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Encarnación, mediación de una carne perecedera
4 comentariosLos sacramentos son la consecuencia extrema del misterio de la Encarnación. Ellos son la prolongación de la humanidad de Cristo en la vida del creyente. La salvación cristiana pasa por la carne. En primer lugar, por la carne de Cristo, y luego por la prolongación de esta carne en los sacramentos.
El Creador nos ha dotado de todo lo necesario para llegar a lo esencial, a saber: cuerpo, ojos, mano, boca. Si la telefonía móvil hubiera sido más adecuada para llegar a lo esencial nos hubiera dotado del poder de telepatía. Pero no, únicamente nuestros brazos son apropiados para abrazar al hermano, nuestras palmas para acariciar y nuestras bocas sin megáfono ni teléfono para besar. Por eso, los sacramentos operan desde la proximidad corporal, desde el contacto físico. En el bautismo el sacerdote nos sumerge en la piscina bautismal, pone las manos sobre nuestra cabeza para infundirnos el Espíritu Santo, hace entrar a Cristo en nuestra boca para que lo mastiquemos. Es imposible confesarse por messenger o comulgar por webcam.
Los dones supremos del Eterno reclaman la mediación de esta carne perecedera. A partir de ahí se comprende el sentido que tiene el sacerdocio. Un hombre ordinario, un pobre pecador, puede ser intermediario de la misericordia divina con solo darnos la absolución. Fabrice Hadjadj, a propósito del pobre sacerdote que con una simple fórmula nos devuelve la gracia, hace notar que el demonio no lo soporta, porque ahí es donde se siente más humillado. Y añade algo que viene bien recordar en este tiempo de adviento: según Grignion de Monfort el demonio temía más a María que a Dios mismo, porque le resultaba más humillante ser aplastado por una joven que por el Todopoderoso. Se comprende: si quién vence al campeón de la liga española de futbol es el campeón de Europa, la cosa es soportable para el aficionado; lo que resulta del todo inaceptable es que le derrote un equipo de tercera división.
Al demonio, sigue diciendo Fabrice Hadjadj, le encantaría que el cristianismo fuera una ideología, una serie de dogmas ideales, un cuerpo de doctrina sin “cuerpo palpable”. Y que lo que nos uniera y reuniera fueran una serie de ideas. Pero no, el signo de la unidad de los fieles católicos es un hombre de carne y hueso, el Vicario de Cristo, que tiene una cara que a unos no les gusta, una serie de tics que caen mal a otros y lo hacen caricaturizable. Esta carnalidad que nos congrega nos impide vivir en la abstracción y nos obliga a que la relación con el Evangelio se haga a través de un pobre hombre como nosotros, vicario del Verbo que se ha hecho uno de nosotros.