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El ser humano no tiene precio porque tiene dignidad
6 comentariosTodo ser humano ha sido creado a imagen de Dios. Este es un dato irrenunciable para la antropología teológica. Pero precisamente porque la imagen es constitutiva de la persona, se sea o no consciente de ello, es necesario encontrar una huella, un correlato en la realidad humana de este dato teológico, sin necesidad de referirse al origen y motivo de esta imagen. Si la imagen es creatural, entonces está ahí, más allá de quién sea el causante de tal imagen. ¿Cuál es la traducción antropológica, el correlato humano de la imagen de Dios en todo ser humano? La dignidad. El ser humano no tiene precio porque tiene dignidad.
La dignidad no es algo que se adquiere, es algo que se tiene, cada uno la recibe con el ser y la vida. Eso significa que cada ser humano vale por sí mismo, que no es intercambiable con nada ni con nadie, precisamente porque es único. Cada ser humano tiene un valor absoluto. Cada persona es algo nuevo; con cada nacimiento todo vuelve a empezar. Puesto que cada persona tiene valor por sí misma, nadie tiene derecho sobre otra persona. Más que derecho, lo que tenemos ante los otros es responsabilidad, la responsabilidad de tratarlos como seres con valor intrínseco, y responder de ello en caso de no hacerlo.
Para que la dignidad sea reconocida y respetada es necesario que yo me reconozca en el otro, que lo vea como mi igual, alguien que tiene sentimientos y necesidades similares a las mías, alguien que es como yo, “otro yo”. Todos formamos parte de una humanidad única. Llegar a este reconocimiento no ha sido fácil. Nos ha costado superar eso de que hay razas superiores e inferiores, que hay un sexo fuerte y otro débil, que unos somos mejores que otros.
Sólo si reconozco al otro como otro, más allá de mis intereses, de mi forma de pensar, o de la utilidad que pueda reportarme, sólo entonces me sitúo en el camino adecuado para reconocer que el otro tiene derechos tan inalienables como los míos. Más aún, sólo entonces estoy en condiciones de reconocer que un atentado a sus derechos es una ofensa a mi propia dignidad, y de escandalizarme o sentirme interpelado ante aquellos actos que “claman al cielo”, porque dañan al más digno de los habitantes que habitan bajo el cielo. Sin ese reconocimiento del otro como otro, necesariamente lo considero un objeto. Entonces el otro no vale nada y es perfectamente prescindible. Ese es el problema que se plantea, por ejemplo, a la hora de hablar de la vida del no nacido: ¿lo miro como a una persona o como a un puñado de células?
La teología va más al fondo del reconocimiento del otro como igual a mí. Nos conduce a reconocer el fundamento divino de cada persona. Pero independientemente de tal descubrimiento, y aún cuando no se reconozca, todo ser humano posee unos derechos inalienables. Aquí la gracia y la naturaleza coinciden. Lo que para el cristiano es don incondicional de Dios, se convierte, desde la perspectiva secular, en algo propio. Pero explicitar la perspectiva teológica ofrece una nueva luz y un sentido a lo que ya por sí mismo tiene sentido.