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Id por todo el mundo
1 comentarios“Id y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28,19-20). Esa fue la misión que Jesús encomendó a los suyos, su última recomendación. Con estas palabras de Jesús dirigidas a sus discípulos y discípulas acaba el evangelio de Mateo. El evangelio de Marcos ratifica que estas fueron las últimas palabras que Jesús dirigió a los suyos: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15). “Ellos salieron a predicar por todas partes” (Mc 16,20).
“Todas las gentes”, “todo el mundo”: el encargo de Jesús no tiene límites, alcanza a todas las personas de todos los lugares, culturas y tiempos de la tierra. Menos mal que este encargo no ha sido encomendado a uno solo, sino a “todos los discípulos y discípulas”, o sea, a todos los cristianos. Todo cristiano es un misionero, un testigo de Jesucristo, un anunciador del Evangelio. La vida del cristiano, sus obras y palabras, por si mismas, ya es testimonio, deben plantear al menos una pregunta: ¿por qué vive de esa manera, por qué piensa de esa manera? Si no plantea, implícita o explícitamente esa pregunta, es porque algo falla en su cristianismo.
A todas las personas, sin excepción, hay que “enseñarles a guardar todo lo que yo os he mandado”. Posiblemente ahí empieza la primera dificultad del anuncio cristiano. Porque lo que el Señor nos ha mandado es que “os améis unos a otros” (Jn 15,17). La enseñanza de Cristo no es una teoría, no es una doctrina, no es una obligación. Es una vida, un modo de vivir. Y una vida no puede enseñarse si no se vive. Sólo quien primero ha guardado lo que el Señor le ha mandado, puede anunciarlo a otros. Una vida no se impone. Se anuncia compartiéndola. El Papa lo dice de esta manera: “Los cristianos tienen el deber de anunciar el Evangelio sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción” (Evangelii Gaudium, 14). (Continuará)