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Blog Nihil Obstat

Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
Sobre el autor

5
Jun
2015
Vacaciones, ¿para ser feliz?
2 comentarios

Yendo de cara al verano muchas personas hablan de vacaciones. O sea, de un tiempo de descanso o, con más precisión, un tiempo en el que se dejan de realizar las actividades habituales, sobre todo aquellas que tienen que ver con el trabajo remunerado o con el estudio. En este sentido, a mi me parece que las vacaciones son legítimas y necesarias. Siempre que no nos olvidemos de tanta gente que no tiene trabajo o que, si lo tiene, no puede dejarlo porque su salario es tan miserable que, si deja de trabajar, deja de comer.

Preguntar si ese tiempo de descanso o de cese de actividad habitual tiene como objetivo el ser feliz es una pequeña provocación que invita a reflexionar sobre lo que provoca felicidad. Eso de ser feliz es algo que todos los seres vivos buscan, de una u otra forma. Todos buscan lo que les conviene, todos huyen de lo que no les resulta favorable. Pero el ser humano, además de buscar la felicidad instintivamente, la busca reflexivamente. Y se pregunta si todo lo que instintivamente le apetece o satisface, le hace feliz. Porque hay apetitos que, a la larga y, a veces a la corta, producen desgracia. Sobre todo cuando estas apetencias no se controlan: tomar un vaso de buen vino es algo que apetece a mucha gente; hacer una quiniela puede ser divertido. Tomar muchos vasos de vino o jugar en el casino puede ser una tragedia.

La felicidad no está ni en el descanso ni en el cese de la actividad. Aunque el descanso puede ser necesario desde muchos puntos de vista, su objetivo no es conseguir la felicidad. No es fácil decir en concreto lo que es la felicidad. Todos la buscan, pero no todos la encuentran, y los que la encuentran, la encuentran de distintas maneras, en distintos lugares y con diversas intensidades. ¿Ser feliz es sentirse saciado en todas las dimensiones de la vida? ¿Quizás en todas no, pero, al menos, en las fundamentales? ¿Y dónde pone cada uno lo fundamental? En este mundo, ¿es posible una felicidad estable y completa? Un creyente puede decir que el encuentro con Dios es el gozo del corazón y la plenitud de todas las aspiraciones. Pero, a Dios, en este mundo, nunca le encontramos claramente. Dios siempre se nos escapa. En todo caso, una cosa me parece cierta: si no somos felices en vuestra vida ordinaria, tampoco lo seremos en vacaciones.

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2
Jun
2015
Si quieres, puedes curarme
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“Si quieres, puedes limpiarme” son las palabras que un leproso le dirige a Jesús (Mc 1,40). Según el relato evangélico, Jesús curó al leproso. Recuerdo el comentario que me hizo una buena amiga, con serios problemas de salud, después de escuchar este relato en la liturgia dominical. Ella contaba que una vez había estado en Lourdes. Y en la gruta, delante de la imagen de la Virgen, tuvo la tentación de repetir las palabras del leproso del evangelio: “si quieres, puedes curarme”. Pero no lo hizo. Lo que ella pidió fue algo posiblemente más difícil: “ayúdame a sobrellevar mi enfermedad”.

Lo fácil es decir que Dios es bueno cuando las cosas van bien. Lo difícil es creer en Dios en toda circunstancia, en los momentos buenos y en los malos. Ahora bien, yo sospecho que cuando las cosas van bien, algunas personas, en vez de dar gracias a Dios y reconocer que todo lo bueno viene de él, lo que hacen es apelar a la buena suerte o, incluso, a los propios méritos. Cuando las cosas van mal, entonces algunos se acuerdan de Dios, pero no para alabarle, sino para culparle: “¿qué habré hecho yo, Señor, para merecer esto?”. El justo es el que bendice al Señor en todo momento, consciente de que Dios no es un criado, que encima tiene poderes mágicos, y que está ahí para satisfacer nuestros caprichos. La oración es otra cosa: es dar gracias a Dios por haberle conocido y por gustar la alegría de su presencia amiga en todas las circunstancias de la vida, sabiendo que en la vida hay buenos y malos momentos, alegrías y tristezas, porque esto es lo propio de la condición humana.

Un Dios milagrero, un dios que soluciona los problemas con sólo pedírselo, ese no es el Dios de Jesús. Ese es el dios de los que crucificaron a Jesús. En efecto, los enemigos de Jesús, al pié de la cruz, le instaban a qué bajase de la cruz. Esa bajada hubiera sido para los enemigos de Jesús la gran prueba de que Dios estaba con él. Y, añadían con ironía, que si eso ocurría creerían en él. Es dudoso que así fuera: en el fondo, cuando odias a alguien, cualquier cosa buena que le ocurra la interpretas de mala manera. Y cuando amas, aún en los momentos malos, sabes reconocer la maravilla del amor.

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29
May
2015
El que se busca, se pierde
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Hay una palabra de Jesús que bien pudiera ser una de las más importantes claves de toda existencia humana: el que se busca a sí mismo, se pierde; pero el que entrega la vida, ese la gana. Para entender esta paradoja es bueno recordar que el ser humano no tiene su origen en sí mismo; la vida es un regalo, nos hemos encontrado con ella. ¿Quién nos la ha regalado? La naturaleza, dicen algunos; Dios, dicen los creyentes. Sea quién sea el dador, la vida es un don. La condición de posibilidad de vivir y de ser autónomo, la condición de ser, es dejar de pertenecer al dador, bien emergiendo de la naturaleza, bien saliendo de Dios. Si no salgo de Dios, si me quedo en el seno divino, no puedo ser autónomo, no puedo ser independiente. Ahora bien, dejar de estar en Dios, dejar la mente o el seno divino, tiene un precio: ser finito, limitado, precario. Dígase lo mismo si nos referimos a la naturaleza. Dejar de ser “natural” tiene un precio: la naturaleza puede acosarme, convertirse en mi oponente. Más aún, el ser libre e independiente tiene un precio: la posibilidad de utilizar mal la libertad y de renegar de mi finitud.

El hombre, desde que nace, muestra una tendencia a ordenarlo todo alrededor de sí mismo. Cree que todo le pertenece, que todo está a su servicio, empezando por su madre. El hombre comienza por pensar sólo en sí mismo, porque entiende que ahí está la felicidad. El hombre está curvado sobre sí mismo, no ve más que a sí mismo. Todo lo demás está en función de sí mismo. Y ahí es donde comienza a equivocarse. Ahí está también la permanente posibilidad del pecado. Porque cuando sólo nos vemos a nosotros mismos, nos perdemos. Cuando queremos ser únicos, nos desligamos de la fuente de la vida; olvidamos de que la vida viene de otros y se sostiene gracias a otros. Nos encontramos, cuando salimos de nosotros mismos. Solo cuando nos abrimos el otro, cuando amamos y acogemos, nos encontramos. Al abrirnos ensanchamos nuestro yo. Pero este ensanchamiento es una consecuencia de una realidad más profunda: al abrirnos nos unimos, y al unirnos vivimos.

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26
May
2015
¿Podemos ser buenos sin Dios?
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Bastantes creyentes piensan que sin Dios todo el edificio de la moral se derrumbaría. Porque si Dios no existe, ¿no está entonces todo permitido? Este planteamiento encuentra en algunos ateos una extraña complicidad. También ellos están interesados en afirmar que la moral no precisa de la fe en Dios. Más aún, que sin Dios seríamos más libres y nos comportaríamos mejor. La religión todo lo estropea. Basta pensar en las consecuencias nefastas (llegando incluso a matar) que algunos sacan en nombre en Dios.

Ya Tomás de Aquino se preguntaba si podemos hacer el bien sin la gracia, o sea, sin Dios. Y respondía que sí. El ser humano puede organizar la sociedad, construir hospitales y carreteras, o preocuparse de los pobres y necesitados sin ser creyente. Pero de ahí no hay que concluir que a Dios sólo le necesitemos para alcanzar la vida eterna y que, en los asuntos mundanos, no tenga ninguna influencia. Al contrario, Dios es factor de humanidad. A Dios le necesitamos para vivir humanamente, para encontrar la plena estabilidad humana en este mundo. La gracia tiene repercusiones en el aquí y ahora de nuestra existencia mundana. Si el amor confiere estabilidad y equilibrio a la vida, la acogida del amor de Dios no puede menos de traducirse en una serie de repercusiones físicas, psicológicas y afectivas en nuestro ser y en nuestra manera de vivir. La confianza en Dios permite vivir sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte; o en todo caso, asumir los problemas y miedos de otra manera.

Según Tomás de Aquino en la actual situación de pecado, la gracia de Dios es necesaria para la realización efectiva de lo que hoy calificamos de derechos y deberes humanos. Pues toda vida humana se encuentra sometida a múltiples solicitaciones, y no todas son buenas. El hombre siente su inclinación al mal. Hay cosas que su razón y su conciencia le dicen que no son buenas y, sin embargo, el hombre se siente atraído por ellas. Unas veces la atracción del mal se le presenta tan súbitamente que no puede resistirla. Otras veces, el hombre quiere dejar de obrar el mal, pero parece como si el mal pudiera más que él, debido a las malas costumbres adquiridas o a la fuerza con que se presenta. Teóricamente, el hombre puede resistir una por una a las seducciones del mal. Pero llevar una vida según el bien y resistir habitualmente al mal, requiere serenidad, equilibrio, claridad de ideas y de objetivos. No cabe duda que la gracia de Dios, al otorgar estabilidad y equilibrio personal, es un socorro necesario para que la orientación del hombre hacia el bien encuentre continuidad y firmeza.

Por otra parte, no hay que olvidar que el Espíritu Santo actúa fuera de la explícita confesión cristológica. Su acción no está limitada por las Iglesias ni por las religiones. El es el que inspira todas nuestras buenas obras y el que las sostiene, lo sepamos o no lo sepamos. Y como el Espíritu Santo es inseparable de Cristo, hay que afirmar que donde hay bien, de una u otra manera, allí está el Señor; y dónde hay mal, hay ausencia de Dios.

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21
May
2015
El Espíritu no se repite
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El Espíritu es siempre el mismo. Pero en cada uno se manifiesta de forma diferente. Porque el Espíritu Santo, al unirse a nuestro espíritu, se adapta a nuestro espíritu. El Espíritu Santo nunca anula a la persona, actúa a través de nuestra personalidad, de nuestras capacidades y de nuestra imaginación. En este sentido habría que decir que el Espíritu está continuamente evolucionando. Por eso, aquellos que buscan la acción del Espíritu en la repetición, no entienden lo que es el Espíritu.

Comparar, por ejemplo, el estilo de ejercer el primado que tenía el Papa Juan Pablo II con el que tiene Francisco, y medir la bondad del estilo de Francisco en función de su parecido con el de Juan Pablo II, es un error (porque ningún Papa es “la medida” del papado), una injusticia (porque se pretende utilizar a un Papa para descalificar a otro), y una falta de confianza en Dios, que concede a su Iglesia lo que en cada momento necesita. Los que no quieren que nada cambie se dedican a criticar a los vivos a partir de lo que supuestamente harían los muertos. Como los muertos no pueden defenderse es fácil apelar a su memoria y manipularla en función de nuestros, a veces, inconfesables intereses.

El Espíritu siempre actúa buscando el bien. El bien común y el bien individual. El Espíritu se hace presente en todo lo que contribuye a la edificación de la Iglesia, a la mejora de las condiciones de vida, al avance de los derechos humanos. Allí donde hay verdad, belleza, justicia, alegría y amor, allí está actuando el Espíritu. Por eso, sus posibilidades de actuación son inmensas y su creatividad no tiene límites. Buscar el Espíritu en la repetición es probablemente la mejor manera de no encontrarlo. El Espíritu nos abre a nuevos espacios. Pero con la precisa función de hacer presente a Cristo.

Actúa dentro y fuera de la Iglesia. Este “fuera” hay que entenderlo en sentido amplio. Mueve a los cristianos que se comprometen para lograr una política más limpia, y mueve a los políticos no cristianos que denuncian la corrupción. Mueve a los curas y a las monjas que animan ONGs en beneficio de los inmigrantes sin papeles y mueve a los no cristianos que reclaman leyes más en consonancia con la dignidad de todas las personas. Mueve al policía que ayuda a los náufragos y al fraile que les surte de mantas y alimentos. Mueve a la enfermera que, discretamente, sabe consolar, y a la maestra que dedica su tiempo libre a ayudar a un alumno con dificultades.

La obra del Espíritu nunca es fácil; a veces parece muy lenta. Choca con el pecado y la limitación humana. Aún así, el Espíritu, de forma suave y callada, sigue introduciéndose por las más pequeñas rendijas, mantiene viva la llama de la inconformidad, produce novedades inesperadas.

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19
May
2015
Predicadores de la fe
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La Orden de Predicadores –varones y mujeres- tiene una misión: anunciar el Evangelio de Jesucristo. Si la cumple, sean pocos o muchos, seguirá viva y pujante. En ella se agrupan mujeres y varones libres bajo la gracia. Personas, por tanto, que sólo se inclinan ante el Espíritu liberador de Dios. Paradójicamente, esta inclinación no degrada, más bien enaltece y dignifica.

En distintos lugares de su obra, Tomás de Aquino habla de los predicadores de la fe. En un precioso artículo de la Suma, en el que resume magníficamente todo el proceso que implica el anuncio del Evangelio, dice: para que se dé la fe, lo primero que se requiere es que a uno le digan o le propongan lo que tiene que creer, o sea, que le presenten a Jesucristo. Esta proposición es obra de Dios, que la realiza “mediante los predicadores de la fe por Él enviados”. Como apoyo de sus palabra el santo cita Rm 10,15: ¿Cómo oirán sin que se les predique? ¿Y cómo predicarán si no son enviados?

A continuación, Tomás de Aquino dice que los predicadores de la fe deben resultar convincentes, persuasivos. Esto no garantiza que el Evangelio sea acogido, pero es condición para que lo sea. ¡Cuántos se creen predicadores y no son más que discurseadores aburridos o repetitivos! Para convencer hace falta que el oyente empiece por creerse que el predicador se ha creído antes aquello de lo que quiere convencer.

El otro texto de Tomás de Aquino en el que estoy pensando se encuentra en una de sus cuestiones disputadas. Allí llega a decir que el máximo grado de amor a Dios no está (como muchos piensan) en la vida contemplativa, sino en aquellos que predican la fe. El santo aclara que una vida contemplativa, o sea, una vida de oración es muy deleitable, pero algunos se deleitan tanto en ella “que no quieren dejarla ni siquiera para entregarse a los servicios divinos para la salvación de los prójimos”. Y añade que “la más alta cima de la caridad” está en aquellos “que dejan la contemplación divina, aunque tengan en ella el máximo deleite, a fin de servir a Dios para la salvación de los prójimos”.

“Esta perfección, dice el santo, es propia de los predicadores”, los cuales “suben (o sea, se dirigen a Dios) por medio de la contemplación, y bajan (o sea, se vuelven hacia los seres humanos) por motivo del cuidado que tienen de la salvación de los prójimos”. Dicho de otra manera: el máximo grado de amor a Dios y de amor al prójimo (pues siempre van unidos) se encuentra en aquellos que viven intensamente la oración y la escucha de la Palabra, para luego transmitir eso que han vivido y escuchado, y hacerlo con convicción y elocuencia.

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15
May
2015
No ver y ver a Jesús al mismo tiempo
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Según el cuarto evangelio, poco antes de morir, Jesús dice a sus discípulos unas extrañas palabras, que ellos en aquel momento no comprendieron: “dentro de poco ya no me veréis y dentro de otro poco me volveréis a ver” (Jn 16,17). Tal como está construida la frase, parece que se trata de dos momentos sucesivos: después de estar un tiempo sin ver a Jesús, llegará un tiempo en el que los discípulos le verán. Pero esto resulta difícil de entender. Para que esta sucesión de momentos tenga un mínimo de lógica habría que pensar que el momento en que no se le verá será el de su ausencia de la tierra (Jesús se va al cielo y en la tierra ya no se le ve más), y el momento en que se le verá será el día en que los discípulos, tras pasar por la muerte, lleguen al cielo.

La frase tiene bastante más sentido si en vez de dos momentos sucesivos se trata de dos momentos simultáneos. Está a punto de llegar el día, viene a decir Jesús, en que voy a dejar la tierra. Y ya no se me podrá ver con los “ojos de la carne”. Pero entonces se me podrá ver con otros ojos, los de la fe. Esa lectura sería coherente con esta palabra de Jesús: “dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros sí me veréis” (Jn 14,19). El mundo no puede ver a Jesús resucitado, porque el mundo solo tiene ojos de carne. Pero los discípulos, con los ojos de la fe, pueden ver a Jesús resucitado, porque experimentan el poder de su resurrección, la fuerza de su Espíritu, y le reconocen en la Escritura, en el partir el pan y en la vivencia del amor mutuo. Así se comprende también esta otra palabra de Jesús: “me voy y volveré a vosotros” (Jn 14,28). El Jesús que sube al cielo no deja la tierra, permanece entre los suyos, pero de otra forma: “yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

Precisamente los ojos de la fe son los que permiten ver la realidad más auténtica de Jesús. Muchos vieron a Jesús con los ojos de la carne. Y no vieron lo que allí había. Viendo a Jesús con los ojos de la carne resulta posible traicionarle (como Judas), tratarle de impostor, burlarse de él, o crucificarle. Ocurre lo mismo en las relaciones humanas: cuando solo miramos con los ojos de la carne, nos quedamos en la superficie; el que mira con los ojos del amor sabe ver más allá de las apariencias. Solo con los ojos del amor se conoce a fondo a las personas. Como dice el principito de Saint-Exupéry: “solo se ve bien con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos” (de la carne).

Vuelvo a Cristo resucitado: ahora, los suyos ya no lo ven con los ojos de la carne; el mundo tampoco le ve. Los ojos de la carne solo ven lo que es de carne y el mundo solo ve lo que es suyo. Pero los creyentes sí pueden ver a Jesús con los ojos de la fe. Los creyentes no ven a Jesús (con los ojos de la carne) y al mismo tiempo le ven (con los ojos de la fe). Referida, no a dos momentos sucesivos, sino a dos momentos simultáneos, tiene sentido esta palabra de Jesús: “dentro de poco no me veréis y dentro de otro poco me volveréis a ver”.

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12
May
2015
Una Orden de Predicadores libres
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Miguel de Unamuno simpatizaba con los dominicos de Salamanca. En el convento de San Esteban vivía el famoso P. Juan G. Arintero, con el que Unamuno tuvo algunos diálogos, aunque es posible que no acabaran de entenderse. El P. Arintero hace referencia a Unamuno como buscador, a veces angustiado, de la fe, desde su compromiso con la razón. Pero no son estas relaciones de Unamuno con los dominicos lo que me ha movido a escribir estas líneas, sino la apropiación del título propio de los dominicos como “orden de predicadores” por parte de uno de los corresponsales de Unamuno, Luís de Zulueta.

En 1903, Luís de Zulueta publicó un artículo, en una revista de Barcelona, titulado: “La Orden de Predicadores”. Es un artículo sobre Unamuno, del que dice que es un maestro con estilo sacerdotal. Tras una serie de consideraciones sobre la necesidad de una buena evangelización y una buena regeneración moral en España, lanza la idea de una “Orden de Predicadores libres… Sería una agrupación de personas conscientes y liberales, reunidas por lo que tienen de común y de más elevado, el deseo de perfección y el propósito de buscarla”. La Orden “habría de tener sus noviciados” en los grandes centros universitarios de Europa.

Inmediatamente, Unamuno le responde diciendo: “Y ¡qué falta hace la Orden de Predicadores!, ¡qué falta!”, porque hay por esas amodorradas ciudades jóvenes con ansias de vida, “jóvenes que comprenden y sienten que de poco sirve buscar medios de vida sino se crea una finalidad para ésta. Al que sólo busque pan, acabará por amargársele el pan”. Zulueta, en su artículo, termina diciendo que, tras la buena formación de los predicadores, “vendría lo de anunciar el evangelio, la Buena Nueva, el nacimiento del Redentor que cada ser humano lleva dentro de sí, entre el buey y la mula, el buey corneador, hinchado de pasiones, y la mula orejuda, agobiada de estupidez”.

No son malas estas ideas: Orden de Predicadores libres. Pero, libres ¿para qué? Para anunciar la Verdad que hace libres. Formada en los mejores centros, teniendo como base el estudio de la Palabra de la Verdad. Y para predicar en un mundo lleno de bueyes y de mulas, un mundo dominado por las pasiones del poder, del dinero, de la ambición; y además lleno de estupidez, o sea, un mundo en el que abunda lo superficial, la mediocridad, en el que la gente vive sin metas ni objetivos, sólo piensa en medios y olvida los fines. Estamos todos convocados.

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8
May
2015
Orden de Predicadores
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Cuando varios elementos interactúan en vistas de un objetivo común podemos hablar de “orden”. Aplicar la palabra “orden” a un grupo de personas sería algo así como entender que esas personas, sin duda distintas, unen sus fuerzas y sus capacidades para conseguir un mismo propósito. El título de “Orden de predicadores” indicaría que el propósito u objetivo de ese grupo de personas es la “predicación”, el anuncio, la proclamación, el dar a conocer. El título no va explícitamente más allá de un anuncio genérico, pero es claro que, si se conoce el propósito del fundador de esa Orden, su contexto histórico, y el medio eclesial en el que tiene sentido esa “Orden de predicadores”, su tarea predicadora se concretiza en el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo.

Cada tres años, frailes representativos de la Orden de Predicadores se reúnen en lo que se conoce como Capítulo General. Estas reuniones son expresión del dinamismo y la permanente renovación en la que vive la Orden. De estas reuniones salen orientaciones y reflexiones. Uno de los temas recurrentes es precisamente la predicación. Porque predicar el Evangelio no es repetir una doctrina o una letra. El Evangelio es una persona viva, Jesucristo resucitado. Por otra parte, el principal objetivo de una buena predicación es hacerse entender. Y para hacerse entender hay que conocer a los destinatarios. Para conocerlos hay que escucharlos y acercarse a ellos. Como los destinatarios son distintos y son también muchos los contextos vitales y culturales en los que viven, así como los distintos problemas personales y sociales en los que están inmersos, eso de predicar no es tarea fácil. De eso fue bien consciente Santo Domingo cuando indicó a sus frailes que el estudio era un elemento esencial y fundamental para que la predicación tuviera el resultado apetecido.

La predicación, dirá uno de estos capítulos, es la prioridad de las prioridades de la Orden; y todos precisarán, de un modo u otro, que esta predicación debe realizarse teniendo en cuenta la situación cultural y existencial en la que viven hoy las personas. Por eso, los capítulos relacionaran predicación con justicia, anhelo de verdad, sensibilidad por los pobres, búsqueda de la paz, cuidado de la creación. Y también con comunidad, diálogo, renovación, adaptación, familia dominicana, globalización, espiritualidad. Cierto, la predicación no es exclusiva de ningún grupo. Todo cristiano es un predicador. Ahora bien, no cabe duda de que esta tarea propia de todo cristiano tiene en la Orden de Predicadores unas peculiaridades y matices propios. Al menos estos dos: la predicación está fecundada por la oración y el estudio; y la predicación es una tarea comunitaria que se hace desde la comunidad.

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4
May
2015
Subir al cielo a lomos de un caballo
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Uno de estos autores que ataca polémicamente a la religión, considerándola irracional, el neurocientífico Sam Harris (autor de “El fin de la fe”), ofrece este argumento: las afirmaciones de las religiones presentan un contenido que repugna directamente a la razón, como por ejemplo decir que Mahoma ascendió al cielo a lomos de un caballo alado. Ya puestos, podía haber recordado que el profeta Elías, según el Antiguo Testamento, subió al cielo sobre un carro de fuego con caballos de fuego. Traigo a colación el ejemplo aducido por S. Harris porque no sería serio que los cristianos descalificásemos esta creencia del Islam, mientras aceptamos como algo muy normal una representación literalista de Jesús subiendo al cielo en presencia de sus discípulos.

Ante argumentos de este tipo los cristianos, al menos, no tenemos que polemizar, sino más bien aceptar que algunas afirmaciones de la fe resultan “una tontería para la razón” como dice san Pablo. Hay afirmaciones de fe que sólo aceptan los creyentes. Los no creyentes no pueden aceptarlas, porque si las aceptasen serían creyentes. Estas afirmaciones, por ejemplo, la Ascensión de Jesús, no pueden probarse, pero sí pueden y deben explicarse de forma que resulten significativas y creíbles. La Ascensión, para seguir con el ejemplo, es significativa porque llena de esperanza a los creyentes, que ven realizada en este misterio la vocación de todo ser humano de entrar en Dios. Y es creíble cuando la explicamos despojándola de literalismos que distraen, y hasta alejan, del núcleo de la fe. Subir al cielo o estar a la derecha del Padre son metáforas. Ningún pastor, teólogo o exégeta serio las mantiene en su literalidad. Estas metáforas quieren indicar que Cristo resucitado ya no está ahí, ya no es de este mundo, sino que pertenece para siempre al mundo de Dios.

Por lo demás, el diálogo entre religión y cultura o entre fe y razón no se sitúa tanto al nivel de los misterios propios de la fe, sino a niveles previos, a saber, los de la existencia de Dios y su relación con el mundo. La pregunta clave de este diálogo entre fe y ciencia es la de saber si la hipótesis de un mundo dependiente de Dios es razonable. Más aún, la de saber qué explicación resulta más convincente, la atea de un mundo autónomo y autosuficiente o la teísta, que mantiene que la finitud del mundo requiere una causa última, y la creaturidad un Creador. Este diálogo de la religión con la ciencia no es posible desde posiciones dogmáticas, sino desde posiciones críticas. Situados en esta perspectiva hay que decir: la existencia de Dios no puede probarse apodícticamente, pero sí justificarse, puesto que cuenta con argumentos que la hacen verosímil.

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