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Jesús tentado comprende a los que son tentados
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Cuando el primer domingo de cuaresma se lee el evangelio de las tentaciones de Jesús, la tendencia de bastantes predicadores es interpretar que el relato tiene una función pedagógica: es un estímulo para que los creyentes no nos dejemos llevar por la tentación, pero en realidad el relato no dice nada sobre Jesús, porque a él la tentación no le afectó. Como Jesús no podía pecar, porque era Dios, la tentación necesariamente tiene un carácter ejemplar; Jesús fue tentado para darnos ejemplo. Pero si Jesús no fue realmente tentado, si la tentación no tuvo en él ninguna influencia, si no era «pecable» (otra cosa es que fuera pecador), entonces, mas que ante un buen ejemplo, estamos ante una buena comedia. Lo ejemplar en este relato es que Jesús fue realmente tentado, pero fue capaz de vencer la tentación. La tentación no es algo que necesariamente conduzca al pecado, pues es posible, desde nuestra condición humana, vencer la tentación siempre que nos apoyemos en Dios.
La tentación es lo propio de los seres humanos. Todos, en muchos momentos de la vida, nos preguntamos qué camino debemos tomar. Algunos caminos son muy seductores. Pero alguno de esos caminos no nos conviene, porque nos hace daño, aunque de entrada parezca atractivo e interesante. Eso es la tentación: sentirse atraído por lo malo que toma apariencia de bien. Como Jesús fue verdadero hombre, nada queda fuera de su humanidad. Su solidaridad con nosotros implica que también tuvo que exponerse a los peligros y amenazas de ser humano. El no pasa de puntillas por nuestra historia, por nuestra condición, sino que entra hasta el fondo y camina por los barros que tantas veces nos enfangan a todos. Así Jesús puede comprender a los que son tentados.
Detrás de las tres tentaciones que tuvo Jesús subyace una misma pregunta: ¿qué es lo verdaderamente importante para la vida humana? ¿El afán de riquezas o el compartir?, ¿el poder o ayudar a los débiles y necesitados?, ¿el prestigio y la ostentación o la solidaridad? La tentación busca que nos apartemos de Dios, seduciéndonos con algo que parece más urgente e importante, más atractivo. La tentación no invita directamente a hacer el mal. Eso sería muy descarado, muy burdo; prácticamente nadie caería entonces en la tentación. La tentación finge mostrar algo mejor que la fe y la confianza en Dios, algo más concreto: el pan o el dinero, la fama o el prestigio, y el poder, esa delicia entre todas las delicias.
“Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierte en pan”. El tentador es hábil. Ni siquiera pone en duda que Jesús es Hijo de Dios. Lo que hace es señalar un camino, aparentemente muy eficaz, para ser Hijo de Dios: reparte pan para todos y te aclamarán como su gran benefactor. “Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo (desde el alero del templo), porque está escrito que los ángeles cuidarán de ti”. El tentador indica que el camino del prestigio y de la ostentación piadosa es un mejor camino para demostrar su filiación divina que la mansedumbre y la pobreza. También hoy hay quién necesita una religión-espectáculo: apariciones milagrosas, sangre que sale de determinadas imágenes, una espectacular semana santa.
En la otra tentación que relata el evangelista Lucas, se promete a Jesús el poder y la gloria de todos los reinos de la tierra porque el tentador afirma que son suyos y él se los da a quién quiere. Cuidadito, cuidadito: el poder es del diablo y lo reparte entre sus amigos. Por suerte el poder que seducía a Jesús era el poder del amor. Y el amor, de entrada, parece débil, aunque al final resulta ser lo único valioso.