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Blog Nihil Obstat

Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
Sobre el autor

4
Jun
2019
Ascensos en el mundo y descensos de Dios
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Hemos celebrado la fiesta de la Ascensión y nos aprestamos a celebrar Pentecostés. Con estas dos fiestas, íntimamente relacionadas, termina el tiempo pascual.

En el terreno laboral, económico, político, ascender es la aspiración de todo ser humano, subir, ir más arriba, llegar más lejos, tener un cargo más importante, ganar más, mandar más, tener más prestigio. Así funciona el mundo. Y así muchas veces educamos a nuestros hijos: para triunfar, para conseguir el primer puesto.

Hay otro modo de ascender propio de la vida según el Espíritu de Dios. De entrada, Jesús no es el que asciende, sino el que desciende, el que no retiene su categoría de Dios, el que se pone al nivel de los más pequeños, el que se abaja para servir mejor a todos. Jesús no ha venido para ser servido, sino para servir. Sólo desde esta actitud resulta creíble la recomendación que hace a sus seguidores: el que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos. En el mundo se actúa de otra manera, pues el primero exige que los demás se pongan a su servicio. Pero “entre vosotros no sea así”, dice Jesús a los suyos.

Mateo termina su evangelio (28,16-20) contando la despedida de Jesús. En este relato no hay ningún ascenso. Lo que hay es la promesa de una permanente presencia. Más que un ascenso hay un permanecer, un estar todos los días, una continua solidaridad. No hay ausencia de Jesús. Hay un nuevo modo de presencia, la de “aquél que no había dejado al Padre, al bajar a la tierra, ni había abandonado a sus discípulos, al subir al cielo” (san León Magno). Por medio del Espíritu Santo se realiza este nuevo modo de presencia. El Espíritu hace que Cristo, que se ha ido, venga ahora y siempre de un modo nuevo. El Espíritu no es una compensación por la ausencia de Cristo, sino el modo como Cristo se hace presente. Gracias al Espíritu continúa la actividad salvífica de Cristo. Gracias al Espíritu, las palabras de Cristo se hacen nuevas, actuales, presentes. Gracias al Espíritu, Cristo no es un dato del pasado, no es arqueología.

Puesto que el Espíritu hace presente a Cristo, su misión es inseparable de la de Cristo: “recibirá de lo mío y os lo explicará a vosotros” (Jn 16,14). La obra más importante de Cristo y del Espíritu, la obra que revela a Dios, es la vida. El Espíritu da vida (Jn 6,63; 2 Co 3,6). Por tanto, los que son movidos por el Espíritu realizan obras de vida. ¿Acoger el extranjero, atender al enfermo, defender al maltratado, perdonar al que me ofende, son obras que dan vida? Si lo que buscamos son los ascensos, esas obras no son las adecuadas. Pero si nos dejamos guiar por el Espíritu, esas u otras parecidas serán nuestras obras.

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1
Jun
2019
Para que estéis donde yo estoy
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Jesús, una vez resucitado, preguntó a Pedro y nos sigue preguntando a cada uno de nosotros: ¿me amas?, ¿me amas más que a todo lo demás?, ¿estás dispuesto a dejarlo todo por mi amor?

El que ante una pregunta así responde: ¿y qué me vas a dar si te amo?, no entiende nada de amores. El amor no se sitúa en el terreno del interés, sino en el de la gratuidad. Te amo porque sí, porque no entiendo cómo mi vida tendría sentido sin ti. Cierto, uno intuye que la gratuidad del amor esconde una sorpresa: el ciento por uno en esta vida y la vida eterna. Pero esta sorpresa viene por añadidura. Porque el amor vale por sí mismo. No es un asunto de interés. Es un asunto de calidad de vida.

Si tú, como Pedro, eres capaz de decir: “Señor, tú sabes que te amo”, entonces escucharás su voz potente y seductora que te dice: “Sígueme” (Jn 21,29). El seguimiento tiene una meta: “Me voy al Padre” (Jn 14,28), “para que donde esté yo, estéis también vosotros” (Jn 14,3). Todos juntos viviendo en el amor: “Yo estoy en mi Padre, vosotros en mi y yo en vosotros” (Jn 14,20).

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29
May
2019
La mesa, llamada a la justicia social
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A la luz de lo dicho en el post anterior, se explica que la comida cristiana, aunque sea en una mesa reducida a unos pocos, es una exigencia de fraternidad. Muchas de las oraciones con las que se bendice la mesa en las familias cristianas lo recuerdan: “bendice, Señor, estos alimentos que, en tu nombre, vamos a compartir, bendice a quienes los han preparado, y da el alimento diario a quienes lo necesitan”. Reunirse a comer en nombre del Señor supone bendecir los alimentos, o sea, hablar bien de esos alimentos, ser consciente de que el alimento viene de Dios; es Dios el que nos lo regala. Pero es también ser consciente de que debe haber pan para todos. Por eso el cristiano pide a Dios que quienes lo necesitan encuentren manos amigas, manos divinas, que les repartan el pan. Dios da el alimento a quienes lo necesitan por medio de los creyentes. Cada cristiano es la mano de Dios allí donde hay una necesidad, allí donde alguien no tiene pan.

La comida cristiana es una fiesta, porque el creyente confiesa que es Dios quien parte y reparte el pan. Vivir no es solamente trabajar y sufrir, es también alegrarse con las bondades de Dios: “ve, come alegremente tu pan y bebe tu vino con corazón contento” (Ecl 9,7). Pero también el creyente recuerda que “quien come y bebe, lo tiene de Dios” (Ecl 2,25), “porque todo viene de ti” (1Crón 29,14). Además de una fiesta, la comida cristiana es un recordatorio de justicia social. Por eso, el creyente le pide al buen Padre del cielo no “mi pan”, sino “nuestro pan”. El pan no es mío, no puedo quedármelo todo para mi. Si hay mucho pan, pero éste es mío, entonces como yo sólo. Pero si hay poco pan, pero es nuestro, entonces pueden comer todos. El pan está para repartirlo. El hambre empieza cuando alguien pretende tener comida para él sólo (continuará).

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26
May
2019
La mesa, lugar de fraternidad
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Jesús nos dejó una oración, que podemos considerar identitaria de nuestro ser cristiano. Es la oración del Padrenuestro. En esta oración, entre otras cosas, pedimos al Padre que nos dé hoy el pan de cada día. Una posible interpretación o, al menos, una consecuencia de esta petición podría formularse así: reúnenos hoy, y cada día, en torno a tu mesa. La mesa compartida se convertiría así en signo del banquete del reino de los cielos. En efecto, cualquier petición hecha sinceramente a Dios, es antes una toma de conciencia de lo mucho que necesitamos de Dios y de su acción en nosotros. Pedir, por tanto, que Dios nos reúna en torno a la mesa para compartir el pan, el alimento diario, es tener conciencia de que es Dios quién nos convoca y nos regala el pan necesario para nuestro cuerpo.

Si pedimos que Dios nos reúna en torno a la mesa es porque la comida es fundamentalmente un acto comunitario. Desde siempre, en todas las culturas y civilizaciones, las familias se han reunido para compartir el alimento. Esta realidad tan humana y tan natural, el cristiano la interpreta como venida de Dios: Dios quiere que nos reunamos para comer juntos y, por eso, nos impulsa a ello. Lo más necesario para la vida humana (como es el comer) no es un acto solitario, porque los seres humanos estamos hechos para convivir, y encontramos nuestra identidad en la relación con el otro. El otro nos identifica. Reunirse en torno a la mesa, además o quizás por ser un acto natural, es también un acto divino.

Como es un acto divino se vive en la fraternidad. En torno a la mesa se reúnen los hermanos. No nos sentamos a la mesa con cualquiera. Compartir mesa es compartir fraternidad. Por eso, invitar a alguien a la mesa de uno es un signo de cercanía, confianza, solidaridad y amistad. En mi mesa no se sienta cualquiera. Ahora bien, este acto tan normal y tan humano de comer con los amigos encuentra, desde el punto de vista de la fe cristiana, una prolongación decisiva. Porque el cristiano sabe que la fraternidad tiene un alcance universal. Todos somos hijos del mismo Padre y, por eso, formamos una sola familia humana. De ahí que, en la mesa a la que el Padre nos convoca cabemos todos. Si alguno se queda sin comer, si alguno no puede sentarse a la mesa, algo falla, no se cumple la voluntad del Padre (continuará).

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23
May
2019
¿Voto católico? ¿Y eso qué es?
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En algunos países, cuando se aproximan elecciones, suele aparecer la pregunta de si hay un voto católico, y de cuál será la influencia de ese voto en el resultado electoral. Tengo la impresión de que estamos ante una expresión que quiere decir mucho, pero bien analizada no dice nada. Veamos: ¿voto católico significa el voto de los ciudadanos católicos? Dejemos aparte que hay distintos grados de adhesión a la fe católica. Pero según cuál sea el fragmento de “población católica” que analicemos, enseguida quedará patente que este grupo de personas votan (votamos) a distintos partidos. Más aún, que este voto no depende sólo de nuestra mayor o menor religiosidad, sino de muchos otros factores. El voto de los ciudadanos que asisten regularmente a las Eucaristías dominicales, es muy disperso. A lo más que puede llegar la convicción religiosa es a delimitar a quién no conviene votar, pero, en positivo, no está claro a quién conviene votar.

Y no está claro porque no hay ningún programa político que, confrontado con el evangelio, no necesite purificarse, rectificarse y mejorarse. Dado que no hay programa político que pueda identificarse o, al menos, aproximarse al evangelio, lo lógico sería no votar. Pero no votar, en la mayoría de los casos, es la peor de las opciones. En este terreno hay que guiarse o bien por el principio del mal menor o por el del bien posible. El mal menor es un mal, pero evita males peores y, en la medida en que evita lo peor, es un bien. El bien posible no es el bien ideal, es el bien que en una circunstancia concreta es posible alcanzar. Por tanto, es un bien parcial, en el que no se excluye que haya algún aspecto menos bueno. La política es el arte de lo posible, porque al moverse en el terreno de lo concreto, las divergencias son grandes. De ahí que, en política, lo ideal es la repetición periódica de elecciones y la división de poderes. La conciencia de que la política es un arte parcial y limitado, hace que ella misma adopte medidas para que lo parcial y limitado no empeore.

Cada ciudadano debe votar de acuerdo con su conciencia. En la conciencia juegan un papel determinante las convicciones religiosas. Pero suele darse el caso de que, desde distintas convicciones, se puedan lograr acuerdos en el terreno de lo concreto. La inversa también es verdad: desde la misma convicción pueden seguirse aplicaciones concretas divergentes. El Vaticano II, en un texto que sigue conservando su validez, se expresaba así: “la propia concepción cristiana de la vida inclinará a algunos cristianos, en ciertos casos, a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienden fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que, en tales casos, a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial por el bien común”.

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19
May
2019
Se piensa poco. ¡Y la fe requiere pensar!
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candil

En la fe intervienen todas las dimensiones de la persona: se cree (y se ama) con toda nuestra personalidad. Pero fundamentalmente hay dos dimensiones que entran en juego cuando se trata de la fe divina: la voluntad y la inteligencia. Tomás de Aquino, hablando de la fe en Dios, dice que la fe es un hábito del entendimiento; hábito significa una actitud permanente. O sea, el que cree en Dios tiene la mente permanentemente ocupada, está siempre pensando, siempre buscando, siempre inquieto. O también: la fe es un acto de la inteligencia movido por la voluntad. La voluntad mueve, empuja a la inteligencia a adherirse a lo que se le propone.

¿Por qué la fe necesita este empuje de la voluntad? Para darme cuenta de que dos y dos son cuatro no se necesita ninguna voluntad, es algo evidente que la inteligencia capta inmediatamente. Pero en la fe, la inteligencia no ve las cosas claras, porque lo que se le propone para creer es un Misterio, el misterio por excelencia, el misterio de Dios. Y cuanto más se acerca uno al Misterio, cuando más “sabe” del misterio, más claro tiene que es un misterio, o sea, que no está claro y, por tanto, se diría que, en vez de avanzar en claridad, aumenta la oscuridad, porque acercarse al misterio es ser cada vez más consciente de lo poco claro que es.

La inteligencia busca claridad y, al acercarse al misterio, cada luz que encuentra va acompañada de un montón de oscuridades. Por eso, la inteligencia está continuamente haciendo preguntas. Continuamente, sin cansarse de buscar, porque lo que busca la interesa enormemente. La voluntad, que se mueve por la búsqueda del bien, seducida por la promesa de la vida eterna, de la felicidad plena (que es Dios mismo), empuja a la inteligencia a seguir buscando, precisamente porque está sumamente interesada en el objeto de la fe, en aquel en el que cree, en el Dios inefable, soberanamente amable y sumamente amado.

Si la fe es un acto de la inteligencia, uno se sorprende de ver en algunos círculos creyentes tanto desprecio a la inteligencia, tanto miedo a las preguntas, tantas apelaciones a la aceptación ciega, tantas llamadas a lo siempre dicho, tanto conformismo con fórmulas cerradas, por no decir muertas. El buen creyente nunca está conforme con lo que tiene, busca más, quiere más. Y cuanto más encuentra, más desea. Un creyente que se hace preguntas no es alguien que tiene dudas de fe, sino alguien que progresa en su fe.

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15
May
2019
El predicador es un sembrador, no necesariamente un segador
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sembrado

La predicación, la proclamación de la fe en cualquiera de sus formas (catequesis, clases, escritos, etc) es una tarea apasionante, pero no es fácil. En ocasiones no aparecen los resultados esperados. ¿Significa esto que no es eficaz? De ningún modo. Significa que los resultados aparecen cuando menos se espera, en la hora de Dios, en el momento en que Dios los haga eficaces.

Cuando preguntamos por la eficacia de la evangelización no podemos pensar en resultados inmediatos o deslumbrantes. Los resultados pueden venir a corto o largo plazo. Pero lo lógico es que sean a largo plazo, porque la auténtica conversión requiere tiempo, implica desprenderse de muchas ideas y actitudes, es un cambio radical de vida. La fe cristiana necesita tiempo para madurar. Jesús nos pone en guardia contra nuestras impaciencias, a veces calificadas de “santas”. No quiere que se arranque la cizaña antes de hora, como pretenden sus discípulos. Hay que dar tiempo al crecimiento. Solo en la hora final será posible la siega y la separación (cf. Mt 13,24-30). Por eso, los frutos de su trabajo puede recogerlos el predicador o puede no ver la cosecha. Uno es el sembrador y otro el segador (Jn 4,37).

Como muy bien dice el Papa Francisco no debemos obsesionarnos por los resultados inmediatos. Tenemos que estar prestos a soportar con paciencia situaciones difíciles y adversas, o los cambios de planes que impone el dinamismo de la realidad (Evangelii Gaudium, 223). Pero hay más: tenemos que saber que Dios puede actuar en medio de aparentes fracasos. La fecundidad es muchas veces invisible, “no puede ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo... A veces nos parece que nuestra tarea no ha logrado ningún resultado, pero la misión no es un negocio ni un proyecto empresarial, no es tampoco una organización humanitaria, no es un espectáculo para contar cuánta gente asistió gracias a nuestra propaganda; es algo mucho más profundo que escapa a toda medida. Quizás el Señor toma nuestra entrega para derramar bendiciones en otro lugar del mundo donde nosotros nunca iremos” (Evangelii Gaudium, 279).

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11
May
2019
Células de Jesús en el corazón de María
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alfinallarosa

He leído algo que me ha llamado la atención a propósito de las células cardíacas de una mujer que ha tenido hijos varones. Como es sabido, las células humanas tienen 23 parejas de cromosomas. En las mujeres una de esas parejas tiene dos cromosomas X, y en los varones hay un cromosoma X y otro Y. Lo esperable sería que en el corazón de una mujer todas las células fueran XX. Pues bien, parece ser que las mujeres que han tenido embarazos de niños varones tienen algunos miocardiocitos (células musculares del corazón) XY, es decir tienen células con información genética distinta, unas XX (las de la madre) y otras XY (las del hijo). Esto explicaría porque algunas atletas, después del embarazo de un varón, han experimentado lo que podríamos llamar un “rejuvenecimiento cardíaco” y han batido records mundiales en distintas especialidades deportivas.

El Dr. Manuel Martínez Sellés, que además de doctor en medicina y cirugía es creyente, a partir de los datos anteriores, hace una reflexión interesante sobre del corazón de María, la madre de Jesús de Nazaret. Una reflexión como la que hace el doctor, me resulta curiosa y llamativa, pero no aumenta ni refuerza mi fe. Pero como me parece seria (al contrario de otras reflexiones que desde la ciencia pretenden poco menos que “demostrar” la fe), la doy a conocer. Los datos anteriores nos conducen a pensar que todas las madres tienen en su corazón células que les aportan sus hijos. Esto se realizaría también en el caso de la Virgen María: ella tuvo en su corazón células de su hijo Jesús. De ahí esta conclusión del Dr. Martínez Selles: “creo que la belleza de este hecho viene dada por demostrar que la profunda unión que se dio entre Madre e Hijo también sucedió desde el punto de vista biológico”.

Sin duda, la buena relación con Jesús no es biológica ni cultural. El mismo Jesús dejó claro que el parentesco carnal no es lo determinante a la hora de relacionarse con él: “mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios”. A una mujer que declara dichosa a su madre por haberle llevado en su seno y haberle dado de mamar, Jesús le respondió que los verdaderamente dichosos son los que escuchan la Palabra Dios, como sin duda María lo hacía fielmente. Por eso, ella fue dichosa: no por haber llevado a Jesús en su seno, sino por haberle acogido con fe y amor en su corazón. Y ahí estamos todos. No es la carne ni la sangre lo que nos hace hijos de Dios y hermanos de Jesús, sino la fe con la que acogemos la Palabra de Dios y el amor que profesamos a Jesús.

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7
May
2019
En la oración no está lo que necesito
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alabando

Estaba yo hablando de oración y alguien me interrumpió diciendo: “lo que necesito no está ahí”.

Una primera reflexión a propósito de esta respuesta: una cosa es lo que uno necesita y otra ser consciente de lo que necesita. Todos necesitamos amor, vida, felicidad. Pero cuando queremos concretar dónde está el amor y la vida para cada uno, entonces podemos perfectamente pensar que las respuestas religiosas son malas o, al menos, inadecuadas. Considerar inadecuada la respuesta religiosa o, por utilizar el comentario del oyente antes referido: “lo que necesito no está ahí”, suele partir de un presupuesto utilitarista, aunque a veces no se sea consciente de ello.  Si lo que el oyente buscaba y necesitaba era trabajo, entonces su comentario era correcto: lo que buscaba no estaba en la oración.

A veces las necesidades inmediatas nos impiden ver las necesidades verdaderas. La necesidad inmediata de mi oyente era, probablemente, un puesto de trabajo. La necesidad inmediata de muchos inmigrantes o de muchos refugiados es el pan. Esta necesidad inmediata, a veces, es tan urgente y perentoria, que impide cualquier otra consideración, por muy acertada que sea. La tentación de algunos creyentes es responder a aquellos que reclaman pan, que “no sólo de pan vive el hombre”, apoyando esta respuesta en Jesús de Nazaret. Pero las palabras de Jesús (no el mal uso que a veces hacemos de ellas) no dicen nada contra la necesidad urgente de pan. Al contrario.

Las palabras de Jesús invitan a los que tenemos pan a compartirlo con los que no tienen. Y sólo cuando hayamos compartido con aquel que nos dice: “lo que necesito no está ahí”, sólo cuando le hayamos llenado de pan, estará en condiciones de entender que precisamente lo que necesita “está ahí”. Porque sólo entonces podrá darse cuenta de que el pan del cuerpo no llena el corazón ni ofrece sentido a la vida. Y si se da cuenta de eso, estará en condiciones de prestar atención a “la palabra que sale de la boca de Dios”.

Dios es gratuito; la relación con Dios no está basada en intereses, aunque desde otro punto de vista puede ser lo más interesante. El mundo no valora los bienes espirituales. Esos bienes, para quienes piensan con mentalidad “mundana”, parece que no valen nada. No valen para las cosas que muchos buscamos: riqueza, placer, poder. Pero esos bienes materiales, que el mundo busca, no llenan el corazón, ni hacen feliz a la persona. El amor es lo más gratuito, porque siempre se da sin motivo, sin razón, sin merecerlo. Por eso, parece que no vale nada y, sin embargo, es lo más valioso, es el don más perfecto.

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3
May
2019
Secreto de confesión, ¿inviolable?
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La Iglesia siempre ha considerado inviolable el secreto de confesión. Dado que actualmente, en el caso de determinados delitos socialmente reprobables, es legalmente obligatoria la denuncia por quienes tengan conocimiento de los mismos, se ha planteado si, en esos casos, el secreto de confesión no sólo podía, sino que incluso debía quebrantarse. La Iglesia mantiene que, incluso en esos casos, sigue siendo inviolable el secreto de confesión.

Una primera reflexión. Supongamos el caso de un inocente acusado y condenado por un grave delito. Si el confesor conoce la identidad del verdadero culpable, ¿puede consentir que se condene a un inocente, pudiendo evitarlo? En un caso como este, toda la responsabilidad recae sobre el culpable. Si está verdaderamente arrepentido y ha recibido la ayuda de la gracia sacramental, ese arrepentimiento y esa gracia la moverán a buscar el modo de evitar la condena de un inocente. Estamos ante un caso extremo, y los casos extremos suelen darse muy raramente. Más aún, la mayoría de las veces son puramente teóricos. Por eso, la buena reflexión está en otro nivel

Hay que dejar muy claro que una confesión no es un chantaje. No hay caso si, fuera de confesión (por el motivo que sea) conozco la identidad del delincuente y éste (sobre todo si sabe que yo sé) pretende confesarse conmigo. Yo debo negarme a confesarle, y recomendarle dos cosas: una, que, si está verdaderamente arrepentido, su arrepentimiento se demuestra asumiendo las consecuencias de su acto, y pidiendo perdón a la víctima; y dos, que busque otro confesor que no le conozca de nada.

Por su parte, el pecador debe tomar en serio el sacramento. Si está verdaderamente arrepentido y acude de buena fe al sacramento (y sólo así hay confesión válida), y su pecado es un delito, si quiere reconciliarse con Dios, además de asumir las consecuencias de su delito, debe buscar un confesor que no pueda identificarle.

Además, nadie (excepto el penitente y el confesor) saben lo tratado en confesión. Por tanto, me pregunto cómo se puede obligar a un confesor a dar un nombre, cuando nadie sabe que este confesor conoce el caso. Si nadie sabe que el confesor conoce el caso, a nadie se le ocurrirá pedirle cuentas.

Lo que me parece que se impone, además de defender la inviolabilidad del secreto de confesión, es instruir tanto a penitentes como a confesores sobre la seriedad y la discreción con la que deben actuar. A veces lo que necesitamos no son discusiones teóricas, sino sentido común.

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