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Blog Nihil Obstat

Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
Sobre el autor

11
Nov
2018
La muerte, ¿consecuencia del pecado?
3 comentarios

ermitasobremar

Me parece importante aclarar la relación que hay entre muerte y pecado, porque todavía hay creyentes que consideran que la muerte es consecuencia directa del pecado. Si el ser humano no hubiera pecado, piensan esos creyentes, no habría muerte. Esa manera de relacionar muerte y pecado no es del todo correcta, sobre todo si por muerte se entiende la muerte biológica.

Una primera aclaración: en la Escritura, la muerte y la vida no son, ni única ni principalmente, realidades biológicas, sino espirituales. Muerte tiene que ver con ausencia de Dios, y vida con presencia de Dios. Recuerden la parábola del hijo pródigo. El padre (imagen de Dios) exclama cuando el hijo regresa a la casa paterna: hagamos fiesta, “porque este hijo mío estaba muerto, y ha vuelto a la vida”. Lejos del Padre hay muerte. La muerte aquí se identifica con el pecado. De ahí que pueda uno estar muy vivo biológicamente y muy muerto espiritualmente, porque ha perdido el Espíritu Santo, dador de vida. San Pablo, en Rom 7,9-10 dice que murió en cuanto revivió el pecado. Por tanto, lo grave y temible no es la muerte física, sino la muerte que produce el pecado alejándonos de Dios.

¿Cómo hay que entender entonces este dato de la tradición que relaciona la muerte biológica con el pecado? El pecado más que con la muerte, tiene que ver con el modo de morir, con la manera de afrontar la muerte. El pecador y el que vive alejado de Dios, ignora el sentido positivo que puede tener la muerte: “si hemos muerto con Cristo, también viviremos con él” (Rom 6,8). De ahí que, al pecador, la muerte le resulta algo no deseado, un ataque, y así la vive como algo angustioso y oscuro.

En la medida en que nos acercamos a Dios y nos asemejamos a Cristo, desparece la angustia y el miedo que provoca el tener que morir (Heb 2,15). De ese miedo vino a librarnos Cristo, pues a la luz de la fe, la muerte puede experimentarse como realización normal, no traumática, de nuestra hambre de trascendencia, como paso normal hacia la plena divinización. Por eso, si el ser humano no hubiera pecado, hubiera asumido plenamente la muerte, al no experimentar ninguna ambigüedad. También hoy, en la medida en que vivimos unidos a Dios, resulta posible vivir sin miedo a la muerte; vivir en la esperanza de que la resurrección de Cristo es primicia de nuestra propia resurrección.

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7
Nov
2018
Lo comprometido del testimonio
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apostolesconredes

Dicen los evangelios que el Señor, acompañaba, con la fuerza de su Espíritu, a los discípulos enviados a anunciar el Evangelio: “yo estoy con vosotros todos los días” (Mt 28,19); “el Señor colaboraba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que la acompañaban” (Mc 16,20). Sólo así es posible la misión: porque el Señor nos acompaña. No sólo nos acompaña, es él quien actúa y habla a través de nuestras pobres palabras, pero no lo hace sin nosotros. La misión siempre está empujada por el Espíritu. Pero el empuje está condicionado por nuestras posibilidades, capacidades, preparación, interés y esfuerzo. De modo que nosotros podemos frustrar, dificultar, impedir, o mal presentar la Buena Nueva.

Hablar de Jesucristo en nuestros ambientes requiere ser consciente de que a muchos de nuestros oyentes no les va a interesar el anuncio, quizás porque no lo comprenden, quizás porque los prejuicios sociales y personales, o los pecados eclesiales, les mueven a rechazarlo sin ni siquiera querer oírlo. Anunciar a Jesucristo requiere paciencia, dedicación, preparación y compromiso. Por otra parte, si bien el Evangelio tiene implicaciones en todos los ámbitos de la vida, su testigo no anuncia un programa político, ni defiende intereses económicos. Importa tenerlo claro, porque pudiera ocurrir que, los oyentes, creyendo rechazar el evangelio, lo que en realidad rechazasen fuera una determina política, o una desvirtuada presentación del Evangelio. Esta reflexión se aplica igualmente al problema de la necesaria inculturación del Evangelio: pudiera ocurrir que los oyentes, en vez de rechazar el Evangelio, rechazasen una determinada cultura con la que el misionero traduce el Evangelio.

El misionero es un portavoz, un testigo, un mediador. No se anuncia a sí mismo. Es un “criado”. Caemos así en la cuenta de lo comprometido que es el testimonio, porque si los oyentes rechazan al amo o el mensaje del amo, los inmediatamente rechazados son los enviados, los misioneros. Jesús cuenta una parábola que se aplica plenamente a lo que estoy indicando: un rey preparaba la boda de su Hijo. Mandó a los criados a avisar a los invitados. Y los invitados, rechazando la invitación real, mataron a los criados (cf. Mt 22,6; 21,35). La fe exige un testimonio que puede conducir al martirio (insisto: que puede conducir, no que necesariamente conduce). Si no estamos dispuestos a asumir este riesgo, es que no hemos comprendido del todo lo que significa ser cristiano.

Evidentemente, esos criados no actúan por dinero. Porque por dinero no se arriesga uno a perder la vida. Actúan convencidos, seducidos: “Señor, ¿a quién iremos?, sólo tú tienes palabas de vida eterna” (Jn 6,67). Cuando se ha hecho la experiencia de determinados amores, uno ya no comprende como puede ser su vida sin ellos. La primera condición de la misión es el encuentro con el Señor. Encuentro que te ha seducido. Que es permanente. Por tanto, exige ser siempre renovado. La Buena Nueva, antes de ser buena y nueva para los demás, empieza por ser buena y nueva para el testigo. En el fondo, el misionero anuncia al Señor contando su propia historia de salvación y de encuentro. Si no puede contar su propio encuentro, entonces transmite una doctrina, no invita a un encuentro personal.

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3
Nov
2018
Id por todo el mundo
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todoelmundo

“Id y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28,19-20). Esa fue la misión que Jesús encomendó a los suyos, su última recomendación. Con estas palabras de Jesús dirigidas a sus discípulos y discípulas acaba el evangelio de Mateo. El evangelio de Marcos ratifica que estas fueron las últimas palabras que Jesús dirigió a los suyos: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15). “Ellos salieron a predicar por todas partes” (Mc 16,20).

“Todas las gentes”, “todo el mundo”: el encargo de Jesús no tiene límites, alcanza a todas las personas de todos los lugares, culturas y tiempos de la tierra. Menos mal que este encargo no ha sido encomendado a uno solo, sino a “todos los discípulos y discípulas”, o sea, a todos los cristianos. Todo cristiano es un misionero, un testigo de Jesucristo, un anunciador del Evangelio. La vida del cristiano, sus obras y palabras, por si mismas, ya es testimonio, deben plantear al menos una pregunta: ¿por qué vive de esa manera, por qué piensa de esa manera? Si no plantea, implícita o explícitamente esa pregunta, es porque algo falla en su cristianismo.

A todas las personas, sin excepción, hay que “enseñarles a guardar todo lo que yo os he mandado”. Posiblemente ahí empieza la primera dificultad del anuncio cristiano. Porque lo que el Señor nos ha mandado es que “os améis unos a otros” (Jn 15,17). La enseñanza de Cristo no es una teoría, no es una doctrina, no es una obligación. Es una vida, un modo de vivir. Y una vida no puede enseñarse si no se vive. Sólo quien primero ha guardado lo que el Señor le ha mandado, puede anunciarlo a otros. Una vida no se impone. Se anuncia compartiéndola. El Papa lo dice de esta manera: “Los cristianos tienen el deber de anunciar el Evangelio sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción” (Evangelii Gaudium, 14). (Continuará)

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30
Oct
2018
Lo que no hay detrás de un coche fúnebre
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eternidadazul

“Nunca he visto un camión de mudanzas detrás de un coche fúnebre”. Esta frase la utilizó el Papa Francisco, en una de sus homilías, para recordar que las riquezas acumuladas, en el momento decisivo de presentarnos ante el Señor, no sirven de nada. Quizás incluso pueden ser un obstáculo, o un motivo para que el Señor nos regañe, posiblemente con cariño, dejándonos claro que el dinero ni da la felicidad en este mundo ni sirve para comprar la eterna.

Detrás de un coche fúnebre hay personas apenadas. Si son cristianas, es de esperar que estén también esperanzadas. Más aún, es de esperar que den gracias a Dios por la vida del difunto. Esta acción de gracias será tanto mayor cuanto más generosa haya sido la persona que nos deja. Porque lo que de verdad queda de cada uno es el amor que haya repartido. El amor se reparte con palabras y cercanía, pero también reparte amor el que ayuda a los necesitados y comparte lo que tiene con los cercanos y los lejanos. Puesto que la vida de un cristiano es motivo de acción de gracias, la Iglesia celebra en fechas seguidas a todos los santos y a los fieles difuntos.

Si santos son lo que participan de la santidad de Dios, y si los difuntos son los que ya han entrado en este lugar donde nos espera el Amor verdadero y en el que ya no se muere más, entonces en estas dos fechas litúrgicas casi celebramos lo mismo. De hecho, mucha gente se acerca a los cementerios el día uno de noviembre, en la fiesta de todos los santos. Implícitamente este honrar a los difuntos el día de todos los santos es un modo de intuir que ellos están ya en el ámbito de la santidad, del encuentro con el único Santo, que es fuente de toda santidad.

Detrás de un coche fúnebre no hay un camión de mudanzas, porque para entrar en el cielo basta el amor. Lo demás sobra. El amor es fuente de vida y alegría. Las riquezas suelen ser motivo de preocupación, de discusión y, muchas veces, de enemistad. Eso, cuando no son resultado de la injusticia. El amor, por el contrario, borra los pecados, acerca a los enemigos, alegra a los amigos, une con Dios. Une sí, y nos identifica con Dios, porque el que ama ha nacido de Dios. Este convencimiento puede ser una buena manera de celebrar el día de todos los santos y el día de los fieles difuntos.

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26
Oct
2018
Clausura, ¿para monjas o para todo cristiano?
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clausura

El Vaticano II recordó que los consejos evangélicos eran un recordatorio para que todos los miembros de la Iglesia cumplieran sin desfallecimiento los deberes de la vida cristiana. O sea, eso de la pobreza, la castidad y la obediencia no es algo propio de algunos, sino de todos los cristianos: también los casados están llamados a vivir la castidad, eso sí, la castidad según su estilo de vida, la castidad en el matrimonio, que no significa ausencia de relaciones sexuales, sino vivir estas relaciones cristianamente. Un cristiano vive todos los aspectos de su vida queriendo asemejarse a Cristo.

Pues bien, este recordatorio que resulta ser la vida religiosa tiene una aplicación interesante y poco conocida en algo que parece propio y exclusivo de monjas y monjes, a saber, la clausura. La clausura no es algo negativo, sino muy positivo. Corresponde al principio paulino de no conformarse a la mentalidad de este mundo (Rm 12,2). Clausura es cerrar la puerta a todo aquello que pueda separarnos de Dios. En este sentido, la clausura es algo propio de todo cristiano. El modo como en la vida monástica se realiza esto propio de todo cristiano, a saber, buscando una separación física y visible del mundo, un espacio de silencio y recogimiento reservado solo a los religiosos, es un signo gráfico y visible de lo que todos están llamados a vivir.

Esta espacio reservado y separado no está en función de sí mismo, sino en función del encuentro con Dios y con Cristo. Es un signo de este encuentro íntimo y personal de la esposa (de la Iglesia) con el esposo (con Cristo). Y en este sentido, anticipa la meta de toda vida cristiana y la esperanza de la Iglesia: poder un día abrazar a Cristo y contemplar el rostro de Dios. Las monjas (ellas son las que mejor viven la clausura) son como esta ciudad situada en lo alto de un monte, para que todos al verla, recuerden que no tenemos en este mundo ciudad permanente, que somos peregrinos caminando hacia otra ciudad, cuyo arquitecto y constructor es Dios mismo. Un reciente documento de la Santa Sede (“Cor orans”) lo dice con estas palabras: la clausura anuncia una posibilidad ofrecida a cada persona y a toda la humanidad de vivir únicamente para Dios, en Jesucristo.

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22
Oct
2018
Gracia, amor desbordante
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flores

En la liturgia, la catequesis y la predicación se utiliza con frecuencia el término “gracia”. ¿Qué implica, qué se quiere decir con esta palabra? Gracia es ante todo el Amor de Dios por nosotros, un amor tan gratuito que se diría que no tiene ningún otro motivo que Dios mismo: Dios es así, tan generoso, tan desbordante de amor. Es “lleno de gracia” (Jn 1,14). Humanamente podría describirse con la imagen de lo que sobra por todas partes y por todas partes se derrama. Así es el amor de Dios: un amor sobrante que brota de un corazón amante y apasionado, que ama sin poder hacer otra cosa porque él “es” el Amor.

Gracia es también el resultado que este amor primero y gratuito de Dios ha causado en nosotros: de su plenitud, todos hemos recibido una gracia que se corresponde con la suya (Jn 1,16). El ser humano que recibe el amor de Dios no lo recibe de forma pasiva. Más aún, el ser humano que ha acogido el amor de Dios ya no está ante Dios en la situación anterior, ya no es el ser humano que era antes de acoger este amor. Es una persona transformada, una nueva creación.

Además de transformar a la persona, la gratuidad del amor de Dios suscita en el receptor una respuesta de nueva gratuidad: “nosotros amamos, porque él nos amó primero” (1 Jn 4,19). El amor de Dios es creador y busca multiplicarse hasta el infinito para alcanzar así lo propio de toda gratuidad: la superabundancia.

En los manuales de teología se ha acentuado, a veces, el segundo de los aspectos de la gracia que hemos mencionado: la transformación de la persona que acoge el amor de Dios. Pero es importante dejar clara la primacía de la iniciativa soberana de Dios, que ama al ser humano de forma incondicional, antes de cualquier respuesta posible del ser humano, siendo fiel a ese amor en toda circunstancia. Esta fidelidad de Dios a su amor encuentra su más poderosa manifestación en el hecho de que ame a sus enemigos (Rm 5,19). Ahí se manifiesta la incondicionalidad de un Amor: “el Altísimo es bueno con los desagradecidos y perversos” (Lc 6,35).

Ahora bien, la gracia, en su más acabado sentido teológico, no se realiza en el amor al enemigo. Porque la gracia es esencialmente encuentro y relación. En Dios es comunión y en el ser humano es apertura que responde y acoge con agradecimiento la oferta divina de comunión. Ni Dios sólo ni el hombre sólo constituyen la gracia. La gracia es el encuentro de dos amores, aunque en el caso del amor de la persona a Dios, tal amor haya sido suscitado por el previo amor divino.

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18
Oct
2018
Las bondades del perdón
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rosasblancas

Las religiones deben predicar las bondades del perdón. Pero tan importante como el anuncio del perdón es que este anuncio se comprenda más allá de los límites del lenguaje religioso. Hay convicciones religiosas que pueden tener una importancia grande para la buena convivencia entre los seres humanos. Pero es im­portante expresarlas en un lenguaje universal y accesible para todos, para que puedan ser argumentadas pública y políticamente.

De ahí la importancia de traducir, política y antropológicamente, que el primer beneficiario del perdón es el que perdona. Lo que parece justo y racional es el rendimiento de cuentas, eso por no decir que, para el ofendido, para la víctima, lo racional es el odio. Sin embargo, bien pensado, ese rendimiento de cuentas, y no digamos la venganza, engendra más violencia y encadena un círculo vicioso sin fin. A corto plazo el perdón puede parecer una pérdida, pero a la larga asegura un provecho real. El perdón puede parecer una debilidad; en realidad tanto para concederlo como para aceptarlo, hace falta una gran fuerza espiritual y una valentía moral a toda prueba. Lejos de ser un menoscabo para la persona, el perdón la lleva a una humanidad más plena y más rica que, para los creyentes, refleja un rayo del esplendor del Creador.

El único modo de acabar con el mal que nos hacemos los unos a los otros es el perdón. Quién detiene el mal no es el malvado. Es el que no responde al mal con el mal. Quién rompe el círculo de venganza y contra venganza no es el victimario, sino la víctima que no entra en ese círculo y, al no entrar, no lo multiplica. En la cruz de Cristo resplandece esto con claridad meridiana. Jesús nunca devuelve mal por mal, al ser insultado no respondía con insultos, al padecer no amenazaba (1 Pe 2,22). Para que esto fuera posible “dio en sí mismo muerte al odio” (Ef 2,16). Solo así es posible parar el odio: cuando uno lo mata en sí mismo y, por tanto, no lo transmite, porque no lo puede transmitir (ya que lo ha matado). O mejor aún, cuando uno no lo deja entrar en su vida. Para no dejarlo entrar, Jesús llevaba puesta la coraza del amor (cf. Ef 6,14-16). Como el odio no estaba en su vida, era imposible que odiase. De Jesús sólo sale amor.

Al parar el mal, el primer beneficiario del perdón es el que perdona: “el perdón no es un favor al malvado, sino una necesidad de la víctima para superar el dolor” (S. Rancagliolo). El que dice: “ni olvido ni perdono” contribuye a perpetuar el odio. Por el contrario, perdonar es empezar de nuevo, rehacer la historia, escribir de nuevo la trayectoria de las cosas y de las personas. Perdonar es intentar lo imposible, deshacer lo que ha sido, abrir nuevas metas allí donde parece que todo está terminado. En este sentido, el poder de perdonar es el potencial más eficaz.

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14
Oct
2018
Santos Pablo VI y Romero, rogad por nosotros
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pabloyromero

En una abarrotada Plaza de San Pedro, el Papa Francisco ha canonizado a dos grandes figuras de la Iglesia de los últimos años: el Papa Pablo VI y el Obispo Oscar Romero. Cada uno tiene, con todo derecho, santos de su devoción, pero a mi me gustaría que estos dos fueran santos para todos, aunque sospecho que, desgraciadamente, seguirán teniendo sus críticos, como sucede con todas las grandes personalidades.

Pablo VI fue el Papa que llevo adelante y finalizó el Concilio Vaticano II. Acabado el Concilio sufrió mucho al ver algunas malas consecuencias, por ejemplo, la ruptura con la Iglesia, precisamente por estar en desacuerdo con muchas decisiones conciliares, de Monseñor Lefebre. A pesar de los esfuerzos hechos en los últimos tiempos por parte de la Santa Sede, está lejos la vuelta de los seguidores de Lefebre a la plena comunión con la Iglesia. Pablo VI fue también el hombre del diálogo, de la evangelización, un intelectual incómodo que sabía hacer las preguntas oportunas. Fue el Papa que propició la Facultad de Teología en Valencia, que apoyo la transición española, que imploró (sin conseguirlo) por la vida de los últimos condenados a muerte en España.

También Oscar Romero imploraba justicia y pan para los pobres, y clamaba contra los miles de asesinatos cometidos por los escuadrones de la muerte en su país. Lo pagó con su vida. El clima contra la Iglesia que se respiraba en El Salvador queda bien reflejado en este triste lema, que se repetía constantemente: “haga patria, mate a un cura”. Son históricas las palabras pronunciadas en la homilía que provocó su muerte: “Les suplico, les ruego, les ordenó en nombre de Dios, ¡cese la represión!”. Sí, en nombre de Dios sólo se puede ordenar que se acabe con la muerte y se trabaje por la vida. Era bien consciente de que se estaba jugando la vida, como queda claro en estas palabras pronunciadas poco antes de su muerte: “si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”.

Con estas canonizaciones, el Papa ha hecho un reconocimiento al Concilio Vaticano II y al postconcilio. Francisco sigue marcando el camino a seguir.

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12
Oct
2018
Virgen del Rosario, advocación transversal
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virgendelrosario

La Virgen María ha recibido distintos títulos y advocaciones. Son la mejor prueba de la devoción que el pueblo cristiano le profesa. Una advocación es una llamada a la Virgen para que nos proteja y ampare en una determinada situación. Fundamentalmente hay dos modos de calificar o adjetivar a María, uno por medio de un lugar o espacio geográfico; y otro, refiriéndose a una necesidad concreta. Así, María es calificada de Virgen de Guadalupe, de Montserrat, de Lluch, de Covadonga o de África. Es un modo de decir que ella es la protectora de quienes viven en esos lugares, y también que quién se acerca a esos lugares busca el amparo de María. Por otra parte, es calificada de Virgen de la paz, de los dolores, o de los desamparados. Es un modo de decir que ella protege a los que trabajan por la paz, o a los que se encuentran en una situación de desvalimiento.

El Rosario no es un lugar geográfico (ya sé que hay alguna ciudad que se llama así), ni tampoco hace alusión a ninguna necesidad especial. ¿Cuál podría ser el sentido de esta advocación: Virgen del Rosario? Esta advocación nos recordaría que, invocando a María, sea cual sea el título que le demos, estamos acogiéndonos a una mediación que nos lleva a Cristo. María no es un fin en sí mismo. El único fin de todo cristiano es Cristo, el Señor. Todo lo que nos conduce a él, es bueno y santo. Y lo que nos aparta de él, es malo y diabólico. María siempre nos conduce a Cristo. Ella está permanentemente diciéndonos, como a los servidores de la boda de Cana: “haced lo que él os diga”.

El Rosario se refiere directamente a distintos misterios de la vida de Cristo. Por eso, la Virgen del Rosario nos lleva directamente a tales misterios, sea cual sea el lugar en el que estemos o la situación por la que estamos pasando. La Virgen del Rosario podría ser una apelación transversal, presente en todas las demás invocaciones marianas. Y un recordatorio del sentido que tienen todas ellas. Como muy bien recordó el Concilio Vaticano II, el culto devocional a María “favorece eficazmente el culto de adoración tributado al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo” (Lumen Gentium, 66). Eso es exactamente lo que hace el Rosario: comienza por recordarnos el misterio del Verbo encarnado y termina orientando nuestra mirada a Cristo resucitado y exaltado por el Padre, en virtud del Espíritu Santo. Finalmente, el Rosario presenta a María “asunta al cielo”, como icono de todo lo que el cristiano espera, que no es otra cosa que unirse al misterio pascual de Cristo.

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8
Oct
2018
Diálogo interreligioso y comisiones de la verdad
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cruz05

La primera violencia que habrá que denunciar y, en lo posible, tratar de impedir, es la violencia religiosa, la cometida en nombre de Dios, precisamente porque es la más blasfema, la que más confusiones crea, la que más fácilmente aceptan o comprenden los adeptos ingenuos de la religión en nombre de la cual falsamente se ha invocado el nombre de Dios. Hay que dejar claro que en nombre de Dios sólo se puede trabajar por la paz, la reconciliación, el encuentro entre las personas.

De ahí la importancia que tiene hoy el diálogo interreligioso. Es una de las mejores contribuciones a la paz. Como bien dijo Juan Pablo II, el diálogo interreligioso “es importante para proponer una firme base de paz y alejar el espectro funesto de las guerras de religión que han bañado de sangre tantos períodos de la historia de la humanidad. El nombre del único Dios tiene que ser, cada vez más, como ya es de por sí, un nombre de paz y un imperativo de paz”.

Las religiones deben contribuir, además, a la búsqueda de reconciliación una vez que han sido superados los conflictos armados. La Iglesia, las religiones, deben contribuir a esta reconciliación y buscar, con imaginación creativa, caminos de convi­vencia, aunque no sea posible el olvido. Esta reconciliación, para ir más allá de lo individual y ser eficaz socialmente, tiene que tener una traducción política. Un ejemplo pueden ser las comisiones de la verdad, organismos oficiales, no judiciales, que en algunos países han logrado que, desde el reconocimiento de la culpa, se haya otor­gado un perdón sincero, o al menos, una posibilidad de convivencia, abriendo caminos de futuro.

Las comisiones de la verdad prestan particular atención al testimonio de las víctimas y al restablecimiento de sus derechos, ayudan a que sociedades divididas superen la cultura del silencio y de la desconfianza, proponen reformas institucionales para evitar nuevas violaciones de los derechos humanos. Buscan, como indica la misma palabra, la verdad sobre hechos antes negados. Aunque su enfoque está cen­trado en las víctimas, también tienen como objetivo promover la reconciliación nacio­nal, o la integración de los victimarios en las sociedades o grupos dañados, sobre todo cuando los victimarios reconocen sus crímenes y piden sinceramente perdón. Solo desde la verdad es posible el perdón y el reencuentro.

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