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Blog Nihil Obstat

Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
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4
Abr
2009
¿Por qué seguir en la Iglesia?
4 comentarios

Resumo las ideas principales de una carta de Timothy Radcliffe a los “católicos turbados” por los síntomas de crisis eclesial, publicada en un periódico francés, en la que explica los motivos por los que nunca abandonaría la Iglesia católica. En primer lugar, dice, me quedo porque soy discípulo de Jesús: creer en Jesús no es adoptar una espiritualidad privada o un código moral, sino pertenecer a su comunidad; un cristiano aislado no es cristiano.

Pero, ¿por qué seguir como miembro de esta Iglesia, de la católica? ¿Por qué no vivir el cristianismo en otra comunidad cuyas posiciones oficiales sean menos embarazosas? Jesús, dice Timothy, ha llamado a su comunidad a santos y pecadores, a sabios e ignorantes; no vino para llamar a los justos, sino a los pecadores. En una comunidad de santos yo no tendría cabida.

Yo no podría dejar la Iglesia, sigue diciendo, porque Jesús nos ha llamado a vivir unidos en un solo Cuerpo. No basta ser “espiritual”. Nosotros creemos en la Palabra hecha carne, carne de pecado; y la Iglesia es el signo visible, encarnado, de esta unidad a la que Jesús nos llama. Dejar la Iglesia católica sería renegar de esta llamada de Jesús que reúne a santos y pecadores, vivos y muertos.

En el corazón de la vida cristiana está la vulnerabilidad de la última Cena. Jesús se entrega a un discípulo traidor, a otro que reniega de él, a otros que le abandonan. Pertenecer a la Iglesia es aceptar la vulnerabilidad, los fracasos, los heroísmos, la santidad y el pecado. Así ella es sacramento, signo de unidad para todo el género humano.

Finalmente, el anterior Maestro de la Orden de Predicadores dice que esta crisis puede dar frutos buenos, y cita dos: invitar a un diálogo más abierto dentro de la Iglesia y búsqueda de un gobierno menos centralizado. Su testimonio termina con un elogio a la humildad del Papa, manifestada en su carta a los obispos dando explicaciones sobre su gesto con los obispos integristas.

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1
Abr
2009
Dios murió antes de que yo naciera
2 comentarios

Hace unos días se publicó un reportaje con las últimas cartas que fusilados del bando republicado escribieron a sus familias. Ya sé que se pueden contar historias del “otro bando” iguales o peores. A mi me ha interesado el reportaje como testimonio humano. Leído sin prejuicios políticos, como testimonio humano, emociona. Nada más y nada menos.

El día en que apareció el reportaje estaba leyendo un antiguo discurso del Cardenal Ratzinger, en el que decía: “en la religión existen patologías sumamente peligrosas”. Piénsese, por ejemplo, en el fundamentalismo, las supersticiones y la intransigencia. He relacionado estas palabras de Joseph Ratzinger con una de las cosas que cuenta el reportaje: “en capilla, esperando a ser ejecutados, los condenados todavía tenían que someterse a una última condición: para poder escribir a su familia debían comulgar antes. Sin comunión, no había carta”. Profanaciones similares del nombre de Dios se cuentan de los capellanes castrenses que colaboraron con las dictaduras militares argentina y chilena, reconfortando a los verdugos que tenían escrúpulos y chantajeando a los presos para que delataran a compañeros o colaboraran con los torturadores. No hay nada peor que el uso de la religión con fines perversos y, para colmo, no querer ser consciente de ello.

El nieto de un preso que se negó a comulgar y, por tanto, no pudo escribir su carta, ha dejado en el cementerio de La Almudena de Madrid un carta de respuesta a la no carta de su abuelo que comienza con estas palabras: “Dios murió antes de que yo naciera”. En todo caso, el Dios que movía a los carceleros a obligar a comulgar a los presos no es que muriera antes de que ese nieto naciera. Es que nunca ha existido y es lo mejor que le ha podido ocurrir. Desgraciadamente, esos dioses que no existen, sobre todo esos, han hecho mucho daño. El verdadero, el que existe, es cosa muy distinta.

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29
Mar
2009
Lo posible y lo concluyente
2 comentarios

En estos últimos días han aparecido dos manifiestos muy distintos sobre el aborto, autocalificados de “científicos”, a los que se han adherido expertos de reconocido prestigio. En uno, con el que estoy fundamentalmente de acuerdo, se deja claro que el aborto es la supresión de una vida que, además, deja secuelas psicológicas en la mujer. En el otro se afirma que, desde el punto de vista científico no es posible afirmar cuando comienza la vida humana. Una cosa es hablar de vida desde el momento de la fecundación y otra es afirmar que esta vida es humana. En todo caso, me parece a mi, que no soy ni médico ni biólogo, que lo menos que se puede decir es que la vida fecundada es teleológicamente (=tiene una finalidad) humana. Y quizás en este mínimo podríamos estar de acuerdo todos, aunque no lo estemos en las consecuencias que se derivan.

A la vista de estos documentos se me ocurre una reflexión que va más allá de la ciencia. Cuando se dice que hay asuntos que deben ser resueltos por la ciencia, debemos antes preguntarnos si hay un consenso suficiente entre los científicos. De la misma forma que cuando decimos que buscamos dialogar -por ejemplo con el Islam- desde la razón “que todos se ven obligados a aceptar” (como decía Tomás de Aquino), no debemos olvidar que no todos estamos de acuerdo en el alcance de lo “razonable”. Lo mismo cabría decir de la Escritura: todos los cristianos apelamos a este texto sagrado, pero no estamos de acuerdo en lo que allí se dice. Cuando apelamos a la ciencia o a la Sagrada Escritura, la tradición en la que nos situamos, los intereses y las experiencias que hemos vivido, nos conducen a una u otra lectura de los mismos datos. Importa, pues, distinguir entre lo razonablemente posible y lo razonablemente concluyente.

Partiendo de los mismos datos no todos interpretamos lo mismo. De entrada, eso debería conducirnos a la escucha mutua y al diálogo. El problema comienza cuando alguien pretende apropiarse la razón para sí solo y, en consecuencia, descalifica como no razonables a los discrepantes de su posición. Así es imposible el diálogo.

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26
Mar
2009
La Eucaristía perdona los pecados
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Hay un texto olvidado del Concilio de Trento que afirma que el sacrificio eucarístico concede el perdón de todos los pecados “por grandes que sean”. De hecho, en el momento central de la Eucaristía la Iglesia recuerda que en la Cruz, Cristo derramó su sangre “por todos los hombres para el perdón de los pecados”. Cristo no entrega su vida para premiar a los justos, sino para salvar a los pecadores. Y a lo largo de toda la celebración se repiten palabras y gestos que nos recuerdan que la Eucaristía es centro y fuente de toda reconciliación. El inicio de la celebración es un rito penitencial: “yo confieso que he pecado mucho”, y viene luego la absolución: “Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados”. Esta fórmula eucarística es la que luego se repite en el sacramento de la penitencia. La penitencia prolonga la eucaristía, la aplica, la repite, y no a la inversa.

La reconciliación y la penitencia hay que situarlas en el contexto de la eucaristía, o sea, en el contexto de una vida que se entrega por amor, sin reservarse nada. Es la iniciativa de Dios, su amor incondicional, expresado en la eucaristía, lo que explica el perdón y lo hace posible. De este modo el sacramento de la reconciliación o penitencia se convierte en signo y continuación de algo previamente dado en la eucaristía: la amistad de Dios con el hombre, una amistad incondicional, porque tiene su razón primera y única en el amor de Dios, que nos amó cuando éramos pecadores.

Desde esta perspectiva podríamos distinguir entre reconciliación y penitencia. La reconciliación se da en la Eucaristía. Su razón está en el amor gratuito e incondicional de Dios. La penitencia es el signo que se le pide al hombre para expresar la acogida de esta reconciliación y se manifiesta en el sacramento de la penitencia. Un amor no acogido no alcanza su objetivo. Un perdón otorgado y no acogido frustra su pretensión. En la eucaristía Dios nos ofrece su amor. Gratis. Pero lo gratuito exige un contradón de reconocimiento, al menos una sonrisa, una palabra de gratitud, un gesto de acogida. El amor es gratis, pero pide ser acogido. El perdón pide la penitencia, una expresión de dolor por parte del que ha ofendido y ha sido perdonado gratuitamente.

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23
Mar
2009
Curas con pareja y alegres celebraciones
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Dos preocupaciones se traslucen en el discurso de Benedicto XVI a los Obispos de Camerún: 1) que obispos y curas prediquen dando ejemplo, para que no haya diferencia entre lo que enseñan y como viven; 2) que las exuberantes y alegres celebraciones africanas no distorsionen la dignidad de la liturgia.

¿Qué hay detrás de la primera preocupación? Pues que bastantes sacerdotes africanos tienen pareja o familia. De ahí la advertencia: “la autenticidad de su testimonio exige que no haya diferencia alguna entre lo que enseñan y lo que viven cotidianamente” y, para ello, es necesaria “la fidelidad a los compromisos contraídos”. No es una situación fácil. Alguien que lo presenció me contó que en una reunión del presbiterio de una diócesis africana, los miembros no africanos propusieron ser los primeros en firmar una petición a Roma para que estudiase la posibilidad de que, en determinadas circunstancias, los sacerdotes africanos pudieran estar casados. Los africanos se opusieron con este argumento: nosotros no queremos ser presbíteros de segunda clase. O sea: un cura legítimamente casado parece de “segunda clase”. Un cura que lleva una doble vida parece “de primera”, si lo hace con discreción. Amen de lamentable, resulta necesario un cambio de mentalidad.

La otra preocupación es la liturgia. Me temo que para muchos africanos la liturgia romana padece de rigidez y anorexia emocional. De ahí la importancia de tomar en serio algo un poco olvidado: la inculturación de la teología, de la fe y de la liturgia. El Evangelio de Jesucristo no está ligado a ninguna cultura, pero se puede expresar en todas. Con más razón la teología y la liturgia. Las querencias papales por un estilo y unos modos no deben hacernos olvidar que hay otras querencias legítimas que también pueden expresarse. Cuento otra anécdota: para justificar la comunión en la boca, un amante de este modo de recibirla, me dijo: “eso es lo que el Papa quiere”. Perdone usted: no identifique lo que parece que al Papa le gusta más con lo único permitido. Los gustos personales de los que gobiernan son respetables, pero el buen gobernante sabe que hay otros gustos igualmente legítimos.

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21
Mar
2009
Humanizar la sexualidad
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En una conversación con periodistas, con respuestas no preparadas de antemano, se corre el riesgo de decir alguna que otra imprecisión. Es lo que ocurrió a bordo del avión que llevaba al Papa a África, cuando afirmó que distribuyendo profilácticos “existe el riesgo de aumentar el problema” del sida. Esta expresión se presta a ser mal comprendida, como de hecho así fue. Hasta el punto de que el portavoz de la Santa Sede se vio obligado a aclarar que la difusión de preservativos “no constituye el mejor camino, el de más amplias miras, ni el más eficaz para afrontar el flagelo del sida y tutelar la vida humana”. Las precisiones del portavoz y el contexto en el que Benedicto XVI pronunció sus palabras ofrecen una visión más positiva y completa del problema que la visión que han transmitido los medios. El Papa se refería a la humanización de la sexualidad, cosa que se logra plenamente dentro del contexto del amor. Como expresión de amor, el sexo, además de más placentero, es más humano y humanizador.

Dicho lo cual, y en sintonía con la búsqueda de los mejores y más eficaces caminos en la lucha contra el sida, parece legítima la pregunta por la licitud de un sexo seguro, y por la seguridad de un sexo lícito, en lugares como el África subsahariana en el que, según datos de la Organización Mundial de la Salud, el principal modo de transmisión del virus del sida es el de las relaciones heterosexuales, siendo el matrimonio el mayor factor de riesgo por el que las mujeres contraen el virus. El matrimonio, ese lugar de amor en el que es lícito el acto sexual, se ha convertido para muchas mujeres africanas en un trampa mortal. De ahí la necesidad de una teología de la sexualidad que tenga en cuenta los datos reales del problema, entre ellos la situación social de la mujer en la cosmovisión cultural africana y, por supuesto, la luz de la revelación evangélica.

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18
Mar
2009
Sorpresas episcopales
3 comentarios

La noticia saltó a la prensa y provocó un gran revuelo porque el obispo de Olinda y Recife se apresuró a declarar que, según el derecho canónico, estaban excomulgados la madre y los médicos que ayudaron a abortar a una niña de 9 años, embarazada de mellizos de cuatro meses, tras haber sido violada desde la edad de seis años por su padrastro. Parece chocante: no hay pena canónica contra el violador.

 

El obispo de Nanterre es el primero en reaccionar, enviando una carta pública a su colega brasileño, en la que manifiesta su desacuerdo con la declaración de excomunión. Otros obispos se han manifestado después en línea similar, entre ellos el conocido teólogo y obispo auxiliar de Roma, Rino Fisichella.

 

El obispo de Nanterre manifiesta desde el principio su oposición al aborto como supresión de una vida; lo que no comparte es la excomunión como forma de condena pública, pues añade dolor al dolor, provoca sufrimiento y escándalo en muchas personas, y no contribuye a la curación y conversión, sobre todo del primero que necesita convertirse que es el violador al que, como he dicho, la excomunión no le afecta. El obispo francés insinúa que estamos ante un caso límite, un embarazo de alto riesgo que pone en peligro tres vidas, puesto que un útero de nueve años no se dilata indefinidamente.

 

Traigo a colación la postura del obispo de Nanterre porque es importante qus se sepa que la Iglesia es plural y que, en ella, no todo es intransigencia; y que hay casos límite, en los que el pronunciamiento episcopal, caso de ser necesario, debe ser expresado con mucha delicadeza. Estando, por principio, a favor de la vida y de la dignidad humana. Pero se puede estar a favor sin condenar, sin posturas viscerales. Y se puede estar en desacuerdo desde la comprensión y el perdón.

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15
Mar
2009
Las quejas de los hermanos
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El Papa ha escrito una carta explicando los motivos que le movieron a levantar la excomunión a los Obispos consagrados por Mons. Lefebvre. Escrita en un estilo personal, manifiesta varias cosas: una, el malestar que tal decisión ha causado en círculos eclesiales, hasta el punto de que el Papa dice que su carta pretende contribuir a “la paz en la Iglesia”; dos, la sorpresa del Papa ante “el revuelo tan grande” que ha suscitado su decisión; tres, la contrariedad del Papa ante lo que considera malas interpretaciones de su decisión, fundamentalmente provocadas por “el caso Williamson”; cuatro, el Papa percibe que “existe hoy en la Iglesia un morder y devorar”, junto con “odio” hacia su persona.

La carta apela al texto de Mt 5,23s (“si tu hermano tiene quejas contra ti, vete primero a reconciliarte con tu hermano”) para justificar el gesto de levantar la excomunión. La cita es pertinente, porque en ella no se dice que debes reconciliarte si tú eres el culpable, sino que sean cuales sean las razones de la queja, incluso si se deben a que tu hermano es un neurótico, a ti te toca dar el paso de la reconciliación. A este texto le puede hacer eco otro de 2Co 5,19: en Cristo, Dios reconciliaba consigo al mundo. No se dice que, puesto que somos malos y pecadores, los seres humanos debemos reconciliarnos con Dios, sino algo verdaderamente inaudito, a saber, que Dios se adelanta y se reconcilia con nosotros.

De la carta del Papa destaco tres preguntas, con aplicaciones a muchos niveles, para este y para otros casos, más allá de la oportunidad e incluso de la intención que las ha suscitado: 1) ¿Es una equivocación salir al encuentro del hermano que tiene quejas contra ti y buscar la reconciliación?; 2) ¿Acaso la sociedad civil no debe intentar prevenir las radicalizaciones y reintegrar a sus eventuales partidarios -en la medida de lo posible- en las grandes fuerzas que plasman la vida social, para evitar las consecuencias de su segregación?; 3) ¿Puede ser totalmente desacertado el comprometerse en la disolución de las rigideces y restricciones, para dar espacio a lo que haya de positivo y recuperable para el conjunto?

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12
Mar
2009
Males y bienes de la crisis
8 comentarios

El P. Guillermo Santomé ha ofrecido una atinada y oportuna reflexión en el “Con acento” de esta semana sobre esta crisis nuestra de cada día, que provoca que muchas personas se queden sin trabajo. Con todo lo que eso conlleva, no solo en lo económico, sino también como peligro de otra crisis que puede afectar a lo humano y familiar.

Ayer recibí dos correos que hablan de la crisis en primera persona. Uno de Santiago de Chile abunda en los males; el otro, de Valencia, ofrece una reflexión más positiva. Mi comunicante chileno me cuenta que en el norte del país varias compañías mineras, controladas por accionistas extranjeros, pudiendo seguir operando con menos ganancia, han preferido cerrar y despedir a todos sus trabajadores, para volver a sacar el mineral cuando el precio suba. Se puede mantener la empresa, aunque sea ganando menos, pero la avaricia mueve a profundizar en la crisis y dejar a la gente sin trabajo.

Desde Valencia me comentan un aspecto positivo de la crisis. Los hábitos están cambiando, me dicen. Una gran superficie ha renovado sus expositores, dando prioridad a marcas “blancas”, o sea, a producto genéricos, igual de buenos, pero sin marca. También ofrece frutas y verduras a granel, sin envases, eliminando lo superfluo, abaratando costes. La gente va dejando atrás la “marquitis” y volviendo a un consumo razonable. En algunos establecimientos están sustituyendo las bolsas de plástico por otras de papel.

El dato chileno es una invitación a vivir en la verdad, a no decir que no tenemos cuando tenemos; a no aprovechar la crisis para enriquecerse y explotar mejor a los demás. El dato valenciano invita a dejar lo superficial, a volver a la sencillez, a los productos básicos, a vivir desde lo profundo, para ser así solidarios, cercanos. Más plenamente humanos.

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9
Mar
2009
Con confesión individual
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Que el rito más adecuado para celebrar el sacramento de la reconciliación sea el comunitario, no quita para nada la necesidad del momento individual de la confesión de los pecados. En nuestra sociedad secularizada se han puesto de moda las confesiones públicas de los grandes pecados privados. En la televisión y en las revistas del corazón una serie de pseudo-personajes cuentan sus fantasías más eróticas, sus infidelidades matrimoniales o sus aventuras extraconyugales. En cambio, este momento personal y hasta escondido del sacramento de la Reconciliación puede ser el paso decisivo hacia la curación. Porque este sacramento no pretende solamente poner de manifiesto los errores y los pecados, sino también sanarlos y transformarlos. La confesión individual responde así no solo a una necesidad psicológica y antropológica (la de sentirse acogido, comprendido y perdonado), sino también teológica: ahí se garantiza la seriedad del arrepentimiento, pues a solas nadie se engaña, y menos aún en presencia de Cristo, que sacramentalmente se nos hace presente.

En las confesiones públicas de los programas televisivos, todos tratan de disculparse y de culpabilizar a la otra parte. En nuestra sociedad hay una tendencia a negar, reprimir, marginar la culpa propia. Quizás porque no hemos descubierto el perdón de los pecados como buena noticia. El cristiano no cree en el pecado: eso es algo evidente. Cree en el perdón de los pecados. Cree que Dios ama al pecador, le perdona y le acoge. Y envía su Espíritu Santo para el perdón de los pecados. El Espíritu es fuente de gozo y alegría.

Jesús nos llama a la conversión. No es una llamada que busca culpabilizar, agobiar y obligar a hacer penitencia. Lo que Jesús pretende es realizar un cambio interior, que nos permita volver a Dios y a una vida en pro de los demás. Para Jesús no se trata en el pecado de un Dios ofendido, sino del hombre que ha contraído culpa y es desgraciado, del hombre que él no quiere condenar ni castigar, sino liberar y reintegrar a la comunidad del amor.

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