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Cristo, rey de verdad, de vida y de amor
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El año litúrgico termina con la fiesta de Cristo Rey. Esta fiesta, decretada por Pío XI en 1925, apareció en un contexto histórico determinado, con la pretensión de que todos los Estados reconocieran pública y oficialmente a Cristo Rey. Las implicaciones sociales y políticas de esta fiesta fueron evidentes. Hoy, sobre todo después del Concilio Vaticano II, debemos situar esta fiesta en un nuevo contexto social. El mundo posee su propia autonomía, no pertenece a la Iglesia. La Iglesia ya no es la que configura a la sociedad. Solo desde la fe podemos afirmar que Jesucristo es Señor del mundo y de los hombres.
La realeza de Cristo no se visibiliza en la Iglesia por sus poderes o su esplendor, sino por la justicia, el servicio y la caridad. Su reino, como dice el prefacio de la fiesta, es “de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, amor y paz”. Cristo reina allí donde se imponen estas realidades; y allí donde abunda la mentira y el odio reina el diablo, o sea, el que divide y separa. Cristo siempre une por medio del perdón, la misericordia y la reconciliación. Desgraciadamente vivimos en un mundo en el que parece que reina el odio y la división, en unos lugares y personas con más fuerza que en otros. Por eso, el cristiano que quiere tener a Cristo como rey debe tomar partido claramente por los valores del reino de Cristo. Ahora bien, esos valores no se imponen por medio de la fuerza, y muchos menos por la fuerza de las armas que matan, sino con paciencia. Santa Teresa decía que la paciencia todo lo alcanza, pero la paciencia supone convivir con la falta de resultados presentes, aunque se alimenta de la esperanza y de la certeza de que Dios siempre cumple su Palabra. Por eso el cristiano no se cansa de pedir cada día, en la oración que Jesús nos enseñó, que venga el reino Dios.
Si tiene que venir es porque todavía no ha llegado o, al menos, no se ha hecho presente en su plenitud. Hay una razón teológica que explica que el Reino no sea una realidad plenamente presente y, en muchos aspectos, sea una realidad futura. Si el Reino es la voluntad de Dios hecha realidad efectiva, es fácil constatar que en muchas partes esta voluntad no se cumple. En este sentido, el Reino todavía debe llegar, todavía no se ha impuesto la voluntad de Dios.
Pero, ¿por que la voluntad de Dios, siendo soberana, no se impone ya y de una vez por todas? Precisamente porque no puede imponerse, ya que la imposición resultaría contradictoria con el mismo contenido del Reino que se anuncia. El tentador pretendía que Jesús impusiera la voluntad de Dios por la fuerza, por el prestigio, por la ostentación al menos piadosa: "si eres hijo de Dios, ordena que...". (Mt 4, 3). Hay una manera demoniaca de querer la voluntad de Dios. Pero Jesús quiere que Dios se manifieste y se imponga a la manera de Dios y por los caminos que son dignos de Dios. Si el Reino es el Amor de Dios manifestado y realizado, se comprende que no puede imponerse. El amor no se impone, respeta siempre la libertad. Para el tentador el Reino es una demostración de poder. Para Jesús es la autenticidad de una comunión. De ahí que el Reino viene humildemente, sin presiones, respetando siempre la respuesta del hombre.