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San José, el santo más glorioso de la Iglesia
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San José es el santo más glorioso de la Iglesia. En la jerarquía de los santos, es el primero después de María. Por eso, su nombre aparece en todas las plegarias eucarísticas, después del de la Virgen María. La Iglesia reconoce la dignidad y grandeza de san José debido a su papel central en la historia de la salvación: es el esposo de la Madre de Dios y es el Padre legal de Jesús. José ha sido el hombre en quién Dios ha depositado su confianza para que cuidara de María y de Jesús. Durante la vida pública de Jesús, José está oculto, ausente. A partir de este dato algunos infieren que José murió en Nazaret acompañado de su familia. El himno latino de Laudes de la solemnidad de san José dice que “Cristo y la Virgen le asistieron en su hora postrera, con rostro sereno”. Por eso, José es el patrono de los agonizantes que, junto con los títulos anteriores y con el de Patrono de la Iglesia universal, tal como proclamó Pío IX, constituyen su corona inmortal.
Jesús nació en una condición de gran debilidad. Tuvo necesidad de ser defendido, protegido, cuidado. José, hombre fuerte, justo y valiente, buscó y preparó un lugar acogedor para que Jesús pudiera nacer, se encargó de defenderle cuando Herodes buscaba matarlo, le protegió cuando vivieron como emigrantes en un país extranjero, le cuidó cuando era adolescente, trabajó honradamente para asegurar el sustento de su familia, para que tuvieran techo y el alimento necesario. “La felicidad de José, escribió el Papa Francisco, no está en la lógica del auto-sacrificio, sino en el don de sí mismo. Nunca se percibe en este hombre la frustración, sino sólo la confianza. Su silencio persistente no contempla quejas, sino gestos concretos de confianza”.
Custodiar es algo muy propio de un cristiano. Dice Francisco: “Custodiar la vida, custodiar el desarrollo humano, custodiar la mente humana, custodiar el corazón humano, custodiar el trabajo humano. El cristiano es —podemos decir— como san José: debe custodiar. Ser cristiano no es solo recibir la fe, confesar la fe, sino custodiar la vida, la propia vida, la vida de los otros, la vida de la Iglesia”. Custodiar no es imponer, es atender con paciencia y con amor; no es dominar, sino servir; no es poseer, sino lavar los pies; es acompañar, respetando la libertad; es levantar al caído sin reprenderlo ni humillarlo. En la Iglesia debemos custodiarnos mutuamente, porque todos somos débiles y pecadores. A este respecto resulta oportuna la pregunta que formula Francisco: “cuando tengo un problema con alguien, ¿trato de custodiarlo o lo condeno enseguida, hablo mal de él, lo destruyo?”