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Dic2016Con una paz sin límites
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Dic

En la misa de nochebuena se leyó un texto del profeta Isaías que anunciaba la llegada de un niño, cuyo nombre sería el de “Príncipe de la paz”, puesto que lograría la maravilla de “dilatar el principado con una paz sin límites”. Una paz no fundamentada en el poder, sino en “la justicia y el derecho”. En efecto, desde el poder nunca se consigue la paz, a lo sumo un poco de orden debido al miedo que se logra infundir. Solo desde la verdad se puede conseguir el entendimiento, la comprensión y, por tanto, la paz.
Desde hace 50 años la Iglesia celebra cada uno de enero la Jornada Mundial de la Paz. Se hace necesario recordar la necesidad de la paz, porque año tras año, lejos de desaparecer, los conflictos entre los pueblos y las personas aumentan o, al menos, se mantienen. En el mensaje que el Papa envía este año “pide a Dios que se conformen a la no violencia nuestros sentimientos y valores más profundos”. Los cristianos podemos encontrar en Jesús de Nazaret el mejor modelo de no violencia y de paz: enseñó a sus discípulos a amar a los enemigos (Mt 5,44), a poner la otra mejilla (Mt 5,39), impidió que la adúltera fuera lapidada por sus acusadores (Jn 8,1-11) y, la noche antes de morir, dijo a Pedro que envainara la espada (Mt 26,52). De esta forma construyó la paz y destruyó la enemistad (Ef 2,14-16).
Los católicos estamos llamados a valorar a todas aquellas personas que son ejemplo de no violencia. El Papa Francisco se complace en citar a Mahatma Gandhi y Khan Abdul Ghaffar Khan (líderes en la liberación de la India), a Martín Luther King (figura señera en la lucha contra la discriminación racial) y a Laymah Gbowee, que logró, con sus campañas de oración conjunta entre cristianas y musulmanas, que se negociara la paz en Liberia. El Papa, además, recuerda que todas las tradiciones religiosas están a favor de la paz. “Ninguna religión es terrorista”, dice. En efecto, la violencia es una profanación del nombre de Dios y, por tanto, es imposible que sea religiosa. Sólo la paz es santa, no la guerra, dice con todo vigor Francisco.
Una cosa más: el verdadero campo de batalla en el que se enfrentan la violencia y la paz es el corazón humano: “de dentro del corazón del hombre salen los pensamientos perversos” (Mc 7,21). De ahí la urgencia de educar las conciencias, y de crear espacios, en las familias y en nuestras comunidades religiosas, donde los conflictos sean superados no con la fuerza, sino con el diálogo, el respeto, la búsqueda del bien del otro, la misericordia y el perdón. Al final, la paz es una responsabilidad personal. Y el conflicto un drama personal. Lo peor es que el conflicto llama al conflicto y termina por hacer irrespirable la vida propia y la ajena. Que el próximo año sea un año de paz, al menos en nuestras familias y en nuestras comunidades. ¡Eso sí que depende de cada uno de nosotros!






Estoy convencido de que la actual crisis vocacional no se debe a razones religiosas, sino a razones sociales y culturales. Lo digo, porque se encuentra uno con gente que considera que la prueba de lo mal que está la vida religiosa es el número de sus miembros: son pocos y, se añade a veces: además viejos (como si tener años fuera algo malo). La causa del ser pocos parece que está en los pocos que somos. No es un juego de palabras, ni una adivinanza: se culpa a los pocos que somos de que seamos pocos. A mi me parece que lo normal sería felicitar a los pocos que somos por mantenernos fieles y por seguir adelante con nuestra vocación y nuestras misiones, a pesar de las dificultades con las que, a veces nos encontramos.
El año jubilar de la misericordia ha terminado. Lo que no ha terminado, ni puede terminar nunca, es el tiempo de la misericordia, porque ella expresa la verdad profunda del Evangelio. El Papa, en su carta apostólica
Gracia, salvación, misericordia son tres palabras muy positivas. Están muy relacionadas, más aún, entrelazadas, la una no puede existir sin las otras. Las tres remiten a lo más fundamental de la fe cristiana: Jesucristo, “por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajo del cielo”. En Jesucristo queda claro que Dios es un Dios de los hombres, un Dios de salvación, un Dios cercano. Bajó del cielo para salvarnos, no desde la lejanía, no desde fuera, sino desde nuestra propia realidad y a partir de ella. Y eso por puro amor, un amor gratuito. No por nuestros méritos, no por nuestras fuerzas o exigencias, sino por pura benevolencia, por gracia. Una gracia que también es misericordia, o sea, es la actitud del que quiere ayudar. Nos ayuda a realizar nuestra vocación divina, aquello para lo que hemos sido creados, pero que no podemos alcanzar por nuestras fuerzas o por nuestros medios. Si Dios nos eleva, nos diviniza, es porque así le place.