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Blog Nihil Obstat

Martín Gelabert Ballester, OP

de Martín Gelabert Ballester, OP
Sobre el autor

2
Abr
2015
A sí mismo no, pero a otros salvó
2 comentarios

Antes de comenzar su ministerio, Jesús debe vencer una fuerte tentación, que expresada en forma de pregunta sonaría así: ¿cómo voy a realizar mi mesianismo, cómo voy a revelar al Padre, desde el deslumbramiento del poder y de lo prodigioso, o desde la humildad del amor que no se impone? El tentador le propone que convierta las piedras en pan o que se tire desde lo alto del templo. Sin duda estos gestos prodigiosos hubieran llamado la atención. Jesús escoge otro camino para revelar a Dios, un camino que terminó conduciéndole a la cruz. Una vez en la cruz, Jesús debe vencer la última tentación que, en el fondo, es similar a la primera. En efecto, delante la cruz los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos se burlaban de él diciendo: “A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse…, que baje ahora de la cruz, y creeremos en él” (Mt 27,42).

Las autoridades judías reclaman un gesto espectacular para creer en Jesús: que baje de la cruz. Pero, al mismo tiempo que reclaman el milagro, muestran su incoherencia y su mala voluntad, pues ellos mismos reconocen que “a otros salvó”. Las autoridades aceptan que Jesús, a lo largo de su vida, ha realizado acciones extraordinarias a favor de “otros”. Pero esto no les parece suficiente. De hecho, cuando Jesús realizaba acciones sanadoras y expulsaba demonios, los que no estaban dispuestos a creer, tampoco dudaban de su acción curativa. Pero la descalificaban atribuyendo tales signos al poder de Satanás. Ahora, en la cruz, piden un nuevo signo extraordinario, que no sucede. Pero, aunque hubiera sucedido, tampoco hubieran creído. Su mala fe les impedía acoger la buena fe. Hubieran atribuido la bajada a una intervención diabólica. La fe siempre nace de la libertad. Por eso, los signos que Jesús ofrece nunca son impositivos. Porque el signo decisivo de la verdad de Dios es Jesús mismo. Si uno no se conmueve ante la figura del Crucificado, que ha vivido y ahora muere amando, no hay milagro que pueda convencer de la verdad de Dios.

Pero hay más. Pues precisamente porque a otros salvó y no bajó de la cruz, porque Jesús nunca piensa en su propio beneficio, sino en el bien de los demás, porque Jesús no utiliza a Dios en provecho propio, su muerte se convierte en el signo decisivo de la verdad de su mensaje de resurrección y salvación definitiva. La bajada de la cruz hubiera sido un rechazo de la cruz, lo que hubiera imposibilitado que Jesús se solidarizase con todos los crucificados de la tierra. El Dios que en esta bajada se hubiera revelado hubiera sido el de los poderosos y no el Dios de los pobres, de los mansos, de los que lloran, de los que buscan la paz y la justicia. Más aún: la no bajada de la cruz era la condición ineludible de la resurrección. Sin cruz no hay resurrección. Ese es el secreto del mesianismo de Jesús. La no bajada de la cruz es el signo decisivo de un Dios capaz de vencer a la muerte, un Dios que, en Jesús, abre las puertas del futuro a lo que, aparentemente y según los criterios de este mundo, no tiene futuro.

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29
Mar
2015
Tomad mi cuerpo
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Una noche alguien dijo a sus mejores amigos: “tomad, esto es mi cuerpo”. No dijo: mi espíritu; no dijo: mi alma. Dijo: mi cuerpo. Años después vinieron los ritos, las ceremonias, las procesiones, las adoraciones. Vinieron también las profanaciones y las reparaciones. Vino la poesía: “que la lengua humana cante este misterio” (Tomás de Aquino); “¡Oh cosa maravillosa! Convite y quien convida es una cosa” (Cervantes); “amor de ti nos quema, blanco cuerpo” (Unamuno). Vino la teología. Y alguna muy buena y muy profunda, como la de Tomás de Aquino: “No hay ningún sacramento más saludable que éste, pues por él se borran los pecados, se aumentan las virtudes y se nutre el alma con la abundancia de todos los dones espirituales”.

Pero, ¿antes? Para que algo tan serio como “tomad, esto es mi cuerpo”, pueda decirse y entenderse, es necesario que haya un “antes”. Si lo que uno quiere darme es su amor, entonces lo mejor que puede darme es su cuerpo, su vida toda entera. Darse a sí mismo. El que dijo “tomad mi cuerpo”, estuvo dando su cuerpo a lo largo de toda su vida: al acercarse a leprosos, prostitutas, malqueridos, pobres y marginados. Y al final, entregó su cuerpo a sus enemigos, en un supremo acto de amor: “Padres, perdónales”.

¿Cómo nos da hoy su cuerpo? En tantos sin nombre que no pueden entrar en nuestro mundo rico, porque hay vallas, policías y fronteras que impiden el paso; en los enfermos de sida o de ébola; en los olvidados, marginados y despreciados. Pero también nos da su cuerpo en los hermanos y en los amigos, porque nadie tiene mayor amor que el que da la vida por los amigos. Allí donde alguien da amor, allí recibe el cuerpo del amor.

¡Dame tu cuerpo, Señor! Porque no soy un ángel. Y porque estoy hambriento y necesitado de amor. Pero dámelo para que lo cuide y lo respete. Que comprenda, Señor, que hay más amor en el dar que en el recibir. Porque dando es como recibo, cuidando es como me cuido, respetando es como me respeto. Amando recibo amor, pues amor saca amor (Teresa de Jesús).

Sólo el antes da sentido al después. Pero hay que tener cuidado para no equivocarse con “el después”. Sólo si “el después” nos lleva al “antes” y nos hace actualizar el “antes”, sólo entonces “el después” dejará de ser bagatela rechazable para convertirse en luz que ilumina.

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25
Mar
2015
Odiado sin motivo
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Según el cuarto evangelio Jesús se encontraba con sus discípulos en un huerto cuando unos guardias armados fueron a prenderle. Los discípulos intentaron defenderle. Pedro llevaba una espada, la sacó e hirió a uno de los que iban a prenderle. Entonces Jesús reaccionó de forma tajante y dijo a Pedro: “vuelve la espada a la vaina”. Por otra parte, Jesús se dirigió a los que iban a prenderle y les dijo: “Si me buscáis a mí, dejad marchar a estos”.

Jesús evita radicalmente todo conflicto entre sus discípulos y los soldados que van a detenerle. Por una parte, no quiere ningún tipo de defensa violenta. Porque una defensa así, hubiera provocado una reacción si cabe más violenta, desencadenándose una espiral de violencia. La violencia solo se para cuando uno se niega a responder violentamente. Jesús no acepta represalias. Por otra parte, Jesús evita el conflicto entre sus discípulos y sus enemigos dejándose prender y facilitando, de esta forma, que sus discípulos puedan marcharse.

Antes, en la cena de despedida con sus discípulos, Jesús había proclamado: “me han odiado sin motivo”. Jesús siempre ha buscado el bien de todas y de cada una de las personas con las que se encontraba, sin discriminar a nadie, haciendo el bien a judíos y paganos, a enfermos y sanos, a pobres y ricos, en definitiva, a todo tipo de personas. Su vida siempre estuvo guiada por el amor. En el momento en que van a prenderle, el amor sigue siendo el objetivo de su vida. Al evitar cualquier respuesta violenta por parte de los suyos, Jesús ratifica el “sin motivo” del odio que le profesan sus enemigos. El ama a sus enemigos. Son sus enemigos los que no aman a Jesús. Pero no tienen ningún motivo para no amarle. Más bien, tienen muchos motivos para amarle. Así el odio pierde toda razón. Se convierte en un desvarío incomprensible y en un absurdo total.

Jesús, entrega su vida, precisamente para evitar todo conflicto entre unos y otros. De este modo, Jesús entrega la vida “por todos los hombres para el perdón de los pecados”. Por todos: muere por sus enemigos, evitando que sus discípulos puedan matarles en legítima defensa; y muere por sus amigos, evitando también que ellos puedan morir al defenderle. Es el colmo del amor. Es el amor sin medida. Es el amor hasta el extremo. Solo un amor así puede salvar. Salvar a los unos y a los otros, a los amigos y a los enemigos.

En este mundo hay mucha violencia. Y, desgraciadamente, hay violencia que pretende justificarse en nombre de Dios. Pero en nombre de Dios no cabe ninguna violencia ni ninguna represalia. Hay que buscar modos de resolver los conflictos y desavenencias sin armas en la mano. Viendo como ama Jesús, queda claro que eso de amar como él ama no es nada sencillo. Pero es el único camino que procura la paz.

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20
Mar
2015
Preámbulos de la pasión
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Según el evangelio de Marcos, en la cena previa al prendimiento de Jesús, en donde el Maestro se despide de sus discípulos, el tema de conversación es el anuncio de la traición: “yo os aseguro que uno de vosotros que está comiendo conmigo, me entregará” (Mc 14,18). Jesús estaba hablando de Judas Iscariote, al que los sumos sacerdotes “prometieron darle dinero” (Mc 14,11) si entregaba a Jesús. Según Lucas, el tema de conversación durante la cena fue “quién de entre los discípulos parecía ser el mayor” (Lc 22,24). En Marcos el preámbulo de la pasión es el dinero; en Lucas es el poder. Se trata de las dos caras de la misma moneda, de los dos grandes dioses que seducen a los seres humanos. Por dinero, uno vende hasta a su madre. Por conseguir el poder, uno mata hasta a su padre.

En cada página de los evangelios el dinero y el poder aparecen como los grandes peligros que amenazan a los seguidores y seguidoras de Jesús y que éstos deben evitar. El sexo tiene sus problemas, no cabe duda, pero no aparece como contrario al Reino. Supongo que no hace falta aclarar que una cosa es el sexo, bien entendido, y otra los abusos sexuales, que son un atentado contra el prójimo y un delito. También se podría decir que el poder y el dinero tienen algún aspecto aprovechable, pero sus seducciones y peligros son tan grandes y tan directamente contrarios al Reino, que casi es mejor no hablar de lo aprovechable para que nadie encuentre ahí una buena excusa para glorificarlos.

Jesús fue martirizado porque sus hechos y palabras le enfrentaron a los dirigentes político-religiosos de aquella sociedad. También hoy la defensa de los pobres y de los humillados resulta molesta para los ricos y poderosos. Si una persona conocida en la Iglesia (mujer o varón, monja, clérigo o laico) habla, como católico, de las vallas de Melilla o de otras injusticias sociales, y sus palabras resuenan más allá de los muros del recinto en el que vive, eso puede acarrearle algunos inconvenientes, incluso con gentes de Iglesia. Identificarse hoy con Jesús es vivir y defender los valores que él vivió y defendió. Es tomar postura a favor de lo que construye el Reino, pero la toma de postura a favor, implica, en la mayoría de los casos, una explícita o implícita manifestación en contra de los valores que se oponen al Reino y que el cuarto evangelio estigmatiza como el mundo de la mentira, de las tinieblas, del odio y de la muerte. Esta toma de postura puede ser el preámbulo de una pasión. Con Jesús ocurrió. Con sus seguidores también ocurre.

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16
Mar
2015
Necesidad y actualidad de José
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El Hijo de Dios nació del linaje de David según la carne (Rm 1,3). Para nacer según la carne bastaba una mujer “entre todas las mujeres” (Lc 1,42). La elegida fue María. Pero para nacer del linaje de David no valía cualquier varón. Se necesitaba uno que fuera “del linaje y de la familia de David” (Lc 1,27; Mt 1,20)). Y este fue José. Gracias a José, Jesús se entronca en la larga lista de aquellos y aquellas que habían sido hitos importantes en la historia de la salvación; gracias a José, el mesianismo de Jesús, la promesa de que el trono de David duraría para siempre (Lc 1,32-33) quedaba garantizado.

Con José se cumple una importante profecía que había recorrido toda la historia de la salvación. Por eso los evangelistas tienen tanto interés en recalcar que José es de la familia de David. Gracias a José, Jesús entronca con el linaje de David. Y por eso José es el que pone nombre a Jesús (Mt 1,21), porque a él le corresponde la paternidad davídica. José es necesario, no solo como marido y padre custodio, sino como mediador que hace posible el cumplimiento de las profecías y, por tanto, hace posible un elemento fundamental del mesianismo de Jesús. La necesidad de José es teológica. Y si María hace posible el nacimiento de un ser humano que, aún viniendo del cielo, nace de la tierra, José hace posible que este ser humano se entronque en la gran historia salvífica de Israel.

Por otra parte, la figura de José podría tener una gran actualidad. Frente a aquellos que dan importancia a “la sangre” y creen que esos son los vínculos fundamentales, hoy se tiende a dar importancia a otros vínculos que estarían representados (no sólo ni principalmente, pero también) en la adopción. Más aún, José es figura de la paternidad que ensalza Jesús. Pues para Jesús lo importante no es la carne o la sangre, sino la acogida. Es padre el que acoge y recibe con amor a su hijo. Lo que une no es la sangre, lo que une es el amor. Esos son los lazos más fuertes, los más irrompibles. Cuando dos se aman, ¡qué importa la raza, el color, la edad o el sexo! José amaba a María y a Jesús. No porque llevaban su sangre, sino porque les acogió.

Hay otro aspecto muy moderno de José. Según las costumbres sociales de entonces y de ahora, quién da nombre a la mujer casada es el varón. El marido es el referente de la familia. Así, lo lógico sería que María fuera conocida como la esposa de José. Pero los datos ofrecidos por los evangelios dan a conocer a José como el esposo de María. El referente de esta familia es María. Eso, que tiene un sentido teológico, puede tener un sentido contracultural muy actual. Pues hoy muchos piensan que el referente de la familia no puede ser el macho, el jefe, el amo. Hoy se piensa la familia en plan más igualitario. Por eso algunos se cambian el orden de los apellidos, prefiriendo el materno al paterno. La situación de José, el esposo de María, podría decir mucho a los que buscan unas relaciones más igualitarias entre los esposos, unas relaciones en las que no hay dominio, sino reciprocidad. En las que sea verdad eso de “tanto monta, monta tanto” María como José.

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27
Feb
2015
Fe y ciencia, más allá de la apariencia
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La fe tiene una pretensión realista, pero no se limita a la apariencia, a aquello que se puede ver y tocar. La fe busca la verdad más allá de la apariencia y descubre en lo real indicios que permiten abrirlo a posibilidades nuevas, que van más allá de lo que aparece. Por este motivo, los creyentes suelen ser objeto de burla por parte de aquellos que piensan que más allá de los datos empíricamente verificables no hay nada. Pero si lo pensamos bien, resulta que también las ciencias avanzan porque buscan más allá de la apariencia. En este sentido el proceder la ciencia no es muy distinto del de la fe.

La percepción sensorial e inmediata, por la que vemos cómo se pone y sale el sol, se mueven los automóviles, o distinguimos distintos colores, es acrítica. Sin duda, este tipo de experiencia es el punto de arranque de todo conocimiento pero, en sí mismo, es superficial e impreciso. Aquí radica también su peligro: en virtud de su certeza inmediata, puede impedir un conocimiento más profundo. “La impresión superficial de una percepción aparentemente inequívoca puede inducir a error cuando se afirma que esta impresión es el conocimiento último y definitivo”, escribió hace ya muchos años un joven teólogo llamado Joseph Ratzinger.

Dicho de otra forma: en el punto de partida de la ciencia se encuentra la idea de que es necesario ir más allá de las impresiones de los sentidos. Si los detractores de Galileo lo hubieran tenido en cuenta, seguramente no le hubieran condenado. Porque la apariencia es que quién se mueve alrededor de la tierra es el sol. Lo que decía Galileo contradecía algo que todo el mundo podía ver con sus propios ojos. Aunque, por otra parte, no es menos cierto que los cardenales que le condenaron no veían nada de tanto mirar al sol. La lección que podemos sacar del “asunto Galileo” es que hay una primacía de la inteligencia sobre la experiencia sensible.

Concluyo con unas palabras del teólogo ya citado: “No se limita al ámbito de la fe, sino que tiene validez general la tesis de que, aunque es cierto que la ‘experiencia empírica’ es el punto de partida necesario de todo conocimiento humano, esta experiencia llevaría a conclusiones falsas si no admitiera ser criticada desde el conocimiento, abriendo así la puerta a nuevas experiencias”. En otras palabras: no es solo la fe la que va más allá de lo sensorial; también la ciencia procede de la misma forma. Criticar la fe en nombre del empirismo es no entender el proceder general del espíritu humano cuando busca la verdad.

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23
Feb
2015
Pasemos a la otra orilla
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Si se leen con un poco de atención los capítulos centrales del evangelio de Mateo parece que Jesús está continuamente “pasando a la otra orilla” e invitando a sus discípulos a hacer lo mismo (Mt 8,18; 9,1; 14,22; 16,5). Esta invitación se encuentra también en los otros tres evangelios. Se diría que una vez que Jesús y sus discípulos han cambiado de orilla, necesitan pasar de nuevo a la otra orilla. Algo así como si estuvieran yendo de una orilla a otra. Esto nos invita a pensar que este paso no es geográfico, no se trata de volver al lugar del que se ha salido. Tiene que haber ahí algo más profundo, al menos una invitación a la no instalación. Ninguna orilla puede convertirse en lugar de queda, todas son lugares de paso.

Según los evangelistas, la necesidad de pasar a la otra orilla viene provocada porque la multitud hambrienta ha podido saciarse de pan, gracias a que Jesús les ha dado de comer multiplicando los pocos panes que llevaba un muchacho. En este contexto, según el evangelio de Juan (6,15), las gentes pretender proclamar rey a Jesús. Por su parte, en un momento dado, los apóstoles buscaban ser ministros del rey Jesús. El pan es un buen símbolo de la riqueza y la realeza un buen símbolo del poder. Esas son los orillas en las que quieren instalarse la gente y los discípulos. No nos engañemos: esas son también nuestras metas, el poder y el dinero que, en el fondo, son las dos caras de la misma moneda.

El milagro de la multiplicación de los panes provocó un terrible malentendido. La gente buscaba a Jesús porque se había saciado (Jn 6,26). Pero no era este el alimento que Jesús quería darles (Jn 6,27), porque la riqueza es un alimento perecedero. Y el que lo come vuelve a tener hambre. Peor aún: siempre tiene más hambre. El dinero nos hace entrar en un torbellino en que siempre queremos más y cada vez estamos más insatisfechos. Se comprende así la invitación de Jesús a pasar a la otra orilla, a dejar de lado las solicitaciones del tener, para buscar el camino del dar y compartir. El reparto de pan por parte de Jesús, en vez de entenderse como una llamada a compartir, se interpretó como un acto mágico. La gente pudo pensar que con Jesús se saciarían fácilmente los estómagos y, ya puestos, se llenarían los bolsillos.

Con Jesús estamos continuamente pasando a la otra orilla. Pasar al otro, no quedarse encerrado en uno mismo. Pasar al otro como paso necesario para pasar a Dios. El que se instala, se pierde. Tenemos que buscar siempre nuevos horizontes. Cualquier conquista obtenida gracias a Jesús es solo un preludio, el presagio de una conquista imperecedera, que solo se consigue dejando siempre de lado las conquistas parciales.

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19
Feb
2015
Tiempo fuerte de la comunidad cristiana
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La Cuaresma acaba de empezar. Pero la cuaresma, como toda la liturgia, sólo tiene sentido en función de la Pascua. Por eso, lo que hemos empezado, en realidad, es el gran tiempo pascual de la Iglesia. Cuarenta días de preparación para la fiesta de Pascua y, después, cincuenta días de celebración de la Resurrección del Señor y de la presencia salvadora de su Espíritu. Estamos en el tiempo fuerte de la comunidad cristiana.

La cuaresma del año 2015 tenemos que vivirla como nueva. Porque a fuerza de repetir cada año la cuaresma corremos el riesgo de que nos parezca algo banal, rutinario, algo ya conocido. Por otra parte, el ambiente social en el que nos movemos no favorece una buena vivencia de la Cuaresma. El mundo no tiene ganas de cuaresmas, sino de carnavales. La cuaresma nos invita a superar la superficialidad; el carnaval nos invita a vivir la frivolidad. La cuaresma nos llama a la autenticidad, el carnaval a la mediocridad. Una vez más, el cristiano tiene que hacerse violencia para vivir la fe.

La cuaresma nos invita a tomar conciencia de lo que significa vivir como cristianos en el mundo de hoy. El centro de nuestra vida es Jesucristo, su persona, su mensaje, el misterio de su muerte y de su resurrección. Vivimos momentos críticos: hay mucha gente sin trabajo; las vallas de Melilla y las pateras son una desgracia para los que nada tienen; los cristianos son perseguidos en Siria, Irak, Nigeria y otros lugares, donde la violencia y el terror campan a sus anchas. Nuestro momento histórico plantea muchas preguntas y produce sufrimiento. Los cristianos creemos que este mundo encuentra la luz verdadera en la vida y el mensaje de Jesús, en el misterio de su Pascua.

Mirando a Jesucristo descubrimos quienes somos nosotros. Jesucristo nos interpela y nos pregunta qué queremos hacer con nuestra vida, cómo queremos vivir: ¿pensando en nosotros mismos o siendo generosos y abriéndonos al sufrimiento de los demás?, ¿pensando en el placer inmediato o buscando un sentido para la vida? Decía en el post anterior que la palabra clave de la cuaresma es conversión. Se trata de volvernos hacia Dios, de moderar nuestra autosuficiencia, de compartir con los que no tienen. En suma, de mostrar en nuestra vida la inmensa bondad de Dios.

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15
Feb
2015
Convertirse, palabra cuaresmal
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Según el evangelio de Marcos, el primer verbo que Jesús emplea es “convertirse”. Y lo emplea en imperativo: “convertíos y creed en el Evangelio”. La razón de esta necesidad es que “el Reino de Dios está cerca”. Como está a punto de llegar hay que estar bien preparados para recibirlo. ¿Qué significa y qué implica convertirse? Convertirse es cambiar. Cambiar de actitudes y de pensamientos, porque lo que solemos pensar y lo que solemos hacer no favorece la llegada del Reino de Dios. Convertirse es darse la vuelta, dar la espalda a algo, dejar de mirar una cosa para mirar otra. Dejar de mirarse a uno mismo para mirar las necesidades del prójimo y preguntarse cuál es la voluntad de Dios sobre uno mismo y sobre los demás.

Estas palabras que el evangelista pone en boca de Jesús las emplea la liturgia en el rito de la imposición de la ceniza. La cuaresma empieza recordando la invitación de Jesús a convertirnos. Porque convertirse es una tarea permanente. No es un gesto que se realiza una vez, algo así como si cuando uno se ha dado la vuelta y ha dejado de mirar hacia dónde no toca, ya tuviera resuelto su problema. Darse la vuelta, en nuestro caso, no es un movimiento físico, sino una tarea existencial, que hay que renovar en cada momento. Porque mientras vivimos en este mundo, Dios no es una evidencia. Lo evidente son los placeres y las seducciones del mundo que nos inclinan a buscarnos a nosotros mismos en detrimento de los demás. Por eso, el creyente está en permanente estado de conversión: siempre se está volviendo hacia Dios. La conversión no es sólo una decisión inicial, es un estilo de vida. Con el amor ocurre algo parecido: nunca acabamos de amar. Amar es crecer continuamente en el amor.

Para convertirse es necesario sentirse atraído por “otra realidad” o, al menos, intuir que la realidad en la que se está no es buena y que hay otra mejor. No es una llamada en abstracto o vacía. Es una invitación a entrar en un mundo nuevo, a creer en el Evangelio. Supone la presentación de Jesús. Mirándole a él, fijos los ojos en Jesús, podemos entender qué significa convertirse, lo que debemos dejar y lo que debemos acoger. La conversión se concreta en actitudes diferentes según la situación de cada uno. En cualquier caso es una invitación a liberarse de las costumbres, de las presiones sociales, de las opiniones públicas, para dejarse llevar por el soplo del Espíritu.

La conversión adquiere una forma concreta mirando y escuchando a Jesús: se trata del respeto a los pequeños y a los débiles, de la compasión por los que sufren, de practicar el perdón, de abandonar los caminos de la violencia, de entrar en el camino del amor y del servicio. En ocasiones, la conversión puede darse sin que uno sea consciente de ello: algunas personas que dedican su tiempo a obras sociales, quizás no se plantean su actitud en términos de conversión, pero lo que hacen es el correlato humano de lo que el evangelio califica de conversión.

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11
Feb
2015
Dificultades en la transmisión de la fe
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Transmitir la fe es una necesidad ineludible de todo creyente. Necesidad que brota de una experiencia, la experiencia del cambio de vida que acontece a todo el que se encuentra con Jesús. Sin esa experiencia previa no sólo no hay necesidad, sino ni siquiera posibilidad de transmitir la fe. Pues no se puede ofrecer lo que no se tiene.

Supuesta la experiencia del encuentro con Jesús, la transmisión de la fe topa con una serie de dificultades. Dificultades de siempre, aunque hoy se presentan moduladas por las características propias de nuestra cultura. Hoy, a las convicciones personales de los creyentes, les falta apoyo social. Hace falta hacerse violencia no tanto para mantener, cuanto para proclamar con fuerza la fe cristiana en situaciones adversas.

De todos modos, y aunque parezca sorprendente, el más radical motivo que dificulta la acogida del Evangelio es el Evangelio mismo. Es una buena noticia, sí. Pero también desborda toda expectativa. Va al encuentro de la experiencia humana, responde a los más profundos deseos del corazón humano, pero también corrige esta misma experiencia y es exigencia de conversión. Anuncia la resurrección y la vida, pero también proclama que la cruz es el camino de la resurrección.

A los ojos de este mundo la persona, la palabra y la obra de Jesús puede parecer necedad y escándalo (1 Cor 1,23) y, si es así, lo “normal” es rechazarle. Aunque también importa aclarar que hay dos tipos de escándalo y, por tanto, dos maneras de no entender el anuncio del Evangelio: el escándalo de la cruz, que nunca debe ser neutralizado; y el escándalo debido a nuestra incapacidad de comunicarlo. Hace ya tiempo que un teólogo llamado Joseph Ratzinger se refería a la tentación de muchos creyentes de confundir el escándalo de la cruz con otros escándalos ajenos a él y que derivan de la flaqueza de sus portadores.

Entre otros ejemplos este teólogo se refería al escándalo culpable del que so pretexto de defender los derechos de Dios, sólo defiende una determinada situación social y las posiciones de poder en ella conquistadas. O el que, so pretexto de proteger la invariabilidad de la fe, sólo defiende su propio transnochamiento. Cada uno puede añadir sus propias experiencias a los ejemplos que propone J. Ratzinger (El nuevo pueblo de Dios, Herder, Barcelona, 2005, 352).

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