Jul
El rostro de Dios
4 comentariosEl rostro del humano puede ser mentiroso. Pero incluso cuando no miente, su rostro es siempre limitado. Pensar en un rostro sin limitación alguna sería algo así como pensar en el rostro de Dios. Pero ¿acaso Dios tiene rostro? La Escritura habla del rostro de Dios. Con esta expresión se refiere al tipo de relación que Dios mantiene con el ser humano: cuando Dios vuelve su rostro o hace resplandecer su faz sobre Israel, éste recibe la paz, es decir, la salvación (Núm 6,25-26). Cuando Dios oculta su rostro y lo aparta de Israel, ello significa la privación de la gracia (Sal 13,2). El salmo 104,29 extiende a toda la creación esta acción benéfica (o maléfica) del rostro de Dios: “escondes tu rostro y los animales desaparecen”, vuelven a la nada. Así se explica que una de las oraciones más frecuentes dirigidas a Dios por el israelita sea que no aparte de él su rostro, que no le oculte su rostro (Sal 22,25).
Pero una cosa es que Dios vuelva su rostro hacia el hombre o lo retire, o sea, que Dios le mire con benevolencia o, por el contrario, le reproche su pecado y su infidelidad; y cosa distinta es que el hombre pueda ver el rostro de Dios. Una cosa es que Dios vea al ser humano y otra que el ser humano vea a Dios. Pues, por parte del hombre, ver el rostro de Dios es imposible. Moisés tenía una gran intimidad con Dios. Hablaba con Dios “como habla un hombre con su amigo” (Ex 33,11). Basándose en esta confianza, Moisés pidió a Dios que le dejase ver su rostro, y se encontró con esta respuesta: “Mi rostro no podrás verlo, porque nadie puede verme y seguir con vida” (Ex 33,20). Dios deja ver a Moisés sus “espaldas”, pero no su rostro (Ex 33,23). Si el rostro es reflejo de lo que uno es, y si en el rostro de Dios no hay mentira alguna, ver el rostro de Dios sería algo así como comprenderle totalmente, tener una idea precisa de lo que él es. Esto, por definición, es imposible, pues Dios es el misterio por excelencia. Si dejase de ser misterio, dejaría de ser Dios. Un Dios comprendido totalmente, sería un Dios no sólo al alcance, sino a la medida de lo humano. O sea, un Dios finito, limitado. Una contradicción. Por eso dice la Escritura que es imposible, en las condiciones de este mundo, ver a Dios.
Esto imposible en este mundo, ver el rostro de Dios, es un elemento de la felicidad en el mundo futuro: “entonces veremos cara a cara” (1 Co 13,12; cf. 1 Jn 3,2; también Apo 22,4). Pero este ver cara a cara no debe hacernos olvidar la infinita distancia que también en el cielo separa a Dios del ser humano. De modo que, incluso en el mundo futuro tampoco será posible una total comprensión de Dios. En el cielo, Dios seguirá siendo inabarcable para el hombre. Nunca la inteligencia humana, finita y limitada, puede agotar el infinito de Dios. Cabe aplicar a la vida bienaventurada esta profunda búsqueda inagotable que el salmista expresa al decir: “¡Qué incomparables encuentro tus designios, Dios mío!, ¡qué inmenso es su conjunto! Si me pongo a contarlos son más que arena; si los doy por terminados, aún me quedas tú” (Sal 139). Cuando, en nuestra ingenuidad, creemos que hemos agotado, terminado con los designios divinos, no hemos ni siquiera empezado y Dios sigue quedando todo entero por descubrir.