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Feb2014Vemos como somos
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La psicología nos ha enseñado que los sentidos no son canales pasivamente receptivos para que luego la mente construya sus elucubraciones, sino que ellos tienen un papel activo en esta elucubración. Los sentidos ven lo que quieren ver, oyen lo que quieren oír, gustan lo que quieren gustar. Los intereses condicionan nuestra mirada. O dicho de otra manera: el lugar en el que nos situamos facilita o impide que veamos determinadas cosas. Por eso no se predica de la misma forma cuando uno conoce, desde la cercanía y la experiencia, los problemas de aquellos a quienes se dirige, que cuando habla desde la distancia. La cercanía probablemente le conduzca a anunciar la misericordia y la comprensión, y quizás la distancia le conduzca a hacer consideraciones moralizantes.
Me parece que debemos profundizar aún más. Sin duda, los intereses y la perspectiva son condicionantes de nuestra visión y comprensión de la realidad. Pero estos intereses son expresión de nuestro propio ser. Por esto me hizo pensar una frase de Xavier Melloni: “no vemos la realidad tal como es, sino tal como somos”. ¡Vemos como somos! Consecuencia inmediata: lo que vemos en los otros nos retrata. Si solo veo lo malo de los otros, si solo tengo palabras criticas, negativas y descalificadoras, es que el negativo soy yo. Dios, como es Amor, solo tiene palabras de amor y de misericordia. Como el Hijo del Hombre solo ha venido para salvar, lo propio del diablo (el enemigo de Cristo) será hacer lo contrario, o sea condenar. Cuando condeno dejo claro quién es mi padre.
Segunda consecuencia de ver la realidad tal como somos: cuanto más me abra, en la oración, al Dios que habita lo profundo de mi ser y me constituye, más me divinizaré. En la medida en que me divinice, veré al mundo y a los otros con los ojos de Dios, los veré desde lo que soy, desde mi ser divinizado. Hay muchos niveles y estancias en nuestro corazón. La oración nos sitúa en aquellas instancias más constitutivas y nos permite juzgar con más acierto, con más responsabilidad y ternura. La intimidad con Dios, lejos de alejarnos de la realidad, nos abre a una mejor comprensión de lo real, hace que aumente nuestra capacidad de percibir lo mejor de cada persona y de cada situación. Y, al percibir lo mejor, percibimos al Dios que siempre constituye lo mejor. Cuanto más plena es la unión con Dios, más plena es nuestra unión con las otras cosas y personas.
La mayoría de los seres humanos funcionamos con mentalidad de propietarios. A personas con mentalidad así, les preguntaba provocativamente el apóstol Pablo: ¿qué tienes que no hayas recibido?” (1Co 4,7). Seamos o no creyentes, si lo pensamos bien, tenemos que reconocer que por encima de nuestras conquistas técnicas y culturales, nos ha sido dada previamente la vida y la naturaleza (la luz, el agua, el aire, la superficie terrestre). Estos dones fundamentales, vengan de donde vengan, son el presupuesto indispensable de toda nuestra actividad. El fundamento de todo lo que tenemos no ha sido fabricado por el hombre. Se nos ha entregado de antemano a cada uno de nosotros y al resto de los seres vivientes.
“El misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”, dice el Vaticano II. Cuando Jesús nos revela el misterio de Dios como Padre, se nos descubre al mismo tiempo el misterio del ser humano, descubrimos nuevas maneras de ser humanos, descubrimos en definitiva que somos hijas e hijos de Dios y hermanos los unos de los otros, descubrimos la dimensión divina de nuestra vida, descubrimos que el fondo más auténtico de lo humano es Dios. A la luz de Cristo, nos entendemos mejor a nosotros mismos, conocemos mejor el sentido de la vida y de la muerte.
Todas las religiones entienden que Dios supera nuestra capacidad de comprensión y, por eso, dicen que es un misterio. Pero un Dios que fuera incomprensible del todo no sería un misterio, sino una realidad desconocida y, por tanto, no podría hablarse de ella. El cristianismo dice que Dios es un misterio. Pero se trata de un misterio que, al menos en parte, se ha desvelado, se ha dado a conocer. San Pablo se refiere a un misterio escondido para todas las generaciones anteriores que ahora en Cristo se ha manifestado. Esto no significa que, a propósito de Dios, ya lo tengamos todo claro, porque si así fuera, Dios se habría convertido en una realidad limitada, finita, mundana. La total claridad hace desaparecer el misterio. Y Dios, incluso cuando se da a conocer en Jesucristo, no es manipulable, sigue siendo inalcanzable.
“El infierno son los otros”, dijo Sartre. Más acertado me parece T. S. Eliot cuando escribe: “¿Qué es el infierno? Es uno mismo, y es solitario”. Efectivamente, el ser humano ha sido creado a imagen de Dios, un Dios que es Amor, Comunión de tres personas. Esto significa que estamos estructurados para la comunión, y sólo cuando realizamos la comunión en el amor encontramos nuestro auténtico ser de persona. Donde no hay amor, la vida se convierte en un infierno, en algo insoportable. Vivir sin amor es vivir en contradicción con uno mismo. Por eso he comenzado diciendo que no me parece acertada la expresión de J.P. Sartre. Más que describir el infierno, lo que dice Sartre describe el cielo: el cielo son los otros. El cielo es vivir en comunión, en comunión con Dios y en comunión con los hermanos. Eso que decimos en el Credo, “creemos en la comunión de los santos”, es otra forma de describir el cielo.
Estamos en plena semana de oración por la unidad de los cristianos. En distintas ciudades se organizan actos ecuménicos. El Papa Francisco ha subrayado con gestos y palabras la importancia del diálogo ecuménico. La división entre los cristianos es un obstáculo importante para la credibilidad del cristianismo. El Papa ha recordado que, en este terreno del ecumenismo, es muy importante el principio de la jerarquía de verdades. Este principio nos invita a concentrarnos en lo fundamental y en las convicciones que nos unen. Así, dice el Papa, “podremos caminar decididamente hacia expresiones comunes de anuncio, de servicio y de testimonio”.
Las teorías científicas desarrolladas en los últimos tiempos ofrecen la imagen de una naturaleza relacional. Desde que hace miles de millones de años aparecieron las primeras partículas de la física, una evolución cada vez más compleja y con una relacionalidad siempre creciente, ha conducido a la aparición primero de la vida y finalmente de organismos poseedores de conciencia. El cerebro humano, con sus millones de neuronas y de conexiones entre ellas, es la entidad más complejamente interrelacionada que los científicos hayan encontrado nunca en su exploración del universo. ¿Esta naturaleza así concebida refleja, aunque sea pálidamente, el carácter de su Creador? En esta línea parece ir el texto de Rm 1,20: la naturaleza invisible de Dios se percibe claramente a partir de las cosas creadas.
Los traductores hacen una labor encomiable. Nos acercan a las riquezas de otras lenguas y culturas. Pero toda traducción tiene sus límites. Hay matices del texto original que se nos escapan. Y a veces esos matices son importantes, incluso pueden ser decisivos. Así ocurre con un texto como el de Jn 1,38. Se trata de la historia de los primeros discípulos que siguen a Jesús. De pronto le preguntan: “Maestro, ¿dónde vives?”. Así suelen traducir prácticamente todas las Biblias. Es una buena traducción. Pero este verbo, que traducen por vivir o habitar (“menein”) es muy utilizado en el cuarto evangelio y, en casi todas las otras ocasiones que aparece, se suele traducir por “permanecer”: “el que permanece en mi y yo en él, ese da mucho fruto”; “si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis”; “permaneced en mi amor”.