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Una Iglesia mariana
3 comentariosLo fundamental en la Iglesia es la santidad, o sea, responder al amor que Cristo nos tiene. Todo lo demás, en la Iglesia, está ordenado a la santidad, a la unión con Cristo. Y en la jerarquía de la santidad, María es figura de la Iglesia. Así se comprende esta comparación, para algunos quizás sorprendente, que Juan Pablo II hizo entre la figura de María y la figura de Pedro: “La Iglesia es a la vez mariana y apostólico-petrina”. No es posible prescindir de ninguno de estos dos aspectos en la Iglesia. Aún así, la primacía la tiene el aspecto “mariano”. Por eso añade el Papa: “Este perfil mariano es igualmente –si no lo es mucho más- fundamental y característico de la Iglesia, que el perfil apostólico y petrino, al que está profundamente unido. La dimensión mariana antecede a la petrina”.
Dicho de otra manera: los ministerios en la Iglesia, por muy importantes que sean, están al servicio de la comunión y de la santidad de la Iglesia. La organización está al servicio de la vida, y no al revés. Esta dimensión “mariana” de la Iglesia nos invita a pensar, sentir y organizar la Iglesia desde el único carisma que es incondicional: el amor. Únicamente es habitable una “casa de Dios” en la que sea el amor la razón y el criterio de toda organización.
La Iglesia necesita espacios y lugares en los que pueda verse explícitamente realizada la dimensión mariana-fraterna de la Iglesia. Pues la Iglesia es una comunión. Y es importante que, en ella, puedan verse realizaciones concretas (aunque sean imperfectas) de la comunión. De ahí la importancia que tienen las comunidades, en sus distintos modos de organizarse y expresarse. Hay comunidades estrictamente laicales. Hay otras de personas que viven la castidad en el celibato y se conocen como comunidades religiosas o de consagrados. En las comunidades de consagradas y consagrados la santidad tiene la primacía sobre el ministerio, como María está antes que Pedro.
La vida consagrada, en la que personas distintas, se unen en nombre de Cristo, formando “un solo cuerpo” unido, no por la carne y la sangre, sino por la fe y el amor, es un modo de realizar hoy la nueva familia que Jesús vino a fundar, familia que anticipa la fraternidad perfecta del Reino de los cielos. Este modo familiar de vivir, que es la vida consagrada, encuentra su primer modelo en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Pero no solo ni primeramente en los capítulos dos y cuatro en los que se sintetiza la vida de las primeras comunidades cristianas (Hech 4,23 y 2,42-45), sino antes y principalmente en el capítulo uno, donde los discípulos varones y las discípulas mujeres hacen vida común esperando la llegada del Espíritu. Con ellos y ellas está también esta discípula llamada María, la madre de Jesús (Hech 1,12-14).