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Sep2020Enseñanzas de la brevedad de la vida
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Dice el libro de los Salmos (89,10) que “aunque uno viva setenta años y el más robusto hasta ochenta, la mayor parte son fatiga inútil, porque pasan aprisa y vuelan”. La vida siempre nos parece corta y marcada por la muerte. La paradoja del ser humano es que es una criatura de barro, por tanto, frágil, pero con ansias de inmortalidad. Dice el libro de la Sabiduría (2,32) que Dios creo al hombre para la inmortalidad, pero el hecho es que la muerte a todos alcanza, porque el ser humano está hecho de polvo y al polvo retorna (Gen 3,19). Un documento de la Pontificia Comisión bíblica afirma que “la literatura profética ofrece dos contribuciones importantes al motivo de la precariedad humana”.
¿Cuáles son esas dos lecciones que podemos extraer de la brevedad de la vida? La primera aportación se presenta como una advertencia dirigida a los poderosos. En cierto modo, el orgullo humano hace que todos nos creamos muy poderosos. El ser humano tiene la vana ilusión de ser igual a Dios. Para desenmascarar este engaño, la revelación nos invita a considerar la contingencia de cada ser humano como la verdad esencial que da acceso al temor de Dios, “principio de sabiduría” (Prov 1,7). Cuando somos conscientes de que nuestros días están contados (Eclo 17,2) es cuando adquirimos un “corazón sensato” (Sal 89,12). No reconocer que somos criaturas y, por tanto, finitos, es una presunción arrogante. Por eso, como canta María, el Señor derriba a los poderosos y enaltece a los humildes, para que así se revele mejor su misericordia.
La segunda aportación de la literatura profética, dirigida a aquellos que experimentan la precariedad de la existencia, es una palabra de consolación: “consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios” (Is 40,1). Cierto, toda carne es como hierba que se seca y flor que se marchita, pero la palabra de Dios permanece para siempre (Is 40, 8). Dice la comisión bíblica, citando a Is 40,5: “la gloria de Dios se revela allí donde la debilidad acoge, a la luz de la fe, la potencia del Señor que se manifiesta como palabra regeneradora”. Esta palabra anuncia que “el desierto florecerá” (Is 35, 1) y vendrá un Espíritu capaz de hacer revivir los huesos secos (Ez 37,1-10). Porque Dios promete: “Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os sacaré de ellos. Pondré mi Espíritu en vosotros y viviréis” (Ez 37, 12-14).
La vida es frágil. No querer reconocerlo es situarnos al margen de la verdad. Reconocerlo es el primer paso para vivir en la humildad y abrir una puerta a la esperanza de que, desde fuera de nosotros, pueda llegar un remedio a nuestra fragilidad. Esta es la esperanza de los creyentes: no somos dioses, pero podemos acoger a Dios.