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Preguntas trampa
4 comentariosA lo largo de su ministerio Jesús se vio confrontado a una serie de preguntas trampa, hechas con mala intención con el fin de comprometerle y de dejarle en una mala posición. Los evangelistas lo dicen literalmente. Los fariseos, los herodianos, los legistas hacen preguntas a Jesús con la intención de tenderle una trampa. Esto nos remite a algo muy presente en la vida de Jesús: su diálogo con sus contemporáneos fue, con bastante frecuencia, conflictivo.
El que pregunta con la mala intención de tender una trampa plantea un dilema del que es muy difícil salir. Sea cual sea la respuesta, el preguntado quedará en mal lugar y será criticado por unos o por otros. A Jesús la preguntan, por ejemplo, sobre la indisolubilidad del matrimonio “para ponerle a prueba” (Mt 19,3). Si Jesús responde que un marido no puede repudiar a su mujer, irá contra la ley de Moisés; pero si responde que puede repudiarla “por cualquier motivo”, como insinúa la pregunta, parecerá un laxista peligroso. Lo mismo ocurre con la mujer adúltera (Jn 8,6). Si dice que no hay que lapidarla va contra la ley de Moisés; si dice que hay que apedrearla entra en conflicto con la ley romana y puede ser denunciado. Y lo mismo con el impuesto. Si dice que hay que pagarlo, parece un colaborador de los romanos; si dice que no hay que pagar, puede ser acusado de insumiso.
Jesús no cae en estas trampas. Unas veces responde con el silencio. Otras con otra pregunta que pone a sus interlocutores en un apuro: “el bautismo de Juan, ¿viene de Dios o de los hombres?”. El que le interroga sobre el impuesto lleva monedas en el bolsillo. Jesús, al hacérsela sacar, manifiesta que en cuestiones de dinero los judíos pactaban con el imperio. El dinero no sabe de ideologías, pero Jesús dice que hay que ser coherentes con los principios que uno dice tener. La respuesta de Jesús ante la pregunta de si hay que apedrear a la mujer adúltera, obliga a sus interlocutores a preguntarse por su propia inocencia: “el que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra” (Jn 8,7). No es una mala observación, válida también hoy.
No es a base de recetas prefabricadas, de teorías abstractas o de fidelidades jurídicas como se ayuda a las personas. A las personas se las comprende y se las ayuda poniéndose en su piel. Mejor aún, acomodando nuestra mirada a la mirada de Dios: “no juzguéis y no seréis juzgados”, traducido por el Papa en un “quién soy yo para juzgar”. Con esto no quiero justificar nada, pero sí quiero decir que antes de condenar hay que tratar, al menos, de comprender. Sin olvidar que la mejor justificación de “lo correcto” no es el rechazo del otro sino el propio ejemplo.