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Todos los santos, fiesta de plenitud
2 comentariosLa fiesta de todos los santos es la última de las grandes solemnidades del ciclo santoral. Puede ser calificada de fiesta de plenitud porque canta la gloria de los que ya triunfaron y se prolonga al día siguiente para recordar a los que no han alcanzado todavía la corona de la gloria. Plenitud de la Iglesia que triunfa, que ha llegado a la meta; de la Iglesia que es purificada, pero está ya segura de alcanzar la meta; y de la Iglesia que milita y vive en la esperanza de llegar un día a la meta.
Fiesta de plenitud que llena nuestras almas de nostalgia y de esperanza. Porque los que todavía estamos en camino hacia la gloria, los que estamos sostenidos por la esperanza que no falla, somos también “santos”, o sea, amados de Dios y hermanos de Cristo. La santidad es lo propio de todo cristiano, como dejó muy claro el Concilio Vaticano II. La santidad puede vivirse en todos los estados y condiciones de la vida: en la soltería, en el matrimonio, en la viudedad, en la vida consagrada, en el ministerio sacerdotal. En este terreno no hay preferencias, no hay caminos mejores que otros. Todos estamos llamados a la perfección de la santidad y a la plenitud de la caridad.
Los cristianos somos peregrinos. Buscamos una patria mejor que las que tenemos en esta tierra. Porque todas las patrias terrenas son imperfectas, en ninguna logramos la felicidad total. Nuestra patria es el cielo, esa es nuestra morada permanente y el término de nuestra peregrinación. Hemos nacido para cosas grandes. Somos súbditos de un rey que nunca muere y que se comporta con nosotros amorosamente haciéndonos partícipes de su inmortalidad. Los cristianos vivimos con esperanza, no la pequeña esperanza de las cosas perecederas, sino la gran esperanza, la que espera más allá de la muerte, que tiene su fundamento no en nuestras fuerzas, sino en el poder y la misericordia de Dios. Pues como muy bien dice Byung-Chul Han “el pensamiento de la esperanza no se rige por la muerte, sino por el nacimiento”, por el nuevo y definitivo nacimiento.
Esa esperanza no podemos vivirla en solitario. El sujeto de la esperanza, de toda esperanza, y más aún de la esperanza cristiana, es un nosotros, pues la esperanza no aísla a las personas, sino que las vincula y reconcilia. Por eso, en la Eucaristía, cuando llega el momento de recordar a los difuntos, la Iglesia ora por todos, todos, todos, porque espera que todos lleguen al descanso de Dios. Primero nombra a “nuestros hermanos que durmieron en la esperanza de la resurrección” (ahí tenemos a los hermanos en la fe, que han muerto como cristianos), y luego “a todos los que han muerto en tu misericordia” (pues ahí están todos, porque la misericordia de Dios no tiene límites, ya que si tuviera límites Dios dejaría de ser Amor para convertirse en “amor selectivo”). Dice Benedicto XVI: “nuestra esperanza es siempre y esencialmente también esperanza para los otros; sólo así es realmente esperanza también para mí” (Spe salvi, 48).