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Vaticano II 50 años después
3 comentariosEl ocho de diciembre, en la fiesta de la Inmaculada Concepción del año 1965, el Papa Pablo VI clausuraba el Concilio Ecuménico Vaticano II. Están a punto de cumplirse, pues, los cincuenta años de la clausura de un acontecimiento que ha marcado la reciente vida de la Iglesia. Es una buena ocasión para recordarlo, siempre que utilicemos bien este recuerdo.
En efecto, el recuerdo no es ni una vuelta al pasado, ni una nostalgia de un pasado que nunca volverá, ni un simple hacer memoria de algo que está lejos de nosotros y no nos afecta. En la Biblia el “recuerdo” es un hacer presente. En esta línea me parece que debemos recordar al Vaticano II. Recordar hoy al Vaticano II es recuperar sus grandes intuiciones, hacer presente su espíritu en aquellas realidades eclesiales que el Concilio no pudo prever, porque la historia avanza y aparecen nuevos problemas y necesidades, actualizar sus mejores aportaciones y prolongar aquellas cosas que el concilio solo dejo esbozadas o insinuadas.
Se trata, por tanto, no sólo de recordar la letra del Concilio. Sin duda, el Concilio dijo cosas muy interesantes, que han servido para renovar la teología y para vivir mejor nuestra vida cristiana (piénsese, por ejemplo, en lo que ha supuesto la renovación litúrgica, el ecumenismo o el acercamiento del texto bíblico a los creyentes). Pero quedarnos en esto, no es suficiente. Tan importante o más que lo que el concilio dijo es el espíritu con el que lo dijo, el impulso renovador que desencadenó.
Precisamente las dificultades que ya desde el inicio mismo del concilio hubo y sigue habiendo para acogerlo no vienen principalmente de “la letra”, aunque también, sino del “espíritu”. En la Iglesia siempre ha habido creyentes que han tenido dificultades para vivir el presente, para renovarse y mirar la futuro. Esos creyentes, so pretexto de fidelidad al pasado, son en realidad inmovilistas. No quieren que nada se mueva, que nada cambie, no comprenden que la vida está en permanente movimiento, no aceptan que sus hijos o sus nietos no sean igual que ellos. Por eso es adecuado llamarlos conservadores, porque solo quieren conservar. Pero el conservador no tiene futuro.