a Jesús con la intención de tenderle una trampa. Esto nos remite a algo muy presente en la vida de Jesús: su diálogo con sus contemporáneos fue, con bastante frecuencia, conflictivo.
El presente año 2015 ha sido proclamado por la Asamblea General de las Naciones Unidas como “Año Internacional de la Luz y de las Tecnologías basadas en la luz”. España es uno de los 35 países que patrocinan esta resolución. Ofrezco una idea a los profesores de religión y a los agentes de pastoral de los colegios católicos: aprovechar este acontecimiento para hacer notar a los alumnos las distintas perspectivas desde las que es posible considerar la luz. No solo hay perspectivas científico-técnicas. También las hay esotéricas: el número 5 está marcado por un simbolismo energético que representa la fuerza y la unión de los cinco elementos que son aire, agua, tierra, fuego y éter. Otra perspectiva puede ser la artística: la pintura, ¿no es en muchas ocasiones un juego de luces? Otra es la religiosa y, más en concreto, la cristiana. De hecho el Nuevo Testamento dice que “Dios es luz”, que “Cristo es la luz del mundo” y que los cristianos son luz de la tierra.
Me contaba un Obispo sudamericano lo que le había ocurrido cuando visitó a unas personas humildes y pobres. En una casa bastante oscura había colgado en la pared un cuadro antiguo, con una vela delante. El obispo quedó intrigado porque no reconocía al personaje del cuadro. Y cuando preguntó a aquella buena gente de qué santo se trataba, le dijeron: “es el diablo”. La vela, según la explicaron, estaba allí por precaución, porque conviene poner una vela a Dios y otra al diablo.
Con ocasión del Sínodo dedicado a la familia se ha repetido, desde distintos ámbitos, que “la doctrina no cambia”. A este respecto conviene hacer alguna precisión, pues la doctrina sí cambia. Lo que se mantiene es la fe. Hay que distinguir entre doctrina de la Iglesia y fe de la Iglesia. Durante mucho tiempo fue doctrina eclesial que quienes morían sin recibir el bautismo no podían conseguir la salvación, incluidos los niños que no habían podido cometer pecado alguno. A este respecto la Comisión Teológica Internacional ha declarado: “la afirmación según la cual los niños que mueren sin Bautismo sufren la privación de la visión beatífica ha sido durante mucho tiempo doctrina común de la Iglesia, que es algo distinto de la fe de la Iglesia”.
Hay una actitud muy humana, propia de varones y mujeres, pero que la cultura popular ha relacionado con lo femenino: la ternura. La ternura es este sentimiento que nos retrotrae a la infancia. Hasta ahora ha quedado relegada a momentos de intimidad afectiva o como medio de relacionarnos con quienes consideramos más débiles, como pueden ser los niños. Hoy, cuando tantas personas tienen necesidad de cariño y de afecto, volvemos a comprender que la ternura debería estar presente en todas nuestras relaciones.
Lo fundamental en la Iglesia es la santidad, o sea, responder al amor que Cristo nos tiene. Todo lo demás, en la Iglesia, está ordenado a la santidad, a la unión con Cristo. Y en la jerarquía de la santidad, María es figura de la Iglesia. Así se comprende esta comparación, para algunos quizás sorprendente, que Juan Pablo II hizo entre la figura de María y la figura de Pedro: “La Iglesia es a la vez mariana y apostólico-petrina”. No es posible prescindir de ninguno de estos dos aspectos en la Iglesia. Aún así, la primacía la tiene el aspecto “mariano”. Por eso añade el Papa: “Este perfil mariano es igualmente –si no lo es mucho más- fundamental y característico de la Iglesia, que el perfil apostólico y petrino, al que está profundamente unido. La dimensión mariana antecede a la petrina”.
Si mística es encuentro con el misterio de Dios, ¿este encuentro requiere dejar las cosas de este mundo? ¿Para elevarse hacia Dios hay que alejarse de la tierra y abandonar a los seres humanos? Hace tiempo escribí en un post que la mística Catalina de Siena se metió en política: levantando su voz ante políticos y eclesiásticos, instándoles a cambiar sus actitudes; y saliendo a la calle para ocuparse de enfermos contagiosos, a los que nadie quería atender. La santa dominica era una mística, no con los ojos en blanco, olvidadiza de los problemas de su tiempo y de los sufrimientos de los seres humanos, sino una mística con los ojos bien abiertos.