Jul
Distinguir entre individuo y persona
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En la parábola del hijo pródigo de la que hablaba en el post anterior, hay dos palabras fundamentales: hijo y hermano. Las dos tienen que ver con la relación, o sea, con la disponibilidad. Las dos son la negación del individualismo. A veces buscamos seguridad en el individualismo, porque abrirnos al otro supone un riesgo. Si nos abrimos al otro, a lo mejor nos pide lo que nos incomoda. Pero lo que nos hace humanos no es el aislamiento, sino la relación. Es importante distinguir entre individuo y persona. El individuo es el ser humano aislado de los demás, que solo interactúa con ellos en la medida en que le conviene. El individuo actúa siempre en función de sí mismo. Reconocernos como personas, y no solo como individuos, supone aceptar que soy yo gracias a los demás, gracias a que otros me han dado la vida, a que otros me han ayudado de crecer y madurar, a que otros me sostienen.
La persona es el ser en relación: “la persona humana más crece, más madura y más se santifica a medida que entra en relación, cuando sale de sí misma para vivir en comunión con Dios, con los demás y con todas las criaturas” (Francisco, Laudato si’, 240). Ser hermano y ser hijo es ser persona, porque es afirmarse a sí mismo en relación a los demás. El hijo mayor de la parábola es un individualista. El padre es el ser de relaciones. El individuo a veces está dispuesto. La persona siempre está disponible. Disponibilidad es una actitud permanente a salir de sí mismo, para poner al otro en el centro de la propia vida, de modo que el otro sea siempre mi punto de referencia. Disponibilidad es lo contrario de autorreferencialidad.
En nuestra sociedad hay mucho individualismo. Según Francisco, el individualismo es el virus más difícil de vencer. En él se recapitulan todos los males. Un buen ejemplo de individualismo social es que cada vez son más las familias sin hijos, porque (son palabras literales leídas en una página de Facebook) “tener hijos supone perder horas de sueño, capacidad económica y de hacer viajes, de disfrutar… complica mucho la vida, por lo cual, mejor no tenerlos”.
La prevalencia de los intereses individuales, denuncia el Papa, hace que otros se conviertan en “objeto de descarte”. Ancianos, enfermos, inválidos, incapacitados son abandonados como basura inservible, se prescinde de ellos porque ya no sirven. El descarte, además, asume formas miserables como el racismo que se esconde y aparece una y otra vez. Los cristianos, y toda persona de bien, deberíamos ser una alternativa a esta cultura del descarte, y crear con nuestra vida y con nuestras palabras una cultura de la sinodalidad, del caminar juntos, del darnos la mano. Una vida abierta a los demás es la única que tiene futuro. Nuestra vida o es relación permanente o es fracaso permanente, porque quien no está integrado se desintegra.