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Blog Nihil Obstat

Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
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24
Ene
2008
Dignidad humana
2 comentarios

La historia se la he oído a uno de sus protagonistas. Ocurrió en un pequeño país pobre y violento, en el que cada día emigran a Estados Unidos 500 de sus jóvenes. Su nombre no es significativo, porque allí no hay salvación para los pobres: El Salvador (tiene 6 millones y medio de habitantes dentro y hay dos millones y medio de salvadoreños fuera del país). Una joven, que ha decidido pasar ilegalmente a Estados Unidos, va a pedir la bendición de su párroco, un sensato y venerable varón. Y le dice: “es posible que me maten al cruzar el río (que separa México de Estados Unidos) y es posible que me violen. Le pido permiso para ponerme una inyección para que durante un mes no pueda quedar embarazada”.

¿Qué decir? ¿Reprocharemos a esta cristiana el no estar abierta a la vida? Antes de llegar al sexto, es preferible hablar del primer mandamiento, interpretado cristológicamente: los atentados contra la dignidad humana son atentados contra Dios. La dignidad humana de los pobres de El Salvador (en un doble sentido: pobres que habitan este país y pobres de todos los lugares que son hijos de un Dios que salva) es muy sencilla: poder comer, tener trabajo, vivienda, educación, y alguna pequeña alegría. La dignidad humana nos exige clamar contra la corrupción y la injusticia. Eso es lo que hacía Mons. Oscar Arnulfo Romero. Por eso lo mataron. Me dicen que su actual sucesor, al ser nombrado, recibió dos millones de dólares para arreglar la Catedral. En contextos así se necesita espíritu de discernimiento, para no limitarnos a pedir oraciones cuando se atenta contra la dignidad humana. Ya decían los profetas que, cuando no hay justicia, Dios no escucha la oración.

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20
Ene
2008
Profetas y teólogos
9 comentarios

Acabo de llegar de Guatemala. He tenido el privilegio de ayudar en el primer Encuentro de jóvenes dominicos centroamericanos y en el Retiro Espiritual de los frailes de la Provincia de San Vicente Ferrer de Centroamérica. Regreso muy satisfecho por la vida que he visto y las experiencias apostólicas que he escuchado. Los frailes centroamericanos más jóvenes están agradecidos con sus mayores, sus predecesores españoles en la misión, y la continúan con nuevos bríos y fidelidad creadora. Son sensibles a la situación de pobreza de sus países, están marcados por las guerras y dictaduras que han sufrido, recuerdan con admiración a sus mártires. Son distintos, plurales, pero se sienten unidos en Sto. Domingo y en una apasionante tarea. Tienen presente y futuro.

No he podido visitar las zonas más pobres en las que trabajan. Me he quedado en la ciudad. Una extensa ciudad de cuatro millones de habitantes, con precarios asentamientos de chabolas, casas bajas, gente sencilla, muchas capillas protestantes y cuatro centros/conventos de dominicos. Me ha llamado la atención ver en la puerta de prácticamente todos los comercios, restaurantes, museos, iglesias y colegios a guardias de seguridad con la metralleta en la mano. Hay violencia, bandas de delincuentes organizados, 14 asesinatos diarios y altas cotas de analfabetismo. Hay corrupción, mucha necesidad y, en medio de todo esto, algunas bolsas de riqueza.

En este contexto trabajan los jóvenes y no tan jóvenes con los que he tratado. En ellos he visto la difícil conjunción entre profecía y teología. Son gente preparada, conscientes de la necesidad de apoyar su misión profética en la reflexión teológica, como el celo apostólico de Las Casas buscó la teología de Vitoria, maestro famoso de la Universidad de Salamanca y su hermano en religión. Con estos frailes he podido rezar. Me he dado cuenta de que la oración por los pobres tiene otro sonido cuando la hacen quienes están cerca de ellos y cantan a un Dios rebelde, que es otro modo de designar al Dios de gracia y amor luchando noche y día contra la injusticia de la humanidad.

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9
Ene
2008
Cuando digo Dios...
17 comentarios

Cuando digo “Dios”, ¿qué entiende la gente? Es una buena pregunta. Mejor que otra que solemos hacernos: ¿qué pretendo decir? Importa mucho lo que pretendo decir, pero importa más lo que otros entienden cuando digo lo que digo. Porque si no entienden lo que digo, o si entienden incluso lo contrario, ocurre algo malo: lo que digo, al ser mal interpretado, produce efectos contrarios a los que pretendo. Sin duda lo que el oyente entiende no está bajo mi control. Pero esto no sirve de consuelo si no hago todo lo que está en mi mano para que me entienda bien. Para ello tendré que conocer la situación en la que se encuentran mis oyentes, sus modos de percibir, sus problemas, dificultades, presupuestos o prejuicios.

En la Iglesia española parece que tenemos un problema: cuando algunos cristianos dicen “Dios”, la gente entiende “otra cosa”. ¿Acaso no nos expresamos bien? Sin duda siempre es posible mejorar las expresiones. Pero también es verdad que muchos oyentes sólo quieren escucharse a sí mismos. No hay voluntad de verdad. No hay voluntad de escucha. Y por eso no hay voluntad de creer. La situación no es fácil. No acabamos de encontrar un terreno común en el que podamos, al menos, entendernos unos y otros sin sentirnos descalificados. Entenderse no quiere decir aceptar la posición del otro, pero sí hacer un esfuerzo para comprenderla. A los creyentes nos toca movernos con dignidad en ambientes no demasiado favorables a las posiciones evangélicas más exigentes. Esta dignidad creyente presupone, por parte nuestra, una coherencia entre fe y vida; también una actitud respetuosa con la libertad ajena. Supone, sobre todo, una presentación positiva del mensaje de salvación. ¿Puede presentarse de otra manera?

Jesús era bien consciente de que los suyos no son del mundo, pero sí que están en el mundo. Un mundo en el que tendrán dificultades, pero un mundo al que deben evangelizar. Evangelizar: sí, decir una buena noticia, alentadora, positiva, gratificante. ¿Cómo decir una buena noticia haciendo notar que algunas posiciones no son del todo buenas? Se puede porque esta buena noticia exige una conversión para ser aceptada. Pero eso sí, para que la denuncia de la falta de bondad de algunas posiciones tenga posibilidades de ser entendida, hay que comenzar por detectar lo bueno que también hay en esas posiciones no tan buenas. Si no empezamos por ahí, entonces seremos rechazados, calificados de intrusos a los que nadie ha llamado. Seguro que en esas “otras maneras” hay algunas cosas buenas. ¿Por qué no detectarlas, por qué no señalarlas? Desde lo bueno se puede ir a lo mejor.

Pero, sobre todo, conviene tener muy claro que la bondad de lo mío no depende de la buena o mala postura de los demás. Lo mío no queda descalificado porque otros no lo compartan o porque no lo acepten. Eso sí: cuando otros no lo aceptan, es bueno preguntarse (al menos de vez en cuando) cuál es la imagen que damos. No la que queremos dar. La que los otros ven y, porque la ven, la damos.

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6
Ene
2008
Ser uno en Cristo Jesús
7 comentarios

En Cristo Jesús “no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ni bárbaro ni escita” (Gal 4,28 con Col 3,11). Unidos a Jesucristo desaparecen las diferencias culturales, sociales, sexuales, nacionales y raciales. Y, sin embargo, el varón sigue siendo varón, la mujer sigue siendo mujer, y el griego sigue hablando griego. La unidad no suprime las diferencias. Unidad no es uniformidad. De hecho siempre ha habido en la Iglesia un legítimo pluralismo litúrgico o teológico. Siempre ha habido carismas, ministerios y estados de vida distintos. Y esos carismas, ministerios, modos de vida, y modos de celebrar o de pensar la fe, son necesarios en la Iglesia.

Ocurre que hay quién se cree único, o cuando menos el mejor o el más importante. Y ahí empiezan las divisiones. Lo más triste es que a veces el que divide acusa a los otros de falta de unidad. Entiende la unidad al modo político. Llama la atención que sean precisamente los partidos políticos minoritarios los que más hablan de unidad, hasta el punto de hacer de ella el reclamo de su identidad: Unión Valenciana, Unión Mallorquina, Convergencia y Unión, Izquierda Unida. En el mundo los que hablan de unidad son los menos unidos, o entienden que vivir unidos es pasarse “con armas y bagajes” a su grupo, a su modo de pensar, de vivir o de vestir.

La unidad en la Iglesia es unidad en el amor. No todos hacemos lo mismo, ni tenemos la misma sensibilidad, pero podemos reconocer en el otro, en el distinto, a un trabajador por el Reino, a un seguidor de Jesús en circunstancias diferentes a las mías. Si reconozco en el carisma distinto al mío algo que también es mío, puedo solidarizarme con él, apoyarle, ver en el otro una extensión de mi yo, alguien que me ayuda a ver otras cosas, otros aspectos de la misma Iglesia. Cuando al que tiene una teología distinta, una sensibilidad eclesial diferente, otros gustos litúrgicos, le considero un rival, un enemigo, uno que “no es de los nuestros”, ¿quién rompe, quién divide?

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